Ignacio Tamés García
Nunca tuve nada contra los lagos, pero tampoco me imaginé que fuera a pasar unos días frente a uno de ellos sin dormir más que lo imprescindible para seguir fijando la mirada en un punto indefinido de la profundidad de sus aguas.
Por ese motivo desaparecieron los dólares que me quedaban; alguien en el hotel debió de pensar que mi única función en el mundo era la observación, por lo que aprovechó para dar sentido a mis pensamientos: si nada mío tenía valor tampoco mi dinero tenía por qué permanecer en mis manos. Afortunadamente aún me quedaban algunas rupias que sirvieron para pagar la pensión y el beneficiario de esa suma de dólares quizás fue el propio hotelero a quien, a su vez, tuve que pagar con el dinero sobrante. El hombre me veía todos los días entregarme a mi labor pasional hacia ese lago rajastaní, a través del cual trataba de dar forma a una carta en la que buscaba agotar todas las cartas posibles. De todo ello todavía tengo un testigo: el lago de Udaipur, en el estado del Rajastán, pues todos los días cumplí con mi silenciosa tarea de subir a la terraza del hotel, contemplar la calma de sus aguas y establecer la cadena que supuso mi ruina: yo miraba al lago, el hotelero observaba como yo interrogaba al estanque y al vigilante, por su parte, nadie le vigilaba.
Sindra, que así se llamaba, era de Goa y hablaba en portugués, motivo por el cual me resultó natural dejarle las propinas que allí reciben el nombre de bakshish. En un hotel como Garinagar Guest House es conveniente dejar ese discreto suplemento en metálico porque, si no se hiciera así, la inicial amabilidad podría llegar a desaparecer por completo; aunque eso no me preocupaba en ese caso pues la calidad del servicio de ese agujero, tanto en el aspecto material como en el puramente zoológico era difícilmente empeorable. En la habitación compartía mi suerte con un ratón que no debía de pesar más de cien gramos según calculé después de que se me posara una noche sobre un pie; así que, por cambiar la rutina, decidí bajar a la recepción de ese improvisado presidio.
– Me han desaparecido unos dólares que tenía en la habitación. ¿Me da el pasaporte?
– Veo que lo sacó uno días antes de entrar en la India. Hay algunos que renuevan sus papeles para que no se sepa dónde han estado antes. Si quiere podemos llamar a la policía y se lo explicamos a Harilal Prakash.
Sindra me devolvió el pasaporte, pero también le vi capaz de complicarme la vida, así que me despedí de él y me centré en terminar con el ratón. Una mordedura no resultaba conveniente en una zona afectada por peste y esa noche, debido a su continuo roer, deduje que su morada se hallaba en mi propia cama. Arrojé el colchón por la ventana y volví a bajar a recepción para decirle al sinuoso goanés que el día anterior también habían desaparecido algunos muebles. El carcelero sonrió –supongo que por saber que con los dólares podría comprar algunos colchones– y regresé a la terraza para seguir mi labor de imaginar la carta que, ahora sé, nunca habría de escribir. Por la tarde volví a bajar a la habitación y me encontré otra vez el colchón en el suelo sobre un gran charco de agua y una nota en la que la dirección me comunicaba que había encontrado parte del mobiliario en la orilla del lago.
Tiré otra vez el colchón por la ventana y bajé a la orilla para empujarlo con un palo, hasta que me aseguré de que se hundía con toda su tripulación en el profundo y bello lago de Udaipur. Aún quedaban varios días para que pudiera tomar el avión y el mejor lugar en el que podía esperar era ese presidio pues en cualquier otro lugar aún podrían llegar a pensar que me sobraban dólares, y bajé a recepción. Comuniqué que prefería dormir sobre el somier, pero Sindra me ignoró. Tenía claro que mi única función en su hotel era la de ser un natural complemento del lago circundante y siguió haciendo cuentas sin levantar la mirada de su bloc. Esa noche me acosté y, después de intentar dormir primero sobre el somier y luego sobre el suelo, decidí acudir a un médico rajastaní.
– Tengo insomnio, no puedo dormir más de tres horas al día y aun así tengo que beber cerveza para conseguirlo.
– ¿Sólo cerveza?
– Sólo cerveza.
– Tome cosas más fuertes. Pruebe con el whisky.
– No me gusta.
– Ya se acostumbrará.
– Deme unas pastillas. No puedo estar más tiempo sin dormir.
– No se preocupe y tómese esto.
Había esperado una cola no tan penosa como podría suponerse y me había tirado en una camilla tampoco tan sucia como hubiera podido imaginarse. Recuerdo del doctor una gran sonrisa y también tengo en la memoria que no preguntó de donde era su paciente; así que salí de la consulta con la sensación de no ser un buen bebedor y con unas pastillas en el bolsillo. Me dirigí a una Escuela de Arte que estaba situada en el centro de Udaipur, no muy lejos del templo Jagdish, y encontré en la calle a unos chicos que había conocido vagando por la ciudad. Me habían dicho que estudiaban pintura. Esos muchachos habían seguido con alguna frecuencia a una mujer desde que ella se fue de Garinagar Guest House y cada vez que me daban una información sobre sus pasos les daba una propina.
– ¡Ha entrado en la tienda de Rajendra!
– ¡Está en la estación y ha comprado un billete!
– ¡Ha ido a Lake Palace!
Por último supe que el billete que había comprado era para Delhi y que el motivo por el que había entrado en la tienda era la adquisición de un rubí. Así aprendí que esos jóvenes nepalíes eran veloces y despiertos, mas no tuve más remedio que confesarles que, debido a la desaparición de una bolsa, unos misteriosos yacimientos se habían agotado repentinamente; y así pasé de parecerles un ser diferente y llovido del cielo a ser uno más, también diferente, pero llovido de cualquier parte.
– ¡Ahora eres como nosotros!
– ¡Tendrás que ir a buscar turistas! ¡Te dejaremos los españoles!
– ¡Dormirás en la tienda! ¡Hablaremos con Ram!
Eran como una farándula carnavalesca y bulliciosa y uno de ellos ideó el juego de cambiar a cada uno su nombre por otro distinto al que nos había tocado en suerte. El inventor del enredo eligió para cada uno un nombre sencillo: Bu, Mu, Fu y Ru. Y yo era el destronado Rey Mu –pues ya no tenía dinero–. Al salir del médico les encontré en la calle principal. Era la hora en la que surcaban las zonas propicias para agotar al turista con el pegajoso ritual de los vendedores. Me llevaron al taller. Se entraba por un patio y allí estaba una mujer que se escondió en un cuarto, como si tuviera que ocultarse de los visitantes –y quizás así tenía que hacerlo, pensé–, y de otra puerta salió un hombre que se presentó pausadamente como Ram Nagarjuna Naidu. Era un pintor de unos treinta años, vestía holgados pantalones blancos y una camisa resplandeciente, calzaba unas sandalias de cuero negro y su cara se veía surcada por unas pobladas cejas y un fino bigote. Alguien de su servicio de información –no sé bien si Bu, Fu o Ru– le había dicho que había un turista en Garinagar Guest House, un hotel habitualmente utilizado por indios, que no entraba en los templos, ni visitaba las tiendas, ni iba a los bares de los hoteles lujosos; supuse que, de la misma manera, podría saber que el motivo por el que alguien entró en la tienda de Rajendra era la adquisición de un rubí. El pintor me recibió con la ceremonia que los indios emplean en su seductora hospitalidad y me senté con todos ellos en una mullida alfombra en la que la mujer que se ocultaba en el patio nos sirvió un té. Ella entró cuando Ram dijo lo que creí que era su nombre y sus movimientos presidieron la estancia durante unos minutos, hasta que la mujer se fue por unas escaleras que ascendían hacia un segundo piso del taller.
– Me alegra que haya venido a verme. Habrá visto que en esta ciudad si a un turista le llevan a un taller es para que compre algo. Le prometo que no quiero venderle nada, sólo quiero conocerle.
– Me llevo bien con los chicos de su taller, espero que no le moleste.
– Los he recogido en las montañas de Nepal, en el norte, y han venido voluntariamente a trabajar en el taller. Por las mañanas estudian pintura en ese cuarto que ve allí y luego salen a ofrecer el género a los turistas, y así se pagan los estudios, aunque ni a ellos ni a mí nos hace falta más de un par de chapatis para vivir.
– La verdad es que me han robado el dinero. Créame que en otro caso les compraría alguna artesanía.
– La mayoría de los comerciantes de esta ciudad utilizan la persuasión y ponen al visitante en situaciones incómodas. Es una forma perversa de hospitalidad, aunque a veces puede ofrecer buenos resultados comerciales. Los chicos me han dicho que usted no visita templos, ni hoteles, ni tiendas.
– Mi única obligación en esta ciudad consiste en no comprar. Eso es fácil, puesto que no tengo dinero, pero no resulta sencillo convencer a los vendedores de que pierden el tiempo. Por eso voy con sus estudiantes, si te ven con unos vendedores los demás te dejan en paz.
– Es una medida hábil. Es usted mi invitado y no tiene que comprarme nada. ¿Piensa estar mucho tiempo en Udaipur?
– No lo sé, depende.
– ¿No tiene usted billete de regreso?
– Sí.
– Puede rodearse de los jóvenes nepalíes y nadie le molestará, pero sí le digo que Garinagar Guest House es un hotel para indios y la presencia allí de un extranjero puede causar alguna extrañeza. Puede ver que no lo encontrará en las guías de turistas. Trasládese aquí con sus cosas y dormirá en el taller. ¿Qué le parece?
– Hay un problema. Estoy escribiendo una carta y hasta que no la termine no me iré de allí.
– No hay tal problema, le pondremos una mesa y una silla y podrá escribir cuanto quiera.
– Para escribir tengo que mirar el lago y desde aquí no se ve.
– ¿Quiere retratar el lago en su carta?
– Podríamos decir que sí. Intento describir el espíritu de este lago para saber si coincide con el espíritu de alguien que conozco.
– ¿Para usted el lago tiene un espíritu?
– En parte sí, aunque también hay personas que disponen de un mal ángel que podría desalojar todo el agua de este lago. Si así fuera la ciudad se inundaría y no se oiría en las calles ni el lamento de un perro.
– Tranquilícese… ¿Sabe usted? En la India utilizamos una forma de pintar muy diferente a la de ustedes. No queremos ser originales, sino llegar a transmitir el mismo arte que nuestros antepasados nos han legado. Los estudiantes sólo firman las obras cuando han aprendido a hacerlas.
– A mí nadie me ha enseñado a escribir, quizás sea por eso que no llevo escrita ni una sola palabra de esta carta.
– Podría venir y mirar como trabajamos los dibujos que representan al lago. Son fieles al modelo. Los aprendices también me habían dicho que el extranjero que habían conocido no dejaba de mirar el lago desde la terraza de Garinagar y, sin embargo, usted me dice que no ha conseguido escribir ni una sola palabra sobre su modelo. Hay una cosa que llamamos el destino: quizás no esté en su destino que usted escriba.
Alrededor de la alfombra había frascos y recipientes con pinturas y pinceles junto a un lienzo a medio acabar. Miré la obra mientras terminaba el té. Sobre el fondo de la tela estaba esbozado un pequeño elefante con los contornos aún sin definir. Mi anfitrión se levantó, abrió un armario y luego sacó una espada corva labrada en madera. Tenía múltiples pequeñas tallas que la convertían en una pieza barroca que sugería una gran laboriosidad en el autor y también pequeñas puertas que el hombre fue abriendo pausadamente dejando ver diminutos cuadros de figuras.
– Acérquese. Es madera de sándalo y aún conservará su olor durante algunos años.
Las escenas fueron pasando ante mis ojos como un retablo que mostrase un episodio. Supuse que eran iconos mitológicos aunque no podía precisar qué deidades eran las representadas, o cual leyenda inspiraba la secuencia y nos volvimos a sentar junto a los jóvenes nepalíes. Luego Ram me dio una tarjeta con su teléfono y dirección y me mostró una fotografía.
– Aquí puede verme junto a mi maestro Jawaharlal Nagarjuna. Es alguien con quien aprendí casi todo lo que ahora sé. La perfección sólo se consigue con un camino muy lento y no se pueden saltar los pasos. Así son las cosas y si no se hace de esta manera el pintor tropieza siempre en la misma figura o, ¿quién sabe? quizás el escritor se hunda siempre en el mismo lago. ¿No lo piensa usted así?
– Seguramente tiene usted razón, pero no puedo hacer otra cosa. Lo único que puedo hacer aquí es mirar el lago aunque no sirva para nada. Siempre está quieto.
– Observe los dibujos que representan el lago. Eso le servirá de ayuda.
No pude dejar de ver en el suelo, también a medio esbozar, un cuadro en el que se representaba a una persona de espaldas y al fondo quizás un lago. No me atreví a preguntar quién había servido de modelo, ni si la perspectiva de ese lago es la misma que la que hay desde Garinagar Guest House, pues sólo quería salir de allí lo antes posible. Me levanté de la alfombra y fui hacia un soportal del patio en el que Bu, Fu y Ru, sentados en el suelo, mezclaban unas pinturas en unos botes; Ram volvió a llamar a la mujer y comencé a insinuar la despedida.
– No tienes dinero; tendrás que salir de Garinagar Guest House.
– ¿Tendrás que ir a buscar turistas?
– ¿Dormirás en la tienda?
Les dije que aún me quedaban las rupias suficientes como para permanecer en cierto lujoso establecimiento y me despedí de ellos con más apresuramiento del que requiere la cuidada etiqueta oriental. Salí a la calle y comencé a caminar hacia el presidio del goanés; anduve por las calles de casas bajas y blancas, esquivando vendedores, rickshaws y mendigos y entré en uno de esos lujosos hoteles en los que normalmente no solía entrar. Me senté en un patio interior entre unas fuentes cavernosas y una piscina cristalina y recordé que había estado allí en otra ocasión y que incluso me había tomado una cerveza. También recordé que el camarero que me atendió se situó frente a mí y que él observó con colonial apostura como me bebía una imperial jarra de cerveza rajastaní. Allí mismo había estado con la mujer que había comprado un rubí en la tienda de Rajendra, una irlandesa de piel muy blanca a la que había conocido en la cola de la estación de tren de Ahmedabad, mas una tarde la irlandesa dejó una nota en recepción y me indicó que prefería cambiar de aires.
– ¡Ha entrado en la tienda de Rajendra!
– ¡Está en la estación y ha comprado un billete!
– ¡Ha ido a Lake Palace!
Decidí irme de entre las cavernosas fuentes de Jawinagar. Al salir a la calle una de las niñas harapientas que se apostaban a la entrada del hotel me persiguió calles abajo, ella agarrándome del pantalón y musitando como una letanía su bakshish please, hasta que vio que sus esfuerzos eran infructuosos, y se alejó de mí no sin antes dejar de escupir donde yo acababa de pisar. Después de ese incidente doblé por una calle estrecha para evitar una placita con pegajosos vendedores y un rickshaw –un motocarro con dos asientos atrás– se cruzó conmigo en una calle algo más ancha; el conductor, un sikh con barba y turbante, frenó en seco delante de mí para que me sintiese en la circunstancial obligación de subir, cosa que hice. Le dije que no tenía mucho dinero y que por el trayecto le daría siete rupias, que el sikh elevó a quince y que terminaron por ser, ciertamente, quince. El sikh condujo por las calles asfaltadas hasta que bordeamos el lago y luego lo atravesamos por un puente en una parte en el que el gran estanque se hacía estrecho. Pero en el trayecto yo estaba mucho más preocupado por la suerte de las pocas rupias que me quedaban. Podía pasar en cuestión de instantes de ser considerado como un ser casi excelso a ser vapuleado como alguien indigno de existir y eso dejaba pocas esperanzas de dar un reposado comienzo a la carta que nunca habría de escribir. Decidí pagar el hotel para al menos tener cubierto el alojamiento mientras el taxista paraba frente a Garinagar Guest House. Entré y Sindra estaba en el mostrador, haciendo minuciosas anotaciones en su bloc.
– Hola. Quiero pagarle la habitación hasta pasado mañana.
– Son cincuenta rupias cada día; en total trescientas rupias contando cuatro días desde la última vez que pagó y dos días más hasta pasado mañana. ¿OK?
– Aquí tiene.
– ¿Dejará la habitación pasado mañana?
– Es probable, pero aún no lo sé con exactitud.
– Mi mujer y yo queremos que tenga un buen recuerdo de la India. Sabemos que está usted muy lejos de su país y podría compartir con nosotros una cena familiar. Esta noche coincide que vendrá un buen amigo mío, Raju, que cocina muy bien, y hemos comprado un cordero.
La invitación del goanés me sorprendió y durante unos instantes no supe qué contestar; si respondía que no aceptaba quizás le ofendería, si inventaba una excusa su respuesta se hacía también imprevisible; pero también podría aparecer en la sobremesa cierto colchón flotante y toda su tripulación.
– No se preocupe por el picante. Raju es un buen cocinero y está acostumbrado a cocinar para extranjeros. Baje a las nueve a la explanada.
– ¿No cenan en la terraza? –dije por preguntar algo–.
– No, cuando es algo especial ponemos una mesa en la orilla del lago.
Ocurría que estaba inexorablemente invitado a cenar. Subí a la habitación e hice el equipaje, pues según iba ascendiendo las escaleras algo me decía que no debía acudir a esa cita. Escribí una amable nota en la que comunicaba que había tenido que partir para hacer una gestión referente al vuelo, probablemente no volvería, cosas de las agencias. Después cerré la bolsa e intenté irme, pero fui sorprendido en las escaleras por Sindra, que me comunicó que su amigo Raju ya había terminado de cocinar el anunciado cordero. Me sorprendió tanta rapidez en la India. Es un convite al que preferiría no haber ido, pero que no hubo más remedio que tomar; andaba enfermo y acabé peor, luego tuve que alejarme de allí, aunque ya estuviese pagada la habitación; después regresé al centro de la ciudad y casi como una sombra volví a entrar en el taller de arte de Ram.
La irlandesa estaba sentada en la entrada de la escuela con los jóvenes nepalíes, junto a varias pinturas entre las que se encontraba la que representaba a esa persona de espaldas y al fondo quizás un lago. El cuadro estaba algo más trabajado que cuando lo vi unas horas antes y de lejos aprecié con alguna certeza que la perspectiva de ese lago es la misma que la que hay desde Garinagar Guest House. Me senté, junto a la joven y blanca pelirroja, en el soportal del patio en el que Bu, Fu y Ru mezclaban pinturas en unos botes. La mujer que antes nos sirvió el té subió silenciosamente las escaleras.
– ¿Te sorprende verme vestida así?
– Un poco sí, lo siento.
Lo cierto es que verla con un hábito limpio pero raído me desconcertó tanto que pedí disculpas sin que hubiese un motivo para ello.
– Pensé que te ibas a Delhi y que eras una turista.
– Tuve que dejar la pensión porque hay un centro de mi orden en un barrio de Udaipur. A veces prefiero recordar cómo era hace años y vestir de seglar, aunque aquí en la India lo cierto es que se abren más puertas con el hábito que sin él.
Ram bajó por las escaleras por las que se fue la mujer y los jóvenes nepalíes le comunicaron algunas novedades a las que no presté mucha atención debido a que la visión de la irlandesa vestida de monja me había alejado de otros pensamientos.
– No tiene dinero; ha tenido que salir de Garinagar Guest House.
– Vendrá a buscar turistas.
– Dormirá en la tienda.
Bu me señaló un jergón que me serviría de cama. Ram saludó a la irlandesa, se sentó junto al cuadro del lago y pegó sobre el mismo una miniatura que era como un papelito en la mano del sujeto que estaba siendo retratado.
– He decidido que la figura que representa este cuadro tenga esto en una mano. Acércate.
Me aproximé hasta el retrato de ese señor que estaba de espaldas al espectador, de frente al lago y que sostenía en su mano derecha el papel recién pegado y observé que era una miniatura escrita con un gran detalle, aunque no podía entender el significado de lo que Ram había transcrito.
– ¿Quién es?
– No lo sé, quizás nadie.
Luego la monja se aproximó hasta la figura y pasó la mano por el marco.
– Tiene en la camisa como una mancha. Parece de sangre.
– Sólo es pintura roja.
Por último le pregunté a Ram respecto al significado de las palabras transcritas en el papel que acababa de pegar.
– Si me acompañan se lo contaré.
Daba la impresión de que abordaba una laboriosa tarea con energía y aunque yo estaba débil como una sombra reuní las fuerzas suficientes para atenderle. Le seguimos hasta una habitación lateral del patio. Nos sentamos entonces en unas sillas pequeñas que allí había y después nos habló como sigue:
“Hace cientos de años, llegó a Bombay un portugués que traía unas telas con unos colores nunca vistos hasta entonces en la India. A oídos del recaudador del gobernante llegó la fama de esas telas y mediante emisarios le compró algunas. Encantado por los colores y el dibujo de dichos tejidos mandó después invitar al comerciante para saber si podría traer una gran cantidad de piezas de las que tanto le gustaban. El portugués se presentó en Udaipur escoltado por los emisarios y explicó en el Palacio que un adelanto del precio era necesario para costear el transporte. Y el recaudador, por su parte, le pidió una garantía de que volvería con las nuevas mercancías, pues cuando dejara el Rajastán nada le obligaría a regresar. Diego Peres, que así se llamaba, afirmó que cumpliría su promesa y que dejaría en prenda una llave de una casa que él y su familia habían tenido en una ciudad que él llamó Córdoba. El recaudador del marajá llamó entonces a sus secretarios y a viejos sabios de Udaipur para que juzgasen si esa llave era suficiente garantía. Peres fue examinado por los doctores. Después de haber interrogado al comerciante uno de ellos sugirió que si esa llave tenía algún valor lo tendría por lo que representaba para el comerciante, pero no por su valor material ya que Peres afirmaba que él y su familia habían tenido que abandonar esa casa de esa lejana ciudad. Peres dijo que presentaba no sólo la llave sino también su palabra y uno de los doctores dijo a los demás sabios que con preguntas directas nunca se sabría si el comerciante era sincero. Por ello, para conocer la pureza de sus intenciones, sugirieron forzarle, decirle que sólo se aceptaría como prenda a la familia del comerciante para lo cual tendría que escribirles; tendría que pedirles que llegasen a Udaipur, y sólo después de que estuviesen presentes, Peres partiría hasta Diu, en Gujarat, para hacer traer las telas desde Goa. Con ese ofrecimiento el portugués fue encerrado en una de las habitaciones del Palacio para que escribiese. El huésped estuvo encerrado muchas horas y presentó una carta a los doctores, los cuales la leyeron muy detenidamente. Al cabo de unos días el recaudador los hizo traer a su presencia para que dictaminasen si era digna de crédito la promesa. Los doctores no cesaban de disputar entre sí, pero la realidad es que ninguno de ellos entendía la lengua en la que estaba escrita, todos vanidosamente hablaban como si la comprendiesen cuando sólo alguna palabra les resultaba familiar; y por ello, por el temor de cada uno a ser tenido por ignorante, comparecieron ante el recaudador afirmando que habían aclarado lo que Diego Peres decía. Y todos dijeron eso puesto que, entre tanta disputa, así lo habían pactado: no estaban conformes con la sola promesa del portugués puesto que, si la familia no llegaba, terminaría por decirse que ellos habían interpretado mal sus intenciones. Por ello sugirieron que se encerrase al comerciante. El portugués ya estaba recluido en una habitación del Palacio y nada sabía de todo esto pero, cuando le comunicaron la decisión, vio que nada le salvaría, puesto que él ya no tenía familia. Se había limitado a escribir una ambigua carta a Goa solicitando que fuese hasta Udaipur una familia –cualquier familia– bajo el pretexto del negocio de las telas confiando en que quizás ésa fuese suficiente garantía. Pero su verdadera familia había desaparecido con el curso de sucesos que no quería recordar. Y, sin embargo, no sabía que los doctores no entendían la carta, pues con ellos hablaba en indi, idioma que había aprendido para comerciar. Por ello en la Corte se decidió enviar la carta y que durante ese tiempo Diego Peres permaneciese en el Palacio hasta la llegada de sus familiares. Ya no le era posible rectificar. Ningún portugués le reconocería en Goa como familia –pues ninguno había– y ninguno correría el riesgo de hacerse pasar por tal en un viaje de resultado tan incierto. Diego Peres se convirtió en huésped forzoso del Palacio que hoy se eleva sobre el lago de Udaipur. Los doctores de la ley continuaron espiándole secretamente pues no tenían consigo cual fuese la naturaleza de la carta. A través de agujeros y rendijas de las dependencias le vieron poner velas en las cuatro esquinas de su cama y otras cuatro en las cuatro esquinas de su dormitorio y escribir en un espejo unas palabras que son las que a continuación os digo.
¿Dónde vas? ¿Dónde vas tan solo así? Voy en busca de mi esposa a quien hace días que no vi. Tu esposita ya está muerta muerta está que yo la vi, el cajón que la llevaba era de oro y de marfil, las alhajas que tenía no te las sabré decir.
Mientras el comerciante paseaba por los jardines los doctores de la ley entraron en las habitaciones de Diego Peres y copiaron lo que el portugués había escrito en el espejo. Y nuevamente disputaron sobre el significado de lo que leían, puesto que sólo tres palabras entendían con certeza: muerta, oro y marfil. La ignorancia de quienes se creen sabios siempre es más peligrosa que la de quienes no se tienen por tales y los doctores de la ley pensaron en aterrorizar al portugués y ver su reacción. Acordaron llevarle a una ceremonia de incineración que se habría de celebrar a la mañana siguiente en uno de los barrios más pobres de Udaipur: dos mujeres vivas se arrojarían al fuego para seguir los pasos de su marido muerto. Peres al día siguiente fue conducido por los doctores hasta las afueras de Udaipur y allí vio pasar la comitiva fúnebre con los restos de un hombre y detrás dos mujeres ricamente vestidas. Eran conducidas por otros familiares del fallecido. Al llegar a una gran pira prendieron el fuego y mientras los restos del esposo ardían las mujeres fueron estranguladas y arrojadas a las llamas entre los gritos de los parientes. El portugués contempló impasible y callado esa escena entre los guardias y los doctores; y al volver al Palacio se encerró en sus habitaciones y dejó de salir a los jardines y de comer. Los doctores no supieron qué interpretar. El portugués sólo miraba el lago con tristeza infinita y adelgazó hasta que los doctores de la ley y del alma temieron por su vida. Al cabo de otros muchos días el portugués borró del espejo de la habitación las palabras que habían copiado los doctores y escribió muy débilmente sólo dos: Raquel y Córdoba. Y luego se murió,”
Las cosas no son como son, sino cómo se las recuerda y tengo en la memoria que al cabo de unos días yo ya había regresado a Madrid y que estaba parado en la esquina del Paseo de Recoletos y Alcalá, junto al edificio de la Casa de América. Pedro Garfias, el poeta, pasó frente a mí en dirección contraria a la mía. Siempre estaba sin un duro y quizás venía de pedir dinero a unos parientes de los que yo sabía que no vivían lejos de allí. Pasó frente a mí y no me saludó a pesar de que habíamos sido, ya hacía algún tiempo, bastante amigos. Le seguí por la calle Alcalá y llegué detrás de él hasta el Círculo de Bellas Artes. Y volví a cruzarme con él después de que el poeta preguntase algo a un camarero del café. Caminé después detrás de Garfias, casi pisándole los talones.
– ¡Pedro! ¡Eh Pedro! ¡Que soy yo! ¿No te acuerdas de mí? ¿Qué pasa hombre, no te fían en el Círculo y ya la tomas conmigo?
Así que le seguí un rato hasta que vi que era imposible rendir su atención ya que callejeaba de una manera que no se sabía bien si era un loco Quijote o un cuerdo Quijano.
– ¡Vete al diablo!
Tengo en la memoria que volví a casa, en la calle Caballero de Gracia, donde había un bar en el que yo solía comer. Subí hasta el segundo y vi al portero con su viejo uniforme de General de las porterías desvencijadas, muchas condecoraciones en forma de remiendos y gorra sucia. Iba murmurando algo contra alguien y me alegré de no ser yo, por una vez, el motivo de tanta queja.
– ¿No se hará nunca una llave del portal este joven del cuarto? ¿Tanto le cuesta? Esta noche no le abro.
Pasé yo como una sombra y pasó el General de todas las porterías a mi lado y sin decir nada en relación al segundo piso, letra B, y al subir por las escaleras sorprendí en el hueco del patio interior una conversación entre las vecinas del primero.
– ¿Y donde oyó eso ese viejo del diablo?
– En ningún sitio, parece que salió en el periódico.
– No me fío, ése con tal de subir el alquiler y sacarle algo al casero es capaz de publicar esquelas anticipando los fallecimientos de todos nosotros.
– Tú siempre con el casero. Te digo yo que también mi padre lo leyó y desde que él se fue ha estado bien cerrada. ¡Qué raro! Ruidos de gente no puede haber. Será un gato.
– Pues será un gato, o lo que tú quieras que sea, pero ruidos hay.
Silenciosamente regresé a casa, llegué hasta mi dormitorio y allí pude descansar hasta que suavemente amaneció. Al día siguiente, muy temprano, volví a alcanzar la calle y vi al remendado General con su gorra y sus renegridos botones dorados que encendía un puro habano cuyo humo anegaba todo el portal. Y si hay algo de lo que estoy orgulloso es de que no fumo, y como una exhalación salí y me acerqué hasta la casa de Leticia, en el Puente de los Franceses.
– ¡Quien vive!
No hice caso del loro del portero del domicilio de Leticia –la autoridad siempre me ha puesto nervioso– y, una vez que comprobé que ella no estaba en casa, la busqué en el bar en el cual sé que ella suele desayunar. La vi sentada en una de las sillas escribiendo una carta. Me acomodé en una mesa en otro lugar, de tal manera que podía verla sin ser visto y, al cabo de un rato, se fue al baño; me acerqué, y así pude leer lo que escribía.
Querido Marcos: No acepté el trabajo. Ahora estoy tratando de conseguir otro que parece más interesante por las posibilidades de viajar y que tal vez incluye el Nuevo Mundo en el que tú vives, ¿quién sabe? quizás también La Habana. Yo sigo manteniendo la ilusión. Me encantaría saber algo más de ti, cosa que no estás obligado a cumplir, porque con el reciente recuerdo que dejaste me basta: nuestras caminatas por estas calles de los Austrias, el Paseo de la Florida y la de Segovia asomándonos por las calles y patios; el Paseo de Rosales; aquella placita en que nos sentamos a descansar, en fin, hay tantas cosas que resultan agradables de recordar. Ayer recibí la confirmación de la muerte de Alberto Herzig, suceso que ocurrió en su viaje a la India y que me ha afectado mucho más de lo que pensaba. Esta tarde tengo que ir con un perito a su antigua casa para ver los bienes que dejó y también para tasar un cuadro que incluyeron junto al féretro cuando repatriaron el cadáver. Se murió en una tienda de arte, sin que hasta ahora el Consulado español en Bombay haya aclarado las causas del fallecimiento.
Así adquirí la certeza de que mi identidad, al menos en los referentes normales entre los humanos había desaparecido: Alberto Herzig estaba oficialmente muerto. Poco a poco fui saliendo menos del recinto que Ram Naidu había creado para mí –un hombre de espaldas frente al lago de Udaipur– y cada vez me costaba más dejar de mirar la carta que había puesto en mi mano. Pero ocurre, no sé con que frecuencia, que tenía el recuerdo de mí mismo y, también así era, que yo aún conservaba alguna curiosidad sobre las cosas del mundo; y, ocurre, que algunas de las que Leticia contaba a Marcos las había vivido también conmigo “nuestras caminatas por estas calles de los Austrias, el Paseo de la Florida y la de Segovia asomándonos por las calles y patios…”, todo era igual a los paseos que yo daba con ella. Era, quizás como yo, una mercader de recuerdos, y utilizaba en sus cartas algunos de los que teníamos compartidos, bien porque así se le antojaba o bien porque así los repetía. En fin, da igual, porque ella misma concluía su carta refiriendo que Herzig “Se murió en una tienda de arte, sin que hasta ahora el Consulado español en Bombay haya aclarado las causas del fallecimiento.” Entonces vi más claro que el señor Herzig fue un modesto empleado que fue a la India y volvió cadáver. Esa misma mañana en la que salí de mi marco y furtivamente leí la carta de Leticia llegó ella a la casa que fuera del señor Herzig y entró en el dormitorio con un perito tasador de arte. Ambos estuvieron mirando el acogedor lienzo que Ram Naidu pintó en Udaipur. Ambos se sentaron en unas sillas y Leticia hizo anotaciones en un bloc, supongo que referentes al inventario de los bienes y el sujeto –una cartera con patas y gafas de carey– cuando iba a salir de la habitación sentenció lo siguiente.
– Es divinamente tangencial.
Mi única función en el mundo es la observación; si nada mío tiene valor tampoco mis pertenencias deben permanecer. Mis únicas propiedades son mis recuerdos. Tengo en la mente que la noche que me invitaron a cenar en Garinagar Guest House hice el equipaje con celeridad, según subía las escaleras algo me decía que no debía acudir a esa cita. Escribí una amable nota en la que comunicaba que había tenido que partir para hacer una gestión referente al vuelo, probablemente no volvería, cosas de las agencias. Lamentaba no poder ir a la cena a la que inexorablemente estaba invitado. Sindra me esperaba en la terraza. Las propinas reciben el mágico nombre de bakshish. Antes estaba en la recepción anotando cuentas en su cuaderno. Dejé la bolsa en la entrada del hotel. La mesa estaba puesta en la explanada, frente al lago. Sindra me presentó a su amigo Raju que había cocinado un cordero. Quise volver a por la bolsa, pero ellos dijeron que estaba bien así. La comida no siempre pica. Me senté frente al lago. Recuerdo una gran sonrisa que adornaba sus inglesas palabras. Sacaron el cordero. Mi única obligación en esta ciudad consiste en no comprar. Raju hablaba despacio. No tengo dinero, no resulta sencillo convencer a los vendedores de que pierden el tiempo. Miré la bolsa. La mayoría de los comerciantes de esta ciudad utilizan la persuasión. Raju dijo que el cordero no estaba muy picante. Forma perversa de hospitalidad. Los chicos me han dicho que usted no visita templos, ni hoteles, ni tiendas. El goanés me sirvió con la ceremonia habitual entre los indios. Ponen al visitante en situaciones incómodas. Es usted mi invitado. Luego Sindra sacó una espada corva labrada en madera. No resulta sencillo convencer a los vendedores de que pierden el tiempo. Mi anfitrión se levantó. Acérquese, es madera de sándalo y aún conservará su olor mucho años. Sindra me sirvió arroz. Es usted mi invitado, no tiene que comprarme nada. Los chicos me han dicho que usted no visita templos, ni hoteles, ni tiendas. Terminamos el cordero. Mi única obligación en esta ciudad consiste en no comprar. Si tú dejas de pensar en mí yo dejo de existir. No queremos ser originales. Raju se levantó. No tengo dinero. Sindra me sirvió arroz. Acérquese, es madera de sándalo. No es cierto: usted visita el templo, el hotel Jawinagar, y la tienda de Ram Naidu. Las escenas fueron pasando ante mis ojos, si te ven con unos vendedores los demás te dejan en paz. No tengo dinero. No es cierto: usted visita el templo, el hotel Jawinagar, y la tienda de Ram Naidu, al lado de Abdinagar. Es una forma perversa de hospitalidad. A veces puede ofrecer buenos resultados comerciales. Agarré la bolsa. No tengo dinero. No es cierto: usted visita el templo, el hotel Jawinagar, y la tienda de Ram Naidu, al lado de Abdinagar. Veo que sacó su pasaporte unos días antes de entrar en la India. Hay algunos que renuevan sus papeles para que no se sepa donde han estado antes. Si quiere podemos llamar a la policía. Si tú dejas de pensar en mí yo dejo de existir. Usted visita la tienda de Ram. Las propinas reciben el mágico nombre de bakshish. En Udaipur algunas calles céntricas no son de tierra, y el majestuoso lago del palacio dota a la ciudad de una apacible tranquilidad que sólo se ve interrumpida, excepcionalmente, por algún ajuste de cuentas entre templos y mezquitas.
– Sí, es divinamente tangencial.
Si nada mío tiene valor tampoco mis pertenencias deben permanecer.
– ¿Has visto? Tiene una mancha de sangre en la camisa.
FIN
Notas para El visitante
1.- La canción que se transcribe es versión del romance “La aparición” recogida en Buenos Aires por Menéndez Pidal en su obra Los romances de América. Es una versión de uno de los romances de los que, hasta no hace mucho tiempo, las niñas cantaban al corro reflejando en la ciudad versiones traídas del campo y que bien pudo existir originalmente en los siglos XVI y XVII, siglos en cuyo contexto se sitúa el relato que se atribuye al pintor. El origen de muchos romances se pierde en el tiempo y es especialmente significativo en este aspecto el romancero judeo-español o sefardita que aún siguió recibiendo nuevos romances después del Edicto de Expulsión de 1492.
2.- El poeta Pedro Garfias nació en Salamanca en 1901, vivió en Sevilla y Madrid y se incluyó dentro de los movimientos poéticos del ultraísmo y de la generación del 27. Durante la Guerra Civil fue comisario republicano y salió de España como refugiado en 1939, primero a Francia e Inglaterra y, por último, a México, donde colaboró en las revistas Romance, Cuadernos Americanos y otras, viviendo allí hasta su muerte que ocurrió en 1967. Sirva su fugaz aparición como homenaje al creador de “Primavera en Eaton Hastings”.
3.- La palabra “guest” puede tener diferentes significados. Puede designar como sustantivo, en lengua inglesa, a la persona que es invitada a visitar una casa para ser allí mantenido a expensas del anfitrión; a la persona o huésped que está en un hotel o casa de huéspedes (guest house) o a la persona invitada que realiza una interpretación como parte en un espectáculo; o también puede referirse a la persona especialmente invitada a visitar un lugar o a participar, por ejemplo, en una conferencia. Como verbo “to guest” puede designar el hecho de aparecer como invitado en un programa de radio o televisión. Así se puede apreciar, por ejemplo, en el Oxford Dictionary, primero como nombre y, en segundo lugar, como verbo. Guest: 1 person invited to visit one´s house or being entertained at one´s expense. […] 2 person staying at a hotel, boarding house, etc… […] 3 visiting performer taking part in an entertainment […] 4 person specially invited to visit a place, participate in a conference, etc… Guest: appear as a guest on a television or radio programme. Guest-house: boarding house.
4.- Las referencias que se realizan al modo de entender el arte en la India se encuentran en las propias opiniones de Ram Naidu; o podría consultarse igualmente Vislumbres de la India de Octavio Paz.
5.- La palabra “bakshish” designa en la India principalmente a la limosna o cantidad de dinero que se da a las personas pobres (“money given as a tip or to help the poor”) pero su significado tiende a entrelazarse con las cantidades de dinero que se pueden dar como propinas o como complemento al remunerar algún servicio que se preste. Se escribe también como “bak-sheesh”, pero he preferido emplear la forma de escribir la palabra utilizada por Julio Cortázar en “Turismo aconsejable Howrah Station”: ”[…] Proponiendo tráficos en una lengua tras de la cual, mezclada con aluviones de palabras incomprensibles, surgen las voces inevitables, rupee, me very poor, please sa´hb, bakshish please, rupee sa´hb, […]”
6.- Este relato ha permanecido inédito hasta ahora aunque se han construido algunos artefactos referentes al mismo en los últimos años. Algunos cuadernos con el texto inédito fueron entregados a algunas personas, como los profesores y amigos Álvaro Cardozo de Montevideo; Frederick de Armas de Chicago, Ram Aditya, de Calcuta, actualmente residente en Madrid, Isabel Fernández Hearn, y Capilla Ruiz de Salamanca y, en este año, a Miguel de Loyola, de Santiago de Chile, quienes contribuyeron a que el Visitante siguiese, más que su camino, por lo menos algún camino; de algunas entregas a algunos editores o profesores de universidades españolas será mejor dejar hacer su trabajo al tiempo. Se agradece igualmente a la enclaustrada de otros tiempos que llevase hace muchos años al autor de este relato a la India, puesto que sin ello no hubiese sido posible escribirlo. Y se agradece por último al escritor Ricardo Hausdorff Fürstenheim de Buenos Aires las aportaciones realizadas durante el proceso de composición, entre 1995 y 1999, y las conversaciones referentes al relato “Turismo aconsejable Howrah Station”, incluido en la colección de relatos El último round de Julio Cortázar.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…