Por Miguel de Loyola

En Kafka en la orilla, nos enfrentamos a una novela de más de quinientas páginas sin destino posible. Se trata del clásico kitsch de los últimos tiempos, aventado por la industria editorial para entretener a esos millones de masas ociosas que están buscando día a día la manera de matar el tiempo.

Podemos compararla con algunos clásicos españoles en boga, los best seller y las obras narrativas que buscan distraer al hombre ocioso de nuestro tiempo, y cuyo mercado es enorme.

La anécdota de la novela de Murakami nos pone al corriente de las peripecias vividas por un joven adolescente de quince años, luego de abandonar inexplicablemente su hogar. Un muchacho bastante particular, Kafka Tamura, quien tras salir de Tokio y llegar a Taktamatsu, se dedicará a leer en una hermosa biblioteca donada a la comunidad por una familia millonaria. Frente a estos hechos, surge la pregunta inevitable por parte del lector:  ¿puede ser convincente un adolescente que huye de su hogar para irse a prácticamente a vivir a una biblioteca? La idea en principio no encaja, no comulga con los estereotipos, con las clásicas escapadas de los jóvenes de todos los tiempos; quienes, muy por el contrario, tras huir del hogar en busca de la ansiada libertad juvenil, se dedican a vagar por las ciudades, llevando una vida ociosa. Aquí no, nada de eso ocurre, y por allí surge el primer desconcierto. Este adolescente no convence porque parece más bien un adulto disciplinado y riguroso hasta para comer. En su dieta no escasea la leche y el yogurt, jamás  hablará de alcohol, y se dará tiempo también para el gimnasio. En muchos sentidos, el relato adquiere por momentos las características de los clásicos libros de autoayuda, sugiriendo enseñanzas que no transportan más allá del lugar común.

Sabemos que la falta de verosimilitud es una característica en este tipo de literatura, pero no deja de llamar la atención cómo termina imponiéndose en el mercado del libro a pesar de esa carencia. Paralelamente, corre otra historia de la misma naturaleza inverosímil. Satoru Nakata, un anciano jubilado, limitado mentalmente, quien tiene la facultad de hablar con los gatos. Nakata, acompañado por un joven semejante a un lazarillo, recorrerá un largo e inexplicable periplo movido por un sexto sentido. Podemos preguntarnos cómo suple esta novela la falta de verosimilitud, cómo suplen estas novelas algo que llamamos, o llamábamos fundamental en el arte de la literatura hasta antes de la llamada Posmodernidad. La respuesta puede ser decepcionante para los amantes de la literatura. Estas novelas repiten con mucha inteligencia la mecánica que hay detrás de todo relato. Es decir, manejan muy bien el oficio del arte de contar, pero carecen de esa médula espinal que otorga el ser esencial a una obra literaria, su conexión con la metonimia y la metáfora que impulsan la mente del lector hacia la reflexión afuera del relato mismo.  

Murakami se extiende farragosamente en una historia que poco a poco va perdiendo interés,  porque no desarrolla los núcleos narrativos sugeridos, desembocando, no digo en un vacío, porque los llamados vacíos en literatura resultan a veces tanto más completos y llenos de sentido que los finales cerrados, sino sencillamente en la nada, perdiendo, o malgastando,  todo ese esfuerzo conseguido en los primeros capítulos para enganchar al lector y llevarlo hasta sus últimas páginas. Porque la novela al comienzo, y esto hay que destacarlo, prende en el imaginario del lector muchas luces de interés, las mismas que se van apagando en la medida que nos acercamos hacia las últimas páginas. El interés del narrador por buscar analogías con los conocidos tópicos de la literatura universal, suena demasiado postizo y forzado como para tomarlo si quiera en cuenta. Está la vieja obsesión por el mito de Edipo, al cual alude una y otra vez, pretendiendo explicar a través suyo la inexplicable aventura del protagonista.

Cuando un lector enfrenta una obra perteneciente a una cultura distinta, inconscientemente busca al menos meter las narices en códigos diferentes, pero nada de eso ocurre en Kafka en la orilla, y la novela se pierde en lugares comunes. Podría haber insistido en el tema de las bombas que dejaron desmemoriado a Nakata durante una excursión de colegio en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, asunto de gran interés para quienes hemos visto la guerra siempre desde el lado opuesto. Sin embargo, la historia sólo se limita a dejar al niño Nakata dentro de un grupo de más de quince, privado de su desarrollo emocional y cognitivo, sin ahondar más en el tema. En el gran tema de esas bombas atómicas lanzadas por naves americanas, cuyos horrorosos efectos todavía Occidente mucho desconoce.   

Las últimas palabras puestas en boca de la señora Saeki, la singular directora de la biblioteca, tal vez resuman mejor la intención o el mensaje de Murakami. Después de enviar sus manuscritos a la basura en manos de Nakata, señala: “El hecho de escribir ha sido importante. Aunque lo que haya escrito, como resultado, no tenga ningún sentido.”

 

Miguel de Loyola – El Quisco – Febrero del 2013