Por Miguel de Loyola

¿Alguien podía imaginar veinte, treinta o cuarenta años atrás  el movimiento y las dimensiones que cobraría Santiago, capital de Chile? Benjamín Vicuña Mackena,  el más grande urbanista chileno, la planificó hasta la Avenida Vicuña Mackena. De aquel margen, la nueva ciudad recién comienza.

Santiago desborda hasta la falda misma de la pre cordillera, y se extiende de norte a sur,  desde Los Andes hasta Paine. Pero eso no es todo, el tráfago de la ciudad es hoy día comparable con las más grandes capitales del ayer llamado Primer Mundo. Basta salir a la calle, transitar por alguna avenida, para tomar conocimiento del desplazamiento ciudadano. Cada cinco cuadras el tren subterráneo escupe a discreción hordas de pasajeros, los que se desparraman por calles y avenidas, dando también vida al comercio existente. Ni hablar de las llamadas horas pick, porque es para quedar completamente mareado frente al hormigueo humano.  El movimiento actual de masas en Santiago me recuerda la Familia del barrio chino, de Lin Yutang, cuando los Fong llegan en la década del 30 a Nueva York. Por cierto, se trata de descripciones con más de 80 años. Es decir, ha debido pasar todo ese tiempo para que nuestra capital  alcance tal grado de actividad.  

Para algunos, Santiago hoy día es un infierno, para otros, una ciudad moderna. Lo concreto es que tiene un movimiento inexplicable. Cabe preguntarse en qué anda toda esa gente, toda esa masa humana. Acaso no trabaja, acaso no tiene obligaciones, acaso anda de paseo… Si vas al Barrio Bellavista en un segundo te confundes en medio de la muchedumbre. De un mar humano no exento de extranjeros. Lo mismo ocurre en el Barrio Estación, Ñuñoa, Las Condes, Vitacura, Maipú, La Florida… Ya es normal oír otras lenguas en medio de la nuestra, ya es normal ver grupos de jóvenes de todas las nacionalidades deambulando por Santiago, estudiando en nuestras universidades. Ayer, recuérdese, eso era imposible, impensable, utópico. Chile, ubicado al extremo del mundo, tapiado además por una imponente cordillera, era una isla, un desierto aislado al otro lado de los picos de Los Andes. Hoy día el aeropuerto no da a basto para recibir y enviar pasajeros a todos los rincones del mundo. Pasajeros van, pasajeros vienen, activando un circuito en permanente crecimiento.

Podemos preguntarnos a estas alturas dónde o cuándo terminará la expansión y movimiento. Se construyen edificios por doquier, derribando una casa tras otra. Allí donde vivía una familia, hoy se albergan 50 en un edificio de doce pisos. Allí donde no había calle, hoy pasa una autopista de alta velocidad. Aún así las calles y avenidas pasan atestadas de automóviles. Lo grandes edificios los arrojan de manera permanente a las calles. Ya no queda espacio ni horas para el silencio. La ciudad no duerme, salvo en los barrios más residenciales, donde todavía es posible la hora del conticinio. En los más centrales, el movimiento se activa y reactiva cada cinco minutos.

Falta, por cierto, una locomoción colectiva que permita un desplazamiento ordenado y no caótico, falta anexar las localidades aledañas a redes ferroviarias como las existentes en las capitales europeas, donde la masa no llega a sus centros de trabajo en sus automóviles, los dejan en las afueras de la ciudad, sin producir el caos automovilístico que vivimos hoy. Las llamadas ciudades satélites creadas en torno a Santiago, carecen de esos medios de transporte colectivo que en otros países ayudan a despejar la gran ciudad.

 

Miguel de Loyola – Santiago de Chile – Marzo 2014