Por Mario Bobadilla

Lo primero que vi fue el papagayo tatuado en su brazo derecho. Como un rayo, mi mirada se clavó en su imagen con el pico abierto, como diciendo palabrotas que nadie escuchaba.

 

Sus plumas verdes, azules, rojas y amarillas resaltaban en la piel blanca. Desvié la mirada hacia su brazo izquierdo. Tres unicornios azules cabalgando sobre su piel. En su cuello, las golondrinas tatuadas intentaban emprender el vuelo hacia lugares desconocidos. Sin embargo, permanecían cautivas en una tibieza del cuerpo que iba desapareciendo como velero en medio de la niebla. Luego llegarían la policía, el fiscal y los del Servicio Médico Legal.

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El Camilo tenía un taller donde hacía tatuajes. El Joaco, el dueño de la amasandería, se había tatuado el rostro de su hija en el pecho, y la Ivonne, la del kiosco de diarios, los nombres de sus tres hijos en el abdomen. El Camilo era bien ordenado. La máquina, las agujas y la tinta, estaban en una caja de cartón dentro de un baúl, junto a guantes de látex, desodorantes en barra y toallas de papel para limpiar las gotas de sangre. Cada tatuaje era un desafío personal, como si en ello le fuera la vida. Así fue cuando le hizo los tatuajes a la Elisa luego del regreso de ésta a la población, tras dos años de ausencia. Cuando desapareció la Elisa, los vecinos pensaban que no volvería. Yo soñaba con el día en que la Elisa regresara. Nunca perdí las esperanzas. Y un día volvió. Yo no estaba en casa; andaba con un compañero del liceo en la biblioteca municipal. El Camilo vino a darme la noticia. Era un día sábado.

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Al mirar los tatuajes de la Elisa en brazos y cuello, recordé cuando fuimos donde el Camilo. La Elisa le iba indicando los tatuajes que quería. Elige también el papagayo, es muy bonito, le dije. Y ella asintió. En una carpeta habían muchas hojas donde se reproducían variados diseños de tatuajes, en colores y muy detallados. Yo estaba contento de que la Elisa haya elegido el papagayo. Como una hora el Camilo estuvo trabajando en la piel de la Elisa. De vez en cuando ella me miraba y sonreía. El Camilo me indicó unas revistas viejas y una caja con CD. Hojeé una revista Análisis que tenía algunas páginas en blanco. Tiempo después el Camilo me dijo que en dictadura se permitió la publicación de algunas revistas, pero con censura del gobierno. Se eliminaban artículos y fotos y sus páginas salían en blanco. Era una concesión de Pinochet, dijo el Camilo, y se puso a reír. Entre los CD opté por Los Prisioneros. Después la Elisa volvió para que el Camilo le hiciera los otros tatuajes. Pero para hacerle el resto de los tatuajes, después del papagayo, el Camilo le puso una condición a la Elisa. Y se los haría en forma gratuita, además.

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Como el Camilo era de confianza, a la Elisa no le costó mucho desnudarse. El Camilo tatuó los unicornios y las golondrinas; luego las estrellas y las diez cerezas en el vientre sobre el pubis; las mariposas, en sus nalgas; los querubines en la parte superior de las mamas, sobre los pezones; el puñal y la guadaña, en los muslos blancos como la leche; las serpientes entrecruzadas en la espalda hasta el comienzo de las nalgas, y los racimos de uva negra en sus pies, uno sobre cada empeine. Después la Elisa le contó todo lo que le ocurrió cuando se fue de la población.

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Al mirar los brazos desnudos y tatuados de la Elisa, paralelos a su cuerpo cubierto por la sábana, tal como don Anselmo los había dejado cuando tapó su cuerpo, recordé cuando ella y yo estuvimos en su pieza, como dos años antes de que se fuera de la población. No sé por qué… Sí, en realidad lo sé. Por esa piel blanca de su rostro, de sus brazos, porque deseé besarla y acariciarla entera. Y se me endureció el pene, además. Ella miraba, asustada, hacia la puerta cerrada. Su papá borracho, como todos los viernes, vociferaba contra la mierda de país, contra los momios y los cobardes políticos que no hacían nada por cambiar la herencia perversa de la dictadura y esa caricatura de democracia que mantenía la Concertación. La Elisa tenía quince años. Yo acariciaba su pelo de color castaño y le decía que no tuviera miedo. Al escuchar el portazo de su papá saliendo de la casa, nos miramos y suspiramos aliviados. Gracias por estar conmigo, Javier, dijo. Y yo la quise besar, pero me contuve. Me fui a mi casa. Esa noche no quise comer. Mis padres me miraron y tuvieron la buena onda de no obligarme. Algo le pasa a este niño, escuché que decía mi mamá cuando iba a mi pieza.

Anda como enamorado, completó mi viejo. Acostado, con los brazos bajo la nuca, me quedé mirando el techo blanco. Apenas dormí esa noche.

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De eso me acordé cuando vi los tatuajes en los brazos blancos de la Elisa. Verlos ahora no era lo mismo que antes. Los otros tatuajes permanecían ocultos bajo la sábana. Estos tatuajes cubiertos los vi todos una sola vez. Esa única vez fue como un oasis en mi vida, como el pueblo de San Pedro en el desierto de Atacama, a la distancia, bajando de la cordillera, todo polvoriento y cansado.

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El Camilo tendría unos cincuenta años cuando hizo los tatuajes a la Elisa. Su cabeza estaba canosa. Aún vive en el pasaje Almirante Latorre de La Bandera. Yo y la Elisa vivíamos en el pasaje Futaleufú. El Camilo estuvo dos años en Tres Álamos. Lo detuvieron por ser dirigente en la Junta de Vecinos. No era de ningún partido de la UP. De otro recluso aprendió en teoría las técnicas para grabar tatuajes. “Serán los tatuajes el signo de los tiempos”, le había dicho ese compañero, militante del PS. Al salir de Tres Álamos, en el patio de su casa construyó una mediagua e hizo correr la voz de que él hacía tatuajes. Con la ayuda de unos amigos compró las herramientas, tintas, algodón y gasa, y se instaló con el negocio. Venían de todas partes de Santiago a tatuarse con él. Hasta unos rockeros y uno que otro jugador de fútbol.

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Un día el Camilo me mostró unas cicatrices en su cuerpo. Son como pequeños tatuajes de coleópteros, decía, y se reía. Con pena y rabia me mostró su pene chamuscado. Colillas de cigarrillos, dijo. Un soldado se opuso a que me quemaran el glande, agregó. Lo podemos cagar para toda la vida a este comunacho maricón, dijo el soldado y se cagó de la risa. Los otros reían también. Un teniente conchesumadre sonreía y bebía una coca-cola. Igual me cagaron para toda la vida, Javier. Yo callé largos minutos, mientras el Camilo ordenaba el baúl. ¿Eso es lo peor que te hicieron los milicos, Camilo?, dije. No, me dijo. No fue lo peor. La nuez de su cuello se movió al tragar saliva y salió del taller unos minutos.

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Cuando la Elisa reapareció en la población, venía flaca, demacrada. Siempre fue más bien delgada. Ahora venía súper flaca, mucho más de cuando se fue de la población a los diecisiete años. Se fue derechito donde el Camilo para que le hiciera los tatuajes. Con tanto tatuaje, me parecía que quería esconder su cuerpo. Quizás esconderlo hasta de sí misma. Y esta presunción se confirmó, después de saber su historia. Esa historia me la contó el Camilo. Me dijo que, para hacerle todos los tatuajes que ella quería, él le puso como condición que le contara qué había pasado en esos dos años. Y ella también puso su propia condición. Lo único que te pido, Camilo, es que nunca le cuentes a nadie lo que te voy a contar. Menos a mi mamá. Eso me dijo la Elisa, me dijo el Camilo.

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Nadie sabía a dónde se había ido la Elisa. A la señora Carolina los años se le vinieron encima. Ese desconocimiento era una verdadera tortura. Si bien indagó en Carabineros, Investigaciones y el Servicio Médico Legal, no logró nada y su vuelta a la población era triste, sin esperanzas. Con el Camilo fuimos a hospitales y postas. Al final la policía declaró presunta desgracia. Al regreso de la Elisa, la señora Carolina fue otra mujer. Se la veía rebosante, animada. La borrasca había pasado. Ahora te puedo contar todo, Javier, me dijo un día el Camilo. Ahora que la Elisa no está, no tiene sentido conservar la palabra que le di. Nada peor para ti vivir en la incertidumbre, Javier, de lo ocurrido esos dos años. En todo caso, es extraño que la Elisa no te haya contado. Sus razones tendría. A la señora Carolina le bastó con el regreso de la Elisa, sin mayores explicaciones.

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Al desaparecer la Elisa, algunos vecinos que la envidiaban por su incomparable belleza, decían que se había ido para prostituirse, como otras muchachas de la población. Los que la apreciaban decían que la Elisa se había ido para vivir otra vida, en otro ambiente, para trabajar, sacar la media y estudiar alguna profesión. Secretariado, computación, o cosas así. Yo nunca le pregunté derechamente qué había pasado en su vida en esos dos años. Cuando insinuaba el tema, ella se quedaba callada y miraba para otro lado. Y yo respetaba su silencio y no insistía.

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Yo dije, cuéntame, Camilo. Él dijo, sí, Javier, te hará bien saber, por la amistad que tuvimos con ella. Estábamos en el taller. Él había preparado unos churrascos italianos y yo comprado unas cuantas cervezas. La Elisa estuvo viviendo con un oficial del ejército, comenzó el Camilo. En ese tiempo creyó encontrar respeto, hasta amor, pero también descubrió la traición y el desamor, resumió el Camilo. Y lo peor, ser tratada como un despojo, algo inservible. Ella se culpaba de todo lo que le había ocurrido, Javier.

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/ Yo creo que la Elisa perdió el sentido de la realidad, dijo el Camilo. / Ese día era un miércoles de junio, cuando salí a buscar trabajo en unos supermercados de San Diego. Se me hizo tarde. Serían como las ocho de la noche. Hacía frío. Vestía un suéter grueso, bluyines y zapatillas. / No sé cómo se le ocurrió hacer dedo habiendo buses hasta Américo Vespucio. El auto se detuvo ante ella. La Elisa se asustó y quiso huir pero la voz amable la contuvo. Miró al hombre que conducía el Mazda. Tenía una bonita sonrisa y eso le dio confianza. / Me tuve que sacar los audífonos y dejar de escuchar Tren al sur, al subir al auto. Le dije que iba a Santa Rosa y Américo Vespucio. No le dije que vivía en La Bandera. Martín escuchaba Cuánto amor me das, de Eros Ramazzotti. La tocaban harto en las radios. Me dijo que era militar y estaba en un regimiento de San Bernardo. Entraba de guardia esa noche. / No entiendo cómo la Elisa se dejó llevar por el oficial, Javier, sabiendo que su papá odiaba a muerte a los milicos. / Martín me dijo que iba a San Bernardo. Fue muy amable, Camilo. Emocionada, sentí como una manivela girando sin control dentro de mí. Por la calefacción ya no sentía frío. Iba hasta contenta. Era como estar en un refugio. / El oficial la dejó en la esquina norponiente de Américo Vespucio y Santa Rosa. Ella se quedó un buen rato en la esquina hasta que el auto se perdió hacia la Gran Avenida. / Esa noche entré contenta a mi casa, Camilo. La estufa estaba encendida y mi mamá me esperaba con sopa y tortilla de rescoldo. Comí con ganas. Estaba contenta por haber conocido a Martín. / Yo creo, Javier, que la Elisa cayó en la trampa, fue muy ingenua. Todo lo que vino después se precipitó como reguero de pólvora. Tres días después, el sábado, se juntó con el oficial en Avenida Matta. / Entramos a una cafetería. Martín me dijo que pidiera lo que quisiera. Pedí café con leche y tostadas con palta, además de un pastel selva negra. Nunca había comido un pastel tan rico. A lo más unos dulces chilenos del quiosco de don Anselmo. Martín solo se sirvió un café. / La Elisa se dejó llevar no más, Javier, dijo el Camilo. / Un mes después fui a su departamento. Cuando él me lo propuso, dije que no. Pero al día siguiente le dije que sí. Fue un día martes. Martín cocinó panqueques de verduras con carne de pavo y de postre helado y frutas. Él bebió vino y yo jugo de mango. Después vino a dejarme a Américo Vespucio. / En la comida, conversaron del regimiento y ella le contó que su papá se había ido de la casa y que su mamá se las arreglaba cosiendo y vendiendo ropa usada en la feria. Por eso no había podido seguir estudiando. / Una vez quise decirle que mi papá despotricaba contra Pinochet y que los militares asesinos debían ser encarcelados, lo mismo que los civiles cómplices de crímenes y torturas. Preferí no hablar de ello. Martín podía mandar a la cresta nuestra amistad. / Esa noche de la cena con el oficial, la señora Carolina no le preguntó nada. Solo le dijo que la comida, acelgas con papas, había que calentarla. La Elisa le respondió que no tenía hambre. Al rato le dijo que se iba a dormir. / Pensaba en Martín, que cocinaba exquisito, tenía un regio departamento, con muebles y unos baños de maravilla, una cocina a gas, un microondas y calefactores en el living y en los dormitorios. / La Elisa, cuando iba al departamento, comenzó a ordenar y limpiar la cocina y los baños. Pienso yo que ella asumió el papel de una nana, o algo así, Javier. Y lo peor, creo que no tenía conciencia de que la estaban usando. / Me fui acostumbrando a Martín y su forma de vida. Y creo que él también se fue acostumbrando a mí. Nos juntábamos todas las semanas. Me sentía bien. Por eso, cuando Martín me pidió que me fuera a vivir con él, le respondí que sí. / La Elisa le tomó gusto a una vida muy distinta a la que tenía en su casa, donde nada cambiaba y todos los días eran iguales. El oficial le enseñó a usar el microondas, la lavadora automática y la secadora de ropa. / Era muy extraño que Martín nunca hablara de su familia ni se juntara con amigos. Pero poco me importaba, Camilo, tratándose de que yo estaba alegre y contenta. Fue como iniciar una vida nueva. A veces pensaba en mi mamá. Nada más. / Una mañana, mientras la señora Carolina estaba en la feria, la Elisa se fue de la casa. Empacó la ropa indispensable, salió y evitó toparse con algún vecino mientras iba hacia la avenida Américo Vespucio. Era el domingo 26 de octubre de 1997. El milico había cocinado panqueques salados de pavo y verduras y comprado un cabernet sauvignon y jugo de mango. Una comida similar a la primera vez. / Estaba contenta con mi llegada a vivir con él. Luego de terminar el vino y comer castañas al jugo, nos fuimos a acostar. Esta vez tomé vino y estaba un poco mareada, como perdida. / Yo creo que la Elisa nunca lo pensó bien. Estaba demasiado alucinada. A años luz de como vivía en la población. Yo pienso, Javier, que ella estaba muy sola, sin el papá y con una mamá silenciosa, sin discurso propio, paciente. Parece que la señora Carolina había nacido para las cosas de la casa. Todavía hervía la ropa y las camas eran símbolo de orden y limpieza. Dejaba a la Elisa en entera libertad. Así la Elisa traspasó los límites de su propio espacio. / En la primera noche, luego de la comida, hicimos el amor dos veces. Yo estaba cohibida, Camilo, era mi primera vez. Martín me abrazaba y me acariciaba entre salivas y sudores. Dormimos hasta avanzada la mañana del día siguiente. / Solamente escuché lo que la Elisa me contaba sobre esa primera noche. No hice comentarios. Solo miré a la Elisa con mucha compasión, Javier. / Al otro día tomé las sábanas con manchas de sangre y las lavé primero en la tina del baño y luego en la lavadora. Días después fuimos a Patronato a comprar ropa y zapatos. / A fines del primer año, la Elisa le dijo al oficial que estaba embarazada. La Elisa no me comentó los detalles, pero lo único que me dijo es que el oficial le había dicho que tenía que abortar. Ese embarazo echaba por la borda su carrera de militar del Ejército de Chile. / No supe qué decir, Camilo. Sentí escalofríos en el cuerpo y un dolor sin lágrimas. Me quedé callada. Mis ojos quedaron pegados en la avenida donde transitaban buses y autos. Era un domingo de octubre. Pensé que Martín se pondría contento con mi embarazo. / La Elisa entró en un mutismo desbordado. De alguna manera tenía que empezar a pagar el precio de la decisión de abandonar su casa. Todo se resolvió con el aborto que el oficial impuso. / Martín me llevó una mañana muy temprano de fines de diciembre a una casa de dos pisos, por Dublé Almeyda, a dos cuadras de la Plaza Ñuñoa. Recordé que alguna vez habíamos ido al restorán Las Lanzas y que había muy poca gente. Estuve un día completo en esa casa. Como a las ocho, ya oscurecía, Martín me fue a buscar. Íbamos en silencio de regreso al departamento. Era el martes 26 de diciembre de 1998. No nos dijimos ninguna palabra durante varios días y Martín se limitó a comprar comida hecha. Parecíamos dos zombies que deambulábamos por el departamento. / Después de unas semanas de tristeza y vacío, la Elisa y el oficial volvieron a la normalidad de la vida. La celebración de este cambio fue la compra de un televisor donde en las tardes ella podía ver sus teleseries favoritas. A veces salían a restoranes fuera de Santiago. / Para ver cine, Martín arrendaba películas en el Blockbuster. Nunca fuimos a los barrios altos de Santiago. Él evitaba los lugares muy concurridos cuando salíamos. En el departamento él se encargaba de cocinar y yo del aseo y lavar la ropa en la lavadora automática. / De repente, mientras me hablaba, la Elisa se quedaba mirando un punto incierto. Dejaron de hacer el amor durante un tiempo. Cuando volvieron a hacerlo, ya no fue lo mismo. Todo se fue deshilachando en la pérdida del encanto de los tiempos anteriores al embarazo. Las conversaciones perdieron su sentido y se desgastaron. Las ausencias habituales del oficial se hicieron más prolongadas. La soledad y el silencio cubrieron gran parte de los últimos meses del segundo año. Lo único que le interesaba al oficial era que la Elisa se tomara los anticonceptivos oportunamente. / Un día Martín llegó muy tarde y me despertó. Me miró largamente. Tienes que irte, Elisa, me dijo. Me quedé mirándolo sin entender. Esto no puede seguir. Me caso en cinco meses más y tienes que irte. El presente se detuvo en ese instante y una borrasca recorrió mi cuello y mi vientre. Al rato, él se acostó y se quedó dormido, como si nada. Sin embargo, al otro día me pareció tan natural lo que había ocurrido en este tiempo que también me pareció muy natural que tuviera que irme, así como había llegado. Cuando comenzaron los ruidos de la ciudad en la avenida, yo seguía mirando los visillos del ventanal de color beige, sin lágrimas. / La Elisa dejó el departamento a los dos días y volvió a la población el sábado 23 de octubre de 1999, cuando se cumplían casi dos años desde que se fuera a vivir con el milico. Fue como haber vivido en otra galaxia, Javier. /

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Todo lo supe mucho después de la muerte de la Elisa. El Camilo me contó. Tal vez la Elisa le contó pedazos sueltos de esos dos años en que desapareció de la población. De hecho la Elisa, me dijo el Camilo, saltaba de un lugar a otro sin respetar la ocurrencia de los hechos. Contaba algo del segundo año y luego algo del primer año, y luego se refería al final, cuando tuvo que volver a la población. El Camilo ordenó todos esos pedazos y me contó lo ocurrido. Para mí fue como que la Elisa me estaba contando su historia y en momentos oía su propia voz, suave y tierna.

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Un día fui a verla, meses después de su regreso. Ya andábamos juntos, íbamos a un cine de la Gran Avenida y nos quedábamos en el parque de Américo Vespucio, besándonos y acariciándonos. Yo era feliz. Entré por el costado de la casa y abrí la puerta de la cocina. La señora Carolina me miró y sonrió. Su rostro parecía tranquilo y saludable. La Elisa está en su pieza, me dijo. Miré la fotografía colgada en el pasillo. La Elisa tendría unos diez años. Se veía que tendría un cuerpo de sirena, a pesar de ser tan flaquita. Al entrar a la pieza, la Elisa se levantó de la cama. Hojeaba una revista. ¿Cómo estás?, le dije. Bien, me dijo, de modo no muy convincente. Dejó la revista sobre el velador, dándome la espalda. Cuando se volvió, la tomé y la abracé fuerte. Su cabeza se escondió en mi pecho. Levanté su rostro y busqué su boca. Mi lengua entró en su boca abierta. Nuestras lenguas chocaban, querían fundirse en una sola. Bajé mi mano hacia su vientre y acaricié su sexo por sobre su falda de mezclilla. Se apretó a mi cuerpo. Nos miramos y comprendimos. Nos desnudamos y en la cama se puso sobre mí, a horcajadas sobre mi vientre. Buscó mi pene endurecido, lo tomó con su mano derecha y lo encajó en su sexo. No gemía. Eran los gritos del silencio. Abría la boca sin proferir un solo sonido, los ojos cerrados, abismada por el placer del coito. Con los ojos abiertos, yo demoraba la eyaculación, precisamente para seguir contemplando los tatuajes que cubrían su cuerpo. Cada uno de ellos danzaba al ritmo del placer y entonaba su propia canción. Cuando acabamos en el mismo instante, la Elisa gritó con los labios apretados. De su labio inferior manó un pequeño hilo de sangre, tan rojo como las estrellas tatuadas que caían por su vientre y se perdían en el vello púbico. En el pasillo se oyeron los pasos de la mamá de la Elisa que se alejaba hacia el living-comedor. Era un sábado de fines de febrero. Hacía mucho calor.

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Una tarde, después de un largo tiempo desde la sepultación de la Elisa en el Cementerio Metropolitano, fui a la casa del Camilo. Me abrió la puerta, me dio la mano y luego me abrazó como si fuera mi padre. Estaba muy emocionado por verme después de tanto tiempo. Me titulo de Técnico en Alimentos, le dije. Me ofreció una cerveza y luego me dijo que fuéramos al taller. Hay que celebrar, dijo, por este hijo pródigo, y se echó a reir. Entramos con la cerveza en una mano. El Camilo abrió el baúl, sacó una hoja de oficio y me la entregó. La letra era de ella, trazada con decisión:

Cuello: unas cuatro golondrinas, yendo hacia un destino incierto.
Brazo derecho: el papagayo de Javier, inteligente y con buena labia.
Brazo izquierdo: la belleza del unicornio azul, por su soledad y agresividad. Pechos, sobre los pezones: dos querubines, inocentes y protectores.

Vientre: cinco estrellas rojas en el costado derecho, y diez cerezas en el costado izquierdo, por mi destruido himen.

Muslo derecho: un puñal con su vaina, homenaje a la traición.
 Muslo izquierdo: una guadaña, para limpiar toda la escoria posible.
Pies: sobre los empeines, racimos de uva negra, por una pena grande. Espalda: dos serpientes entrelazadas, como la vida y la muerte.
Nalgas: dos mariposas en cada una, como la fragilidad de la vida.
Manos: sin tatuajes, limpias, transparentes y puras, sin nada que esconder.

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La mamá de la Elisa se había arrinconado en el living, como un cervatillo herido de muerte. Me miró con una tristeza profunda. Los de Investigaciones tomaban notas y fotos. Se esperaba la llegada del fiscal. Fue al desayuno, me dijo la señora Carolina. La llamaba diciéndole que el café estaba listo. Como no respondía, fui a su pieza. La puerta estaba cerrada con llave. Golpeé varias veces. Volví al comedor y terminé mi café. Esta niña que no despierta, me dije, desesperada ya. Fui donde los vecinos para que vinieran a ayudarme. Don Anselmo dio varios golpes en la puerta. El silencio continuaba. Voy y vuelvo, dijo. Volvió con unas herramientas para forzar la puerta. Entramos a la pieza, Javier. Don Anselmo y la señora Emilia permanecieron en silencio contemplando a la Elisa en su cama, desnuda. Se miraron. Desde atrás, yo no quitaba mis ojos del cuerpo de mi hija, mi pobrecita… La señora Carolina, me contó después Don Anselmo, se sentó en una silla, ocultando su rostro con las manos. La Emilia se acercó a ella y la abrazó. Yo saqué las frazadas y con la sábana cubrí el cuerpo tatuado de la Elisa, Javier. Solo dejé sin cubrir su cabeza y sus dos brazos. Sobre el velador habían varios frascos vacíos. Algunas tabletas y las tapas habían quedado desparramadas en el piso. Las recogí y cerré los frascos. Luego la Emilia sacó a la mamá de la Elisa de la pieza. La señora Carolina era como un zombie, Javier, arrastrando sus pantuflas sobre el flexit de la casa, me contaba don Anselmo.

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Al contemplar a la Elisa por última vez, un vacío enorme fue abriendo las compuertas de mi conciencia. Salí de la casa para ver cómo introducían su cadáver en el furgón del Instituto Médico Legal. Se había agolpado gran cantidad de vecinos de la población. Creo que me fui al taller del Camilo. Ahí lloré. Era el 28 de mayo del 2000.

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Doña Emilia organizó una colecta en la población para costear los gastos del velatorio, las pompas fúnebres y el cementerio. Don Anselmo y el Camilo se hicieron cargo de los trámites para recoger el cuerpo de la Elisa en el Servicio Médico Legal. El ataúd era el más básico del servicio. Cuando fui a la capilla, donde la velaban, vi al Camilo junto a unos vecinos. Al verme, se apartó de ellos y vino hacia mí y me abrazó. Un funcionario nos entregó una copia del certificado de defunción, dijo. Sobredosis, barbitúricos, Javier. Y la voz le tembló cuando agregó: La Elisa estaba embarazada como de tres meses, Javier.

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Toda esta historia de la Elisa se ha ido repitiendo a pedazos, en conversaciones con el Camilo. Solo para acordarnos de ella. Para que no se pierda en la trastienda de la memoria. Aunque, la verdad, el Camilo es mi pretexto, cuando conversamos, para dar un sentido a mi vida sin la Elisa. Recordar a la Elisa y hablar sobre ella me permite retroalimentar lo que yo sentí por ella y sigo sintiendo y así se pueda vivir en medio de los ajetreos de la empresa de alimentos donde trabajo o en la soledad de mi departamento frente a la Plaza Brasil. En medio de la nostalgia y la ausencia de la Elisa, vuelvo a la población algunos domingos en la tarde para encontrarme con el Camilo y visitar a mis padres. De la señora Carolina no hay noticias. Luego de la muerte de la Elisa, se fue desvaneciendo en el espacio y el tiempo, hasta que un día desapareció y nunca más se supo de ella.

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Al anochecer, luego de una tarde de cerveza, completos y café, dejo al Camilo y me voy a recorrer la población. Llego a la que fue la casa de la Elisa, miro sus ventanas sin luz y reconstruyo su pieza, su cama, su ropa ordenada en los cajones, y la almohada con una funda bordada con flores. Y también los poster de Los Prisioneros y Pink Floyd y el gran espejo donde la Elisa contempló su cuerpo desnudo, después de que hicimos el amor un día sábado. Salgo de la población, abordo el bus y ya en mi departamento vuelvo a contemplar la lista de los tatuajes de la Elisa… Manos: sin tatuajes. Libertad, transparencia, honestidad.

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Recuerdo a la Elisa. Mientras escucho los ruidos de automóviles que pasan abajo por la avenida. En medio de la oscuridad uno se enfrenta a sus miedos y a sus esperanzas, a lo que pudo ser y no fue, al sin sentido de seguir viviendo. Y en medio de la oscuridad imagino que escribo pequeñas cartas para la Elisa donde le digo que imagine, a su vez, bajo los tatuajes de su vientre, ese ser que nunca llegó a nacer. En medio de la oscuridad, como trasfondo, me llega la música de Tren al sur o de El lado oscuro de la luna.

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MARIO BOBADILLA FERNÁNDEZ

Profesor de Castellano (1971) y Egresado de Magíster en Literatura, Universidad de Chile (1990).

Ha sido profesor y directivo docente en Educación Media y académico en la Universidad de Los Lagos, en la formación de docentes de Educación Básica.

En 1971, obtuvo el primer premio en el Concurso Anual de Cuentos de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech), con el relato “La persecución”, publicado por Antonio Skarmeta en la revista AHORA de noviembre de ese mismo año (Separata Cuento Latinoamericano).

Fue finalista en el Concurso de Cuentos Chile-Francia, en 1986.

En el año 2014, obtuvo el tercer premio en el concurso de Letras de Chile con su cuento “Semifinal”.

Fue finalista en el Concurso de Cuentos 2014 de la organización Encuentro de Dos Mundos, con sede en Ferney-Voltaire (Francia), con su cuento “Día gris para ángeles y demonios”.

Recientemente, ha sido finalista en el Concurso de Cuento Paula 2014 con su cuento “Tatuajes”, publicado en Todos los pasos y otros cuentos, Ediciones Universidad Diego Portales, 2014, 1ª edición.

Actualmente, dedicado a la creación literaria, prepara su primer libro de cuentos que espera publicar en este año 2015.