Por Denise Fresard

 Se trata de un libro de microrrelatos reunidos en tres partes. Pese a esta separación, se impone un ritmo general a todo el volumen, cuyo sentido conduce al lector por un mundo de pequeñas realidades cargadas de significado, en una reflexión profunda, con humor e inteligencia.  

 Los textos exponen y describen historias mínimas que se insertan en un continuum de mayor envergadura, como si Gemma señalara las estrellas de un firmamento existencial ilimitado, que transmite, a través de una sensibilidad muy femenina, una atmósfera de hechos cotidianos.

Perplejidades, que es la primera parte de este volumen, es un conjunto de textos particularmente abstractos y sensibles. En ellos se centra la voz narrativa en un espacio de reflexión subjetivo, como si la narradora quisiera validar su perspectiva al mismo tiempo que contarnos la historia que aparece entre líneas.

Infortunios, es un corpus más compacto, donde los relatos tienden a concatenarse unos con otros,  dando a la fatalidad inevitable un tono de humor y resignación.

Máscaras, es un conjunto de textos sobre la identidad y la muerte. En ellos se subraya el cuestionamiento sobre la relatividad de la existencia de una manera lúdica y desprendida.

En general, la temática que abordan las tres partes, es la misma; lo que hace que el libro vaya cobrando fuerza a medida que avanza y que aparezca unitario y entretenido. Todos los relatos van construyendo un sólo gran arquetipo. Es esto tan así, que cuesta desprender una frase o un párrafo para señalar un rasgo distintivo, sin sentir que se rompe el ritmo en el que están insertos y que por eso pierdan significación.

Este libro se instala como un faro por la pulcritud de su escritura y la densidad en lo narrativo. El preciso uso del lenguaje le atribuye gran concisión, rasgo indispensable del género. La intertextualidad está al servicio del relato sin desbordarlo ni quitarle su auténtica independencia. Las descripciones son sugerentes y minimalistas, dando un gran espacio al lector para la imaginación  y la elucubración, haciendo la lectura liviana y divertida.

 

Tres microrrelatos de la autora:

 

Al abrigo de las letras. La danza de las horas; Infortunios

 El escritor esforzado se escondía tras la retórica hueca de las palabras. Así en lugar de decir “ese día el sol brillaba como nunca”, optaba por “los rayos esplendorosos bañaban el ínclito día como si fuera la primera vez”. Estaba convencido de embellecer con ello la realidad. De igual modo, creía que cuanto mas adornados aparecieran sus escritos, mayores éxitos literarios obtendrían.

 Por su parte, el lector cursi era un gran admirador del escritor mencionado. En esencia, no sólo se refugiaba en los textos de su autor preferido como una forma de hallar consuelo, si no que además los creía capaces de mejorar el mundo circundante, de perfeccionar al mismo ser humano. Acaso no sea preciso decir que amaba la oratoria, la dialéctica y los versos esdrújulos.

 Un buen día el azar quiso que lis pasos del animoso escritor se encontraran con los del lector trasnochado. No lograron reconocerse sin embargo. La coincidencia de pasear por la misma calle, a la misma hora, les pareció un dato demasiado vulgar para tenerlo en cuenta. Po otro lado, que pudiera existir una correspondencia perfecta como la que les unía iba a servirles de bien poco. Cuando tuvo lugar el tropiezo, y antes de seguir su camino como si tal cosa, ambos intercambiaron unas breves palabra:

-Imbécil- le dijo el poeta.

-Desgraciado- le contestó su lector más fiel.

 

La imagen reflejada. La danza de las horas; Máscaras

 El óvalo del rostro ha ido cediendo al paso de los años, a su peso, de ahí que los párpados aparezcan decaídos, descolgados, perplejos. En sus orejas se aprecia la prolongación de ese preciso abatimiento que os hablo, el triunfo de lo decrépito. También sus orejas son profundas, perfiladas a lápiz con la crueldad de un pulso firme. La nariz, por el contrario, se muestra imbatible, como si la decadencia general no fuera con ella, recta y altiva, lustrosa. El ceño, fruncido; la comisura de los labios, torcida; el cuello, derrotado.

 ¿Y qué decir de la expresión de la mirada? En realidad, parece como si, en una pirueta imposible, tuviera los ojos fijos en el horizonte de sus ojos, y el tiempo se hubiera vuelto de pronto arisco, viscoso.

 Afuera, en efecto, la disolución sigue su curso y el mundo se desrealiza un poco más, en un avance apenas perceptible.

 

El desconcierto. La danza de las horas; Perplejidades

 Y, al fin, se desprende la última hoja del árbol desde una altura nada desdeñable, sin previo aviso, como de puntillas. Aunque se trate de una caída previsible, de nuevo su vuelo incierto ha ido creando figuras de una belleza lacerante, círculos concéntricos y elípticos de perfecta evolución. Pero, una vez más, el ojo humano no estaba preparado para verlo, ocupado en escrutar esto y aquello, aquí y allá, sin tiento ni tino.

 ¡Si al menos un hombre sólo pudiera percibir la entereza de un desprendimiento tan ligero, de trazo tan limpio!

 En breve el baile tocará a su fin, y la hoja descansará de su primer y único vuelo. Tal vez en otro tiempo ese hombre que cruza la calle, distraído, hubiera podido reconocer en esa danza minúscula, toda la intensidad y riqueza de una vida majestuosa. Su posible fulgor.

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 Gemma Pellicer (Barcelona, 1972) es licenciada en Filología Hispánica y en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona, y trabaja como editora y correctora. Ha cultivado la crítica literaria en diarios y revistas, como Avui y Quimera, y en colaboración con Fernando Valls ha publicado la antología Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (Menoscuarto, 2010). Mantiene el blog Sueños en la memoria, donde publica sus textos literarios. La danza de las horas es su primer libro de microrrelatos.