Por Josefina Muñoz Valenzuela

Tenía 27 años para el golpe y un hijo de tres años; el 74 nació nuestra hija. Tengo que decir que no nos pasó nada tan terrible e irreparable, como los asesinatos, desapariciones y torturas de tantas personas y familias de nuestro país, pero sí se transformó para siempre nuestro proyecto de vida.

Como dice el tango, “que veinte años no es nada”, parece que cuarenta sí son muchos, especialmente estos que nacen desde el comienzo del golpe militar y arrastran consigo nuestra vida, la reexponen y, como en una película, la hacen pasar ante lo que somos ahora. Quizás, eso es lo que nos permite ver ¿y entender? mejor los grandes sufrimientos, pero también la fuerza de la vida, que nos permitió sobrevivir pero también vivir; conservar y perder amigos y familiares, unos porque debieron irse, otros porque murieron, otros porque se alejaron de quienes, sin saberlo, teníamos en la frente la marca de la peste…

Tenía 27 años para el golpe y un hijo de tres años; el 74 nació nuestra hija. Tengo que decir que no nos pasó nada tan terrible e irreparable, como los asesinatos, desapariciones y torturas de tantas personas y familias de nuestro país, pero sí se transformó para siempre nuestro proyecto de vida. A pesar de eso, tuvimos muchos momentos felices y penurias que sobrellevamos mejor o peor junto a nuestros familiares y amigos… y de pronto pasaron cuarenta años.

Y han comenzado a escucharse desde los más variados sectores, susurros, murmullos, voces tonantes, de quienes apuntan con el dedo a quienes deberían pedir perdón, otros que afirman no tener por qué pedir perdón, algunos que piden perdón sin que nadie se los solicite y de manera genuina al parecer; otros que lo hacen con despliegue de ironías, de manera burlesca, incluso.

Gran parte de nuestro mundo y de nuestra sociedad quedó marcada a fuego por el golpe militar y todo lo que devino durante esos terribles años, pero también, y como un curioso “chorreo” hacia un ámbito muy alejado de la política y hace no tanto tiempo, quienes han cometido delitos graves como asesinar porque sí, porque era “fleto”, porque estaban ebrios o drogados, en algún momento dicen a tribunales o a los periodistas, “pido perdón a la familia, porque nunca quise hacerlo, no era mi intención…”. Y pareciera que así, como esos otros convocados por razones fundamentalmente políticas e ideológicas, pero hermanados por las muertes ocasionadas, sienten que su petición de perdón les da derecho y mérito suficiente para ser absueltos, salvados, redimidos. Claramente, aquí nadie ha pensado en la necesaria justicia y en lo que ella significa para la vida social.

De todas estas voces, a veces tan disímiles, nace mi preocupación por entender qué significado tiene pedir perdón y qué sería “perdonable”. Es innegable que el concepto de perdón es importante para casi toda la humanidad, especialmente porque se entronca fuertemente con tradiciones religiosas, especialmente judías, islámicas y cristianas, que lo conciben como una facultad propia de dios, a través de la cual es posible que el ser humano logre la anhelada salvación. Pedir perdón es una experiencia netamente humana que todos hemos vivido a raíz de nuestras más variadas acciones, algunas inocentes y otras no tanto. Y desde ahí, creo que el perdón cabrá siempre en lo más estrictamente individual, entre quienes tenemos una relación de parentesco, de amistad, de amor, de trabajo, y en la que podemos haber provocado o sufrir heridas, humillaciones, rechazo, alejamiento, desprecio, etc., experiencias a las cuales se puede sobrevivir sin mayores consecuencias.

Pienso que la petición de perdón está oculta y se descarga desde el ADN de nuestra raíz cultural religiosa -católica en un alto porcentaje-, aunque no pertenezcamos a ella en lo personal. Y, seguramente, ese acto de confesión individual de los pecados, en la penumbra del confesionario, es una expresión de arrepentimiento y una petición de perdón, siempre que no se banalice en una confesión eterna de reiterados “pecados mortales” y la consecuente absolución que, por otra parte, no proviene de la persona directamente afectada y cuenta con el secreto de confesión, además de la impunidad que genera en términos estrictamente humanos.

Pero frente a lo anterior, desde septiembre de 1973 el Estado, con pleno conocimiento y consentimiento, amparó y promovió crímenes tremendos que caben dentro de lo que se ha definido como “crímenes de lesa humanidad”. Y los temas de Estado NO tienen que ver con el perdón.

La exclamación de Jesucristo crucificado, “Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, no podría dirigirse a quienes -desde el Estado- decidieron, planificaron, ejecutaron y justificaron el asesinato, la desaparición, la tortura, el encarcelamiento, el exilio, la exclusión, de miles de personas cuyo “pecado” era tener otro pensamiento y otra visión de la sociedad.

Y cuando escribo esto, recuerdo una de las escenas más maravillosas y tremendas de “2001, Odisea del espacio”, en ese camino a ser ¿más humanos?, cuando un simio esgrime un gran hueso… lo contempla… se le desata una imaginación que no tenía… lo agita… comienza a dar golpes… y descubre un poder que le permitirá no solo alimentarse, sino también eliminar a quienes teme. Ese hueso, que no piensa sobre sí mismo, pero que es pensado y dotado de significados por el joven mono, acompañará la evolución humana hasta que su lanzamiento hacia el espacio lo convierta en una nave espacial y así hasta el infinito. Y creo que lo más notable es que las escenas permiten deducir que ese gran salto de evolución y descubrimiento que vive el mono está acompañado de un nuevo conocimiento radical: sabrá para siempre lo que es posible hacer con él, como matar al enemigo que le impide comer, refugiarse, acceder al agua, reproducirse, seguir viviendo en suma.

Citando un caso de los últimos tiempos, quizás es cierto que el general Cheyre no pensó, no le llamó la atención, no cuestionó, no se preguntó más allá del cumplimiento de una orden, qué podría haber detrás de una verdadera novela del siglo 19 en que una pareja se suicida con explosivos, abandonando a su pequeño hijo. Y así, no siendo un asesinato, solo restaba cumplir con la acción de dejarlo en manos de unas bondadosas monjas y quedarse con la conciencia en paz.

Derrida dice que si comenzáramos a acusarnos y a pedir perdón por todos los crímenes del pasado contra la humanidad, no quedaría ningún inocente sobre la tierra. Desde cierto punto de vista, es posible que así sea; no participamos del descubrimiento de América, pero somos descendientes y herederos del aleteo de aquellas mariposas que continúan haciéndonos sentir (y presenciar y padecer también) las injusticias de antaño y las actuales en generación.

Las palabras VERDAD, JUSTICIA y MEMORIA, no PERDÓN y OLVIDO,  parecen ser las únicas generadoras de acciones que pueden contribuir a reparar, en parte, esta realidad trágica para nuestro país y para tantos otros. Pero no solo las palabras, sino la conciencia profunda de su significado para la vida humana en un planeta en el que se desenvuelve la vida de todo tipo de hombres y mujeres: artistas, científicas, magos, profesores, astronautas, herreros, militares, campesinos, carpinteros, vendedores de sueños, tramposos… cada uno de los cuales será o habrá sido -en algún momento de la vida- una posible víctima o un posible victimario.

Lo irreparable que puede provocar una acción concreta irracional, agresiva, criminal, no se puede reparar en su totalidad ni en su magnitud metafísica, pero sí la justicia puede y debe entregar las sanciones correspondientes  a quienes están directamente concernidos, así como también una necesaria respuesta a la sociedad y, aunque pudiera parecer excesivo, también a la humanidad completa, que la requiere para aprender, algún día, a no repetir eternamente las mismas conductas. Quizás solo de esa manera será posible sentir que la verdadera justicia atenúa los dolores inolvidables y, finalmente, abre un camino para aceptar las palabras, las acciones o los efectos reparatorios.

Para terminar, un fragmento del poema de Nazim Hikmet, La inmensa humanidad:

El pan

alcanza para todos

menos para la inmensa humanidad

y lo mismo el arroz

y lo mismo el azúcar

y lo mismo las telas

y lo mismo los libros

alcanzan para todos

menos  para la inmensa humanidad.

Pero la inmensa humanidad espera,

la vida es esperanza.

 

Entonces, sigamos luchando para que palabras como verdad, justicia, memoria, alcancen para la inmensa humanidad de la cual somos parte. La palabra perdón podrá esperar.

 

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Septiembre de 2013