Por Miguel González T.

  Cuando el auto se detuvo, pudo escuchar la lluvia que caía copiosamente sobre el pavimento. Wilson descendió lentamente y esperó a que el vehículo reanudara la marcha para alzar la mirada hacia la Avenida Oriente. Al hacerlo, tuvo un mal presentimiento.

Mientras miraba a lo largo de la avenida, no dejaba de pensar en lo azaroso que había sido llegar hasta allí. No había autobuses que realizaran ese recorrido y tampoco los taxistas conocían el lugar En la oficina de turismo de la estación, no había información del Villorrio de Battersea. Fue una suerte que aquel hombre se ofreciera a traerme en auto -pensó- aunque reconoció que era extraño que el chofer supiera de inmediato al lugar al que venía.

 Después de acomodar su impermeable, ajustar el sombrero y sujetar el bolso, Wilson comenzó a caminar lentamente por la avenida en busca del número 22, dirección que indicaba el anuncio del periódico. Mientras camina, observa con atención el cielo gris. No existía ninguna posibilidad de que dejase de llover y dirigía su mirada a las casas del lugar, las que se parecían muy como verdaderas casonas. Muy aisladas unas de otras -piensa-, a la vez que llamaba su atención lo descoloridas que se veían; descuidadas, sin luz, como deshabitadas –concluyó–

Wilson metió la mano al bolsillo, sacó el anuncio y volvió a leerlo por décima vez para asegurarse que estaba en la dirección correcta:

 “Famosa escritora necesita contratar con urgencia a hombre joven, licenciado en Literatura para labores de asistente. Interesados dirigirse sólo el día 13 de marzo a las 17:00 hrs., a la Avenida Oriente Nº22 del Villorrio de Battersea”

 Sí, –se dijo– estoy en la dirección correcta, y continuó caminando. Cuando llegó al número 22 encontró la gran reja de fierro abierta. Se detuvo indeciso, no sabía si tocar el timbre y esperar a que alguien saliera o caminar hasta la casa. Se decidió por esto último y encaminó sus pasos hacia la casona, atravesando el amplio jardín que se veía descuidado, lleno de malezas. Al llegar a la maciza puerta de madera, debió elevar la vista para admirar la majestuosidad de la misma, al tiempo que su mirada se posó unos instantes en las gárgolas de las cornisas que asemejan demonios y de cuyas bocas grotescas bajaba el agua de lluvia.

 Después de varios e intensos minutos de llamar a la puerta dando golpes con la aldaba, escuchó pasos que se acercaban. Debió esperar otro tanto a que el mayordomo abriera, éste sólo franqueó la puerta cuando Wilson se presentó y anunció el motivo de su visita. Espere un poco –le dijo– y lo invitó a pasar al vestíbulo. A través de los cristales de un ventanal pudo ver que estaba oscureciendo. Mientras esperaba, con cierta incomodidad, observaba el lugar: de altas paredes, de un color que no pudo precisar, pero que podía decirse que era gris; el largo cortinaje de color rojo opaco que cubría a medias los grandes ventanales y los visillos de color blanco marfil; los grandes muebles de ébano, cuyas puertas de cristal dejaban ver los cientos de libros debidamente ordenados en su interior; las gruesas alfombras persas, que le permitían hundir sus zapatos, provocándole una sensación agradable de descanso, y los grandes cuadros con el retrato de rostros severos. Tal vez los dueños de casa –pensó–

 A los diez minutos el mayordomo vino en su búsqueda y lo condujo a un amplio living, donde lo esperaba una mujer de edad madura, de penetrantes ojos oscuros, bella aún; ceñida en un vestido de color negro, ajustado y escotado que hacía resaltar sus magníficos senos y su estupenda y sensual figura.

¡Buenas tardes! –dijo la mujer– y tendió su mano, la que Wilson tomó delicadamente, devolviendo el saludo.

 –Permítame presentarme, soy Frank Wilson y he venido por el anuncio del periódico. Aunque debo confesarle que me costó mucho llegar hasta acá, nadie conoce este lugar, agregó algo cohibido.

 –Sí, bueno –dijo la mujer– soy Elisabeth de Cleves, escritora, como usted ya debe saberlo. Me -gustaría abordar de inmediato lo que me interesa, invitando a Wilson a tomar asiento en un magnífico y mullido sillón de cuero color caoba.

–Mire, Frank ¿puedo llamarlo así? ¿verdad? –preguntó la mujer –¿desea tomar algo?

 –Un whisky -contestó- al tiempo que sacaba unos papeles de su bolso y los extendía a la mujer. Son mis referencias, Miss Elisabeth –agregó–

 –Frank, es necesario que hablemos antes que se haga de noche. Debo decirle que usted no es la primera persona que viene hasta este lugar, en respuesta al anuncio del periódico. Muchos otros han venido en el transcurso de los años y nadie ha podido sacarme de este sitio y llevarme a Londres. Porque ha de saber usted, que lo del anuncio sólo es verdad en parte. Yo no necesito un asistente para mi labor literaria, que ya dejé de ejercer hace años, yo necesito que alguien me saque de este lugar, del que no he podido salir desde hace mucho, mucho tiempo, y la única forma de lograrlo, es a través de la creación de una obra literaria inédita, que me permita encontrar un camino hacia la luz. Pero esta obra sólo puede ser escrita por alguien de corazón puro, alguien que no se haya vendido al éxito, a las luces, a la fama. Yo espero ardientemente que esa persona sea usted Frank Wilson, aquél que pueda devolverme a la vida. Por eso debe comenzar a escribir ya, pues la oscuridad hará todo lo posible para que usted fracase. Aquí siempre está oscuro Sr. Wilson, ¿no se ha dado usted cuenta?. Dio una señal al mayordomo que trajo enseguida una bandeja con el Whisky, una caja de lápices y un cuaderno de hojas de color blanco con líneas apenas perceptibles.

–Escriba rápido y bien. Su recompensa será tan esplendida que se considerará el hombre más afortunado de la tierra –concluyó la mujer– y se retiró a sus habitaciones.

 –Frank trató de levantarse del sillón pero desistió en su intento. No pudo dar crédito a lo que había oído. Al principio pensó que todo era un sueño. Pero no, ahí estaba su trago, los lápices y el cuaderno. Bebió dos sorbos de su vaso de whisky y se quedó en silencio, observando, expectante.

 Ya era de noche. El living estaba en penumbras, la luz de la bombilla era tenue y su haz sólo abarcaba unos pocos metros. De pronto, un ruido a sus espaldas lo sobresaltó. Se dio vuelta rápidamente, lo suficiente para ver una sombra siniestra escabullirse entre los muebles. Tuvo la certeza que la figura espectral llevaba una navaja en sus manos, y empezó a sudar. Se levantó del sillón de un salto y comenzó a buscar la salida, tanteó la muralla y los muebles, la oscuridad no le permitía ver más allá de sus narices. Cuando con seguridad creyó haber llegado a la puerta, una fuerte y escalofriante risa a sus espaldas, lo paralizó. Sintió que sus miembros no le obedecían. Trató de correr pero no pudo. Sólo sintió una leve brisa rozar su rostro, y al instante su garganta se abrió como una nuez y comenzó a sangrar a borbotones, al tiempo que se desploma.

 Mientras permanecía en el piso, veía que la sangre que emanaba de su garganta era absorbida por la gruesa alfombra.

 Unos pasos silenciosos se acercaron. Era Elisabeth que se agachó hasta él y le tomó el rostro entre sus manos. ¡Oh Frank! -dijo bajito- si tan solo hubieses tomado el lápiz y comenzado a escribir esa obra inédita. No alcanzó a terminar, cuando desde la oscuridad emergió una masa indescifrable que se abalanzó sobre ella y la cubrió por unos segundos, lo suficiente, para hundir repetidas veces en su pecho un estilete y dejarla tendida en el piso mirando hacia el cielo raso. La sangre de sus heridas tiñó de rojo su vestido. De su mano se deslizó una hoja de periódico que llevaba bien doblada y que estaba fechada en 1954, hacía sesenta años. Cuando ésta se extendió, se pudo leer que se trataba de la noticia del horroroso crimen de una mujer, ocurrido diez años antes y atribuido a una secta satánica. A un costado de la página y en letras pequeñas, aparecía el siguiente anuncio:

 “Famosa escritora necesita contratar con urgencia a hombre joven, licenciado en Literatura para labores de asistente. Interesados dirigirse sólo el día 13 de marzo a las 17:00 hrs., a la Avenida Oriente Nº22 del Villorrio de Battersea”

 En un momento, la mujer murmuró: “Ahora nos quedaremos para siempre en el Villorrio de Battersea, a la espera de otro licenciado en literatura”.