Por René Avilés Fabila

Aunque quepa en dos libros, el universo rulfiano es infinito. Cada uno de los relatos de Juan Rulfo es de una asombrosa intensidad.

“Talpa”, digamos, es un monólogo que apenas dura unos minutos, acaso no más de tres, en lo que pasa el llanto callado de Amalia en brazos de su madre. En este reducidísimo tiempo, encontramos una perpetua riqueza de sentimientos y pasiones, un triángulo lleno de perversiones y arrepentimientos, de amor-pasión y crueldad, que ocurre a lo largo de una angustiosa peregrinación en busca de alivio para el hombre que agoniza y debe morir para que florezca una nueva relación. Estas historias de compleja estructura que normalmente requerirían de grandes extensiones, Rulfo las consiguió en unas cuantas páginas. Por ello, un crítico estadunidense, James East Irby, señaló la influencia de William Faulkner en el trabajo de varios narradores latinoamericanos, Onetti, Revueltas y el propio Rulfo. Es probable, particularmente al leer los cuentos del norteamericano como Estos trece y Miss Zilphia Gant, obras breves y agudas, de temas tormentosos, cuyos andamiajes ponen en entredicho la necesidad de la novela-río. No estoy seguro. Una vez le pregunté a Revueltas si ello, en su caso, era cierto y me dijo que en la época en que escribió sus principales relatos, no leía inglés y Faulkner aún no estaba traducido al castellano.

Pero independiente de las afanosas búsquedas de influencias que los críticos padecen, en Rulfo se conjugan los grandes méritos de muchos más narradores, propios y extraños, y sobre todo la presencia de una naturaleza profundamente mexicana. Es difícil volver al tema rural nacional luego de Pedro Páramo y El llano en llamas. Un universo imposible de reproducir o de captar literaria o cinematográficamente. De todos los filmes sobre Rulfo, es probable que sólo La fórmula secreta, de Rubén Gámez, haya sido capaz de apropiarse esa atmósfera terrible y hermosa, solitaria y densa de claroscuros, que el rigor del narrador sabía producir. Para conseguirla, Gámez se apoyó en Jaime Sabines y en el propio Rulfo.

Desde el principio, Juan Rulfo deslumbró a escritores, críticos y lectores. Joseph Sommers expresa que Rulfo “encuentra la clave de la naturaleza humana en otra parte.

Él se aproxima al lado opaco de la psique humana, en donde residen los oscuros imponderables: Este mundo, que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro polvo aquí y allá, deshaciéndose en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre. ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué se nos ha podrido el alma? Es esta zona, intemporal y estática como una tragedia griega, la que, en su misión, decide los avatares del encuentro del hombre con el destino”. En este aspecto, el notable crítico Luis Leal, uno de los que más de cerca han estudiado a Rulfo, insiste: “…los personajes por lo general son seres desolados que dudan de sus propios actos y se entregan, con característica resignación, a lo que el destino les depare. Los personajes de Rulfo, por lo tanto, parecen ser movidos por fuerzas que no se derivan de sus propias convicciones, sino que emanan desde fuera”.

Esto es justamente lo que a Rulfo le da universalidad: la poética hondura de sus personajes, que son griegos, rusos, argentinos, españoles, portugueses y tremendamente mexicanos. Álvaro Mutis contaba la impresión que le produjo leer la única novela de Rulfo. Su primer encuentro mexicano con García Márquez lo obliga a hablarle de esta obra perfecta. Pronto Gabriel se contará entre los enamorados del escritor jalisciense. Carlos Fuentes y Mario Benedetti son otros que al nacer a la fama declaran la importancia de Pedro Páramo y de El llano en llamas. Y no hace mucho tiempo el escritor español Arturo Pérez-Reverte le dijo con rabiosa claridad a un joven novelista mexicano que la maravilla de Juan Rulfo “es el caos de la lengua en una explosión imaginativa, que aparte de mexicano, tiene mucho de español…

Pedro Páramo es una obra espléndida, la novela del siglo y no me explico por qué en España no está junto a Cien años de soledad”. Era imposible trabar relaciones con escritores, críticos o lectores de otras latitudes sin que apareciera el tema Rulfo: ¿Cuándo publicará su nuevo libro, La cordillera o lo que sea?

¿Qué podía responderse? Sólo pedir respeto para quien no desea o no puede escribir más. Mejor sería hablar de Comala o de la extrema lentitud con la que sus personajes e historias se mueven, con penosas dificultades en un mundo opresivo.

Pero, en efecto, ¿lo habrá paralizado su enorme y veloz éxito? Esta discusión es nimia, conjetura torpe. ¿Podríamos reprocharle a Tolstoi la larga extensión de La guerra y la paz o a Balzac el haber creado una Comedia Humana de tantos volúmenes? Hay que centrarnos en lo hecho y en aquello que surgió a partir de dos libros formidables, inagotables: el universo rulfiano, una compleja mezcla de realismo y fantasía que probablemente sólo las peculiaridades de México permitieron, pero que fue creada desde la cima del planeta, mirando hacia todos los puntos cardinales. Si otro hubiera sido el carácter de Rulfo, bien hubiera podido afirmar con arrogancia lo que dijo Juan Ramón Jiménez; “todos los poetas españoles e hispanoamericanos jóvenes me deben algo; algunos mucho y otros todo”.

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En: La Crónica de Hoy