Por Georges Aguayo

Debo ser franco, este título poco tiene que ver conmigo. Primero: porque desde hace una puntada de años  yo vivo en el extrarradio de la capital francesa. Segundo: porque conozco  Estambul  sόlo por  tarjetas  postales. Deseos de visitar esta ciudad turca milenaria no me han faltado, sin embargo.

Sobre todo cuando mi esposa  todavía era de este mundo. Desgraciadamente nunca tuvimos dinero para concretar este viaje. Con Isabelle nos conocimos en la universidad. Dado que ambos estudiamos literatura comparada, y ninguno pudo reciclarse después, siempre vivimos al tres y al cuatro. Con decirles que una vez, esto ocurrió durante el primer año de nuestro matrimonio, el banco estuvo a punto de cerrarnos nuestra cuenta corriente. Una catástrofe a nivel doméstico; en Francia sin cuenta en el banco nadie puede vivir normalmente. Para resolver este problema, Isabelle tuvo que pedirle ayuda a su madre. La única puerta donde podíamos ir a golpear. Dado que su hija estaba metida en el bollo, supongo, esta señora aceptó sacarnos del atolladero en que estábamos. El único inconveniente que esta situación nos planteό, fue que toda la familia de Isabelle se enteró de su buena acción. A partir de ese momento, escaldada por esta mala experiencia, Isabelle comenzó a controlar hasta el último centavo de nuestra tesorería. Una situación que se prolongó hasta el final de sus días. Un pequeño infierno para mí. Ella era quien decidía cuando un gasto debía hacerse, y sobre todo si éste debía hacerse. Tal vez exagero un poco si digo que inclusive contabilizaba las cervezas que me tomaba en el bar de la esquina de mi casa, pero no estoy muy lejos de la realidad.

Gracias a su vigilancia durante diez años ya no volvimos a tener problemas con el banco.  En esa época yo todavía tenía unos amigos chilenos que había conocido en la universidad. El día de los hechos, o mejor dicho la noche de los hechos, Tomas, cuya situación financiera le permitía darse algunos lujos, nos propuso ir al Moulin Rouge. Los dioses ciegan a los que quieren perder. Yo estuve de acuerdo con él. Esta idea se topó con algunos detractores eso sí. No, por un problema de dinero, o de una más que improbable cordura, sino porque ellos preferían ir al Lido o al Crazy Horse. Los otros grandes templos de la noche parisina. Finalmente, se aprobó la primera proposición que hizo Tomas. El Moulin Rouge está ubicado en Pigalle y nosotros en ese momento estábamos en un bar de la Porte d’Italie. Es decir, al otro extremo de la ciudad. En fin, como esa noche veíamos todas las cosas en grande, en lugar de tomar el metro nos fuimos en taxi. Aclaro el hecho de que en París una carrera en taxi cuesta un pequeño dineral. 

Fue una noche memorable. Contrariamente a la Goulue y a la Môme fromage, las bailarinas que Toulouse Lautrec inmortalizó en sus cuadros, las coristas no bailaron cancán pero, fiel a su reputación, la revista fue de un alto nivel artístico. Honrando la categoría del local, la cuenta que tuvimos que pagar, antes de volver a nuestras tristes y prosaicas vidas, también fue elevada. Alrededor de doscientos euros por persona. Para mí fue mucho más porque para taparles la boca a mis amigos, había algunos que criticaban mi supuesta tacañería, pedí dos botellas de champagne del mejor. Isabelle puso el grito en el cielo cuando vio las cuentas del banco, evidentemente. Sabiendo que intentar disculparme no serviría de nada, soporté sus reproches estoicamente. Ahora lo que no entraba en mis cálculos, es que después de ese chaparrón vendrían seis meses de huelga de sexo. Algo de lo cual todavía me recuerdo. Voy  a cambiar de tema de conversación porque  no está bien que comience a dar tantos detalles de mi vida íntima….

 

Yo estudié literatura en  la universidad. Esto es  solo la punta de mi iceberg.  En realidad, para mí la ficción es una necesidad absoluta. Sin ella casi no podrían vivir. Mis gustos literarios y  cinematográficos han evolucionado mucho con el tiempo eso sí.  Por alguna parte se empieza. Durante mi infancia  la única “literatura” que estaba a mi alcance eran las novelas de bolsillo que en esa  época editaba la editorial Bruguera. Durante mi adolescencia, gracias a una mesada que me atribuía mi padre, pude descubrir a Agatha Christie. La primera novela que leí de esta  autora inglesa  fue “Asesinato en el Oriente Expreso”. Esta obra, cuya trama transcurre entre Estambul y los Balcanes, me impactó  mucho. Tal vez demasiado diría yo. La impresión me duro varios años; lo primero que hice, cuando me vine a Francia, fue ir a ver su adaptación cinematográfica….  El tiempo ha pasado inexorablemente. Ahora las novelas policiacas, género negro como se denomina a algunas, me interesan mucho menos. De hecho, volví a recordar el Asesinato en el Oriente Expreso, hace unas semanas atrás solamente, al enterarme de que frente al Institut du Monde Arabe estaban exponiendo material ferroviario del Oriente Expreso. En honor a mi idolatría juvenil, por la novela de Agatha Christie, me dije que tenía que ir a ver esta exposición…Como buen chileno, yo tengo el defecto de hacer siempre las cosas a última hora. La exposición ya estaba terminando cuando me decidí a ir. Y como si esto fuera poco, como la noche anterior me había quedado viendo la televisión hasta tarde, ese día me desperté a las doce de la mañana. De repente ahí me bajó el apuro. No queriendo perder más tiempo del que ya había perdido, me fui de la casa con el estomago vacío. No debí haberlo hecho. En el tren, mi estómago comenzó a reclamarme con insistencia. Cuando llegué a Saint Lazare, como ya no aguantaba más el hambre, tuve que decidirme a hacer  una escala para almorzar. Como a mí no me agrada comer cualquier en parte, los restaurantes que no están en la guía Michelin sirven sobre todo productos congelados, hice un desvío hacia la Porte de Clignancourt. En ese barrio hay un  restaurante serbio que me agrada mucho. Puede parecer extraño, pero éste es el único lugar en donde puedo comer ensalada de repollo y pan amasado más o menos como lo  preparaban en  la casa  de mis  padres.

Las otras veces que había estado en este local, me había costado un poco darme a entender. Esta vez  no fue así porque la camarera que me atendió hablaba muy bien el francés. Mi pedido consistió en un gulasch y, por supuesto, una ensalada de repollo picado. Mi deglución de alimentos fue interrumpida por la llegada de dos mujeres, bastante bellas las dos. A partir de ese momento, mis ojos iban, alternativamente, de mi plato hacia ellas, casi sin descontinuar. Al final  del almuerzo decidí pedir una copa de aguardiente de ciruelas y un café a la turca, a fin de poder seguir contemplándolas un rato más. Ellas por supuesto que ni siquiera se dieron por enteradas. Muy atenta con su clientela, la camarera vino a despedirse de mí,  cuando me paré de la mesa para irme del restaurante. 

No debí  haberle pedido el café. Esta bebida tiene efectos diuréticos. Cuando iba en el metro me dieron ganas de ir de nuevo al baño. Por suerte en Paris las distancias en metro nunca son demasiado largas. Veinte minutos después estaba frente a Jussieu, mi antigua universidad. Y excelente noticia para mí: a la salida del metro había una cabina automática, donde podía resolver mi apremiante problema de micción. Después de resolver este problema me puse a preguntarle a los transeúntes  dónde miéchica  estaba el Institut du Monde Arabe. En la época en que Isabelle y yo éramos estudiantes, este edificio no existía todavía. A la derecha, me  informó una chica con aspecto de universitaria. Como la distancia era apenas de cuadra y media, Paris es una ciudad muy bien organizada, me fui a pie. La exposición estaba compuesta por cuatro vagones y una locomotora a vapor. (La explanada era demasiado chica para meter un convoy entero…). Me extrañó no ver muchos turistas  a su alrededor.  Aquello no tenía nada de extraño porque ese día la exposición estaba cerrada.  Me informó un guardia, cuando fui a preguntarle donde estaban las taquillas  Evidentemente mi decepción fue enorme. A causa de mi negligencia y de mi pereza, las cosas por su nombre, nunca llegaría a conocer el  interior del Oriente Expreso. Una ocasión como ésa volvería a presentarse de nuevo en mi vida. No queriendo prolongar más tiempo mi suplicio, tener frente mío esos vagones y no poder entrar en ellos era para mí un verdadero suplicio, tomé  enseguida un bus en dirección de Pigalle.  

Media hora después estaba llegando a destino. Aunque yo nunca ando apurado, no entré en ninguno de los locales que a esa hora tenían espectáculos de piluchas. Ese tipo de iniciativas se toman en grupo y ese día yo andaba solo. La línea del metro  que pasa  por Pigalle conduce  a Saint Lazare. Mi punto de llegada y de partida de París. No teniendo ninguna otra idea medianamente interesante para pasar el tiempo, decidí regresar a  mi  tanière.  Rectifico un poco: el  departamento del extrarradio donde vivo. 

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Georges Aguayo, Valparaíso, 1956.

 

Obras publicadas:

Cuentos parisinos, RIL editores, 2011.

Traducción  al francés de  Subterra, de Baldomero Lillo,  Edilivre 2013.

Santiago mon amour,  RIL  editores, 2014.