Por Miguel González T.
A sus dieciséis años, Michael House, hacía esfuerzos por parecer mayor y por aparentar tranquilidad. Cuando cruzó la enorme reja metálica, se dio cuenta que estaba en otro mundo; ésta se abrió con un fuerte ruido, producido por los goznes que afirmaban la gran estructura de fierro.
Ojalá que nunca deba estar mucho tiempo en este lugar -se dijo- mientras acomodaba su abrigo, para protegerse del frío invernal que inundaba ese gran pasillo que lo conduciría al patio de visitas de la prisión.
¡Espera en este lugar! -ordenó el guardia- mientras los ojos de Michael recorrían con rapidez el entorno. Todo es lúgubre. Esto apesta a muerte -pensó- y rápidamente se sintió abrumado, invadido por un sentimiento de arrepentimiento. No debí precipitarme, pero si no lo hacía podría haberla matado –reflexionó– mientras su mente lo transportaba a tres días antes, cuando sorprendió a su padre golpeando nuevamente a su madre: ¡déjala o te mato! -le gritó- al tiempo que se abalanzó sobre él y comenzó a golpearlo y a recibir golpes también, pues su padre era un gran peleador cuando bebía. Si no hubiese arrancado y llamado a la policía, quizás en qué habría terminado todo -pensó- En su mente, se repetían las imágenes de la ambulancia que trasladó a su madre al hospital y de los policías, que debieron golpear fuertemente a su padre en las pantorrillas, para hacerlo caer y poder esposarlo. Y la mirada que éste le dio cuando fue subido al carro policial. ¡Una mirada llena de odio! -se dijo-
De pronto, un tropel de personas inundó el patio y transformó el silencio en el que se encontraba sumido, en una gran algarabía. No necesitó mucho tiempo para divisarlo de entre la multitud. Su padre se distinguía de entre los demás reclusos por su gran porte. Le hizo señas y el hombre se dirigió hacia él.
Padre, he venido a visitarte y te he traído algo de comer -musitó- al momento que le entregaba el paquete que había mantenido entre sus manos y que el hombre desenvolvió rápidamente. El padre se sentó y comenzó a comerse el pollo con papás fritas utilizando el servicio de plástico que venía incluido. Michael, esperó pacientemente a que su padre terminara. Deseaba decirle que lo sentía, contarle que su madre estaba mejorando, que no tuvo más opción que denunciarlo. Pero su padre, una vez que terminó de comer, se levantó de la banca y sin mirarlo, comenzó a caminar en dirección a las celdas. A medio camino se dio vueltas y le gritó:
¡Mañana quiero las papas con harta mostaza!
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“La visita” pertenece al volumen de cuentos Helga de Berlín y otros relatos, Ediciones Amanuenses, Santiago de Chile, 2014.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.