Por Ramiro Rivas

No deja de ser paradógica la actitud de los escritores frente a la literatura. Es una suerte de amor-odio. Viven para la literatura, pero la denostan, la cuestionan y terminan por servirla sin restricciones. Resulta divertido hurgar en sus escritos y rescatar expresiones y conceptos contradictorios.

Sobre la escritura o el lenguaje literario es donde más se explayan. Roberto Bolaño, que era un animal literario y escribió sin pausas para ganarle a la muerte que se lo llevó a los cincuenta años, decía que “la escritura es un oficio poblado de canallas y de tontos, que no se dan cuenta de lo efímero que es”. Y no dejaba de tener razón. Se escribe denodadamente para un público cada vez menor y que paulatinamente ha dejado de leer. Se ha cambiado el libro por la pantalla de televisión. Los reality son el opio del pueblo. Vivimos atados a la web. Los libros ya no sirven ni para decorar las estanterías de las familias burguesas. Pero existen esos seres extravagantes llamados escritores que dicen lo contrario. Para Paul Auster el lenguaje lo es todo y su vida gira alrededor de las palabras. “Sentirte separado del lenguaje es perder tu propio cuerpo. Cuando las palabras te faltan, te disuelves en una imagen de la nada. Desapareces”. Aunque peque un tanto de hiperbólico, algo de verdad ocultan sus palabras. Pero para definiciones no hay nada más naif y transparente que la ingenuidad de Colette: “Me gustan las palabras que nunca se usan para hablar”.

 Pero existen escritores que son una verdadera cantera en donde rescatar hallazgos y definiciones irrebatibles. El caso típico es el de Borges. Cómo refutar expresiones como ésta: “El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o el cansancio”. O esta otra: “Porque en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin”. Sin embargo, no todos los escritores se lo toman tan en serio. También queda espacio para la pincelada irónica o decididamente humorística, como la de Jean de la Bruyere: “La gloria y el mérito de ciertos hombres consiste en escribir bien; el de otros consiste en no escribir”.        

También es interesante rastrear grandes verdades o expresiones polémicas al interior de los escritos. Como la afirmación que Aldous Huxley manifiesta en su memorable novela Un mundo feliz, cuando dice que “Dios no es compatible con las máquinas, la medicina científica y la felicidad universal. Hay que escoger. Nuestra civilización ha escogido las máquinas, la medicina y la felicidad”. Palabras escritas hace 80 años y que se asemejan curiosamente con la realidad contemporánea. George Bataille, escritor maldito que escribió mucho sobre la literatura y el mal, el erotismo y la sexualidad, ante la escritura fue categórico: “La literatura es lo esencial o no es nada”. Pero nunca dejó de afirmar que “la literatura no es inocente”.  Y vaya que lo cumplió.

 La religión es una fuente inagotable para los escritores. Desde la mirada pasiva y creyente, a la visión desacralizadora de un gran número de literatos que se maneja con más libertad en las aguas del escepticismo, la diatriba y un ateísmo más propio de mentes racionalistas. Steiner es muy objetivo para expresar sus puntos de vista, al decir que “han sido las religiones una fascinante invención de los seres humanos que, con el propósito  de conferir un sentido a la vida, han contribuido poderosamente a amargar la existencia de sus fieles”. Pero Eduardo Mendoza, con más sutileza, nos cuenta que en su último viaje a Jerusalén llevó a su hijo ante el Santo Sepulcro y le dijo: “Esto tienes que verlo, no sea que algún día caigas en la tentación de creer en algo”. Para el blasfemo Fernando Vallejo “Dios no existe y si existe es un cerdo y Colombia un matadero”.

 Un buen consejo para las legiones de poetas que publican sin autocrítica en nuestro país, son las palabras de Rainer María Rilke: “Una obra de arte es buena cuando ha sido creada necesariamente”. Pero tampoco se puede ser tan radical como el irascible Ezra Pound: “No prestes atención a la crítica de hombres que nunca han escrito una obra notable”. Es como exigir mucho. Salvo él mismo, Baudelaire o T. S. Elliot, son pocos los grandes escritores que se dedican a la crítica literaria. Definitivamente los escritores tienen respuesta para todo. Ante la insistencia de un periodista que le exigía a Hemingway un consejo a los escritores noveles, el irritable autor norteamericano le respondió muy suelto de cuerpo: “Digamos que deberían ahorcarse  para que descubran que escribir bien es intolerablemente difícil”.

¿Y las mujeres qué piensan cuando escriben? La colombiana Piedad Bennett afirma que “un escritor en Colombia puede morirse de cualquier cosa –incluso de una bala perdida –pero jamás de aburrimiento”. Pero nuestra Gabriela pecaba de humildad extrema: “Las mujeres no escribimos solemnemente como Buffon, que se ponía para el trance una chaqueta de mangas con encajes y se sentaba con toda solemnidad a su mesa de caoba”. Pero la rebelde Simone de Beauvoir afirmaba que para dedicarse por completo a la literatura era necesario “escapar a muchas de las cosas que esclavizan a una mujer, como la maternidad y los deberes de ama de casa”.

En fin, los escritores son unos eternos iconoclastas y no siempre funcionan al ritmo de la gente normal. Harto trabajo tienen para controlar sus propios demonios y sus obsesiones creativas, como para condescender con las banalidades del mundo moderno. La contradicción es una especie de principio en su quehacer literario y en su socialización cotidiana. Pero si leemos con atención sus escritos, encontraremos verdades y mensajes cifrados que no descubriremos en el diario vivir.