Ignacio Tamés García

Ante todo me presentaré: como puede ver y tocar soy un libro y me encuentro entre sus manos. Estoy indefenso ante usted pues si quiere me lee o si lo prefiere me cierra. Si quiere me guarda en el estante o bien, si es usted un furibundo censor, me quema sin contemplaciones y aquí no ha pasado nada.

Todo eso es problema ajeno a mí: yo ya estoy escrito mientras que el lector, sin embargo, tiene que ser escrito a cada momento; en cada segundo asumir decisiones y grabarlas en su mente por el mecanismo impresor que sea, hasta el final de la obra, que quizás sea el fin de la vida. Mala suerte, desde luego. Yo, por lo menos, sé quien me ha escrito, creo saber quién es mi autor, pero el lector ni siquiera puede determinar con exactitud quién le está escribiendo… pues pensar que uno es realmente su propio autor es algo que nadie en sus cabales puede creer. Claro que es posible que el lector no esté en sus cabales. Nunca se sabe en qué manos se cae.

 

                        Tan solo le rogaría que no me regañe con religiones, ideologías o terapias: ciertas cosas me dejan frío. Quizás usted acierte a entender que, como ya estoy escrito, ni me soporto ni me dejo de soportar, sino que son otros los que me toleran y, no crea, que me gustaría hacer algo por cambiar las cosas, pero no puedo. Soy, de alguna manera, inmutable.

 

                        Fui escrito, como muchos otros libros, por aburrimiento, y recuerdo perfectamente el día en el que fui terminado. En esa misma mañana, aprovechando no sé qué acto social, fui entregado a un conocido de mi autor que trabajaba en eso de las editoriales. Fui obsequiado con muestras de júbilo, pero cuando llegué a la casa de ese señor, fui situado entre un recetario de cocina y las memorias de Kissinger. Fue un reto muy duro en el que no se me pasó el plumero ni una sola vez y la convivencia con mi vecindario resultaba francamente insufrible. Por fin, una mañana de las que pasé en aquel estante, ese sujeto me tomó entre sus manos, me alzó, y diciendo: ¡estoy harto de esta mesa! me encajó bajo la pata interior izquierda de su escritorio por un tiempo, al parecer, indefinido. 

 

                        Un día cualquiera, un día de tantos que pasé en ese estado, sonó el teléfono. Era un amigo de mi autor. Mi poseedor habló con él de distintos asuntos que no me concernían en absoluto, hasta que -¡date!- en un momento de la conversación oí mi título. Deduje que, por fin, se estaban refiriendo directamente a mí. Créanme, que no es una situación cómoda. Estuve a punto de reaccionar, decir algo, revelarme incluso, pero era imposible dada mi condición de inmutable. Se pasa mal porque no había sido ni siquiera hojeado.

 

                        La conversación telefónica terminó y mi situación en el mundo continuó siendo exactamente la misma: Atlas sosteniendo una mesa. En el mundo exterior las causas y los efectos se concatenaban en toda su extensión mientras que yo, un universo cerrado, permanecía sosteniendo la pata de un escritorio.

 

                        Quizás usted piense que nunca debí de salir de debajo de esa mesa, no lo sé, y, sin embargo, aquí me tiene, ya ve. Esa misma noche ocurrió un suceso que alteró completamente mi difusión mas, para que usted se haga una idea de lo que eso significa, le diré que para mí, la difusión representa lo que para usted, simple mortal, el sexo. Lo cierto es que esa noche mi indiferente amo salió del despacho después de maltratar con correcciones a algunos compañeros. Tras un rato oí ruidos anormales en la entrada de la casa; transcurrió algún tiempo en un forcejeo con la puerta y, una persona ajena a la vivienda, entró en el recibidor. A mí, no obstante, me la trajo al fresco, dada la reciprocidad de mis sentimientos respecto a mi poseedor, aunque sí temí que se ocasionase alguna catástrofe que pudiera afectar a mi formato. No fue así y el extraño pululó por el despacho mirando sin recato otros libros. Se sentó en un sofá y leyó uno en el que ponía: “El estudiante de literatura”, luego otro, y algo entonces pareció perturbarle y dejó de leer, hasta que, al cabo de un rato continuó: “Las fortalezas de el Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”. En fin para que cansarles. Luego se levantó y lo revolvió todo. Se acercó al escritorio y con alguna decisión, lo levantó y me levantó del suelo, sí, como lo oyen. Me quitó el polvo, comprobó mi título, puso otro montón de folios debajo de la pata de esa mesa y me guardó en un maletín. Como se lo cuento: ME ESTABA ROBANDO.

 

                        Debo reconocer que me sentí halagado. En raras ocasiones un libro se ve sometido a estas emociones; además el sujeto no se llevó nada más de aquella dependencia a pesar de que había alguna otra cosa de valor.

 

                        Desconozco cuál fue mi itinerario posterior. Sólo sé que cambié de maletín en varias ocasiones hasta que llegué a uno, bastante acogedor, en el que compartía alojamiento con diversa documentación: en ella aparecía el membrete de la C.I.A.

 

                        Puede no creerme si le parece  -hay compañeros muy mentirosos-,  ciérreme si lo prefiere, puesto que es usted muy libre, pero por favor, si lo hace, hágalo despacio.

 

                               Autor: Ignacio Tamés García