Por Juan Mihovilovich
/La cortina en mi ventana no bloquea el resplandor. / La tela,
que es la misma del mantel de la cocina, no puede…/ No
puede ante la presencia de Jesús. / Son las maderas, las
vigas de la parra, detrás de la ventana. / Son los palos los que
se traslucen, dice mi papá. / Se sienta a mi lado, me consuela.
/ Son las parras que simulan cruces, hijo. / (pág. 38)
Suele decirse de un modo algo reduccionista que la poesía no es sino un diálogo del hombre con el tiempo. Sin embargo, ¿cómo ligar tal definición con el decurrir de una conciencia atormentada por la locura, de qué modo deducir que estos versos derivan en un acontecer lineal, si acá se disecciona la existencia en una especie de círculos concéntricos, que el poeta narrador circunscribe a una soledad entristecida y enferma?
Atisbos, palabra de múltiples acepciones, no es una síntesis al azar: en este poemario hay sospechas, indicios, presunciones, destellos, suposiciones. No por nada el autor ha elegido un término multifacético para delinear una historia narrada con una perfección poética de excepción, con un cúmulo asociativo de ideas y conceptos arrojados como al azar de una subsistencia plagada de disturbios mentales, de percepciones contrahechas, pero, sobre todo, de un padecimiento implícito y explícito arrojado hacia el exterior como un vómito discursivo de voces simultáneas, que resumen ese mundo incognoscible del deterioro físico y mental.
Por estas páginas atiborradas de recetarios médicos, de terminología farmacéutica, de psiquiátricos calmantes transitorios, subyace el sufrimiento compartido de una biología común, de un círculo familiar estrecho, donde el diálogo se difumina como esquirlas que atraviesan la conciencia individual y colectiva en una suerte de historia sin fin:
“Fecha de vencimiento. Han pasado millones de años, pero tus remedios siguen vigentes. Su fecha de caducidad fue concebida con una devota fe por el futuro. Casi gratitud por esos fármacos esperanzados. Proyectados hacia el mundo del futuro. Fármacos concebidos para sobrevivirte. Sobrevivimos. Uno tras otro…” (pág. 117)
En esa perspectiva las alusiones constantes de lo cotidiano, de los recorridos por los vericuetos de una salud cuestionada, el discurso poético evidencia el drama de la esquizofrenia como una onda expansiva que, invariablemente, regresa como un boomerang que destruye no sólo a quien padece el mal, sino a su entorno, a quienes procuran supurar las heridas de un psiquismo enfermo con los paliativos de un amor que choca a diario con una patología que obedece a sus propias leyes, a su misterio inescrutable, a sus delirios imposibles de ser contrarrestados con la mera afectividad, ni siquiera con la anuencia o el cálculo frío de la psiquiatría:
“¿Saben qué? Las voces ya no me están molestando. Se fueron”. Los doctores sonrieron. “¿Entonces cuándo me puedo ir?”. Ya no sonrieron, ni siquiera por dentro. “¿Cuándo?”. Los doctores: “Cuando estés bien”. Bien: Normal: Pulso exacto, temperatura entre la zona media y la moderada, homeostático. Máquina eficaz lubricada. “¡En serio! Lo juro. Es verdad. No estoy mintiendo”. Diagnóstico: esquizofrenia paranoide. (pág. 188)
Quizás, o por lo mismo, la recurrencia medicamentosa emerja a cada momento como el salvavidas circunstancial que apenas pospone o relativiza el trastorno. Y ese dolor, que el poeta Nicolás Poblete expresa como un aullido, a veces silencioso, a veces como un estruendo que sacude nuestras vísceras, nos envuelve en una atmósfera asfixiante cuya probable salida material, que bordea los límites del misticismo, conlleva la muerte como vía de expiación terrenal, con la patética hermosura de la fidelidad animal como salvaguarda del desahuciado cuerpo enfermo, ahora como inerte posibilidad:
“Nuestros ojos se separaron de las letras, se extraviaron. Recordé otro cuadro, el de un perro que cuida el cuerpo ya muerto de su amo. Paisaje natural, árboles, piedras. Cerca, un riachuelo. En la pintura se ve cómo el perro espanta a un ave carroñera. La composición consigue traspasar esa sensación de valentía, heroísmo y lealtad, en la figura del perro. El amor final del perro hacia su dueño. Un perro en plena vigía. Un perro protegiendo tu cuerpo muerto.” (pág. 138)
La poesía de Nicolás Poblete en estos “atisbos” es, en suma, un clamor por una mayor compasión que la enfermedad aleja con su diatriba conmovedora, y que termina por convertirnos en cómplices pasivos de una negación que pareciera un anticipo de la indiferencia colectiva: la locura intimida, nos relega a vivir en el supuesto orgullo de una falsa cordura.
En los albores de su delirio el hablante poético nos interpela, nos obliga a mirarnos y a resituarnos en un mundo que deseamos obviar, de relegar a un olvido tan improbable como la certeza de nuestra normalidad.
Un libro estremecedor, de una belleza paradigmática, de imágenes contrapuestas y señuelos equívocos, de rituales vibrantes y esperanzas aparentemente fallidas, pero que, entre sus innumerables entrelíneas, nos exige una permanente relectura de una extraviada y enferma humanidad.
Autor: Nicolás Poblete
Título: Atisbos
Poesía. Editorial Cuarto Propio, 219 págs., 2024.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.