Por Edmundo Moure

Luis Sánchez Latorre, Filebo (1925-2007), Premio Nacional de Periodismo 1983, Presidente de la Sociedad de Escritores durante quince años, fino y sagaz escritor, dueño de una prosa certera y de un conocimiento envidiable de la literatura, chilena y universal.

Uno de sus grandes méritos fue haber conducido, como avezado y ecuánime capitán, la díscola nave de la SECH por los mares tempestuosos de la cultura chilena, aherrojada por el gobierno militar de ultraderecha, evitando las amenazas del sectarismo y haciendo frente al constante asedio de aquellos uniformados que nos negaron la sal y el agua, mientras encendían piras para quemar libros y censuraban la palabra.

Lo recuerdo hoy, como maestro y amigo. Estuve a su lado en el directorio de nuestro gremio de escritores y compartí con él jornadas memorables en la casa de Almirante Simpson 7, no exentas de apremios y zozobras. Hay que tener en cuenta que, en 1978, el gobierno de facto suspendió, a raíz de una carta pública en que denunciábamos la desaparición de tres escritores chilenos, la subvención otorgada a la SECH en tiempos de Jorge Alessandri Rodríguez, destacado político, quizá uno de los últimos exponentes de la “derecha civilizada”.

En aquellas reuniones vespertinas y nocturnas, alumbrados por modestas velas cuando nos cortaban el suministro eléctrico por cuentas impagas, Filebo hacía gala de su humor incisivo, saludando a los presentes con palabras inolvidables: -“Amigas, amigos, compañeros escritores, les saludo y agradezco su presencia en este acto… También doy la bienvenida a los auditores y veedores de los organismos de seguridad que nos acompañan”… Se producía un silencio ominoso, que pudiera haberse cortado con el filo de una daga.  Los contertulios miraban a su alrededor, de soslayo, con gestos y ademanes que reflejaban el miedo, esa suerte de serpiente invisible que reptaba por todos los rincones de Chile, para advertir la presencia de dos o tres figuras de pelo corto, gafas oscuras y casaca de cuero, ostensibles en aquel espacio donde todos nos conocíamos, o éramos capaces de percibirnos u olernos, como decía Stella Díaz Varín, la Colorina.

La suya no fue una obra voluminosa. Era breve y conciso, como José Santos González Vera, pero un maestro del buen estilo, uno de los escasos periodistas de este país que “escriben”, en el sentido de crear atmósferas y mundos distintivos, merced a la utilización apropiada y certera de esta difícil herramienta con la que procuramos comunicarnos, entendernos y encantarnos. Luis Sánchez Latorre me habló, con pleno conocimiento, de los grandes escritores gallegos, como Rosalía de Castro, Eduardo Pondal, Manuel Curros Enríquez, Álvaro Cunqueiro, Anxel Fole y Celso Emilio Ferreiro… Pero, sobre todo, de un escritor y periodista superlativo, a quien admiraba: Julio Camba, nacido –como don Ramón del Valle-Inclán-, en Vilanova de Arousa, Galicia. Yo no le conocía entonces y busqué libros suyos por librerías de viejo, infructuosamente. Dos décadas más tarde, adquirí dos breves libros de crónicas suyas, en Santiago de Compostela.

-Lo que ocurre con Julio Camba, como ocurriera con el catalán Josep Pla, es que ahora –sobre todo sus pares- les pasan la cuenta por haber sido proclives al franquismo; sobre todo a Camba, que se inició en la ideología del anarquismo, y fue derivando hacia la derecha, hasta que ésta lo absorbió por completo- sentenciaría Filebo, para agregar, con ese tono cazurro y zumbón que le caracterizaba: -Y lo que nunca le perdonarían a Camba sus colegas de oficio, es que escribiera tan bien… Y bajando la voz, agregó: -Es lo mismo que nos pasa ahora en Chile-.

A mi buen amigo, Gregorio Dobao, ingeniero cordobés de ancestros gallegos, que presta servicios técnicos de imprenta a El Mercurio, le encargué que me trajese, en su reciente viaje desde Barcelona, Mis mejores crónicas, de Julio Camba, y Treinta años de mi Vida, de Enrique Gómez Carrillo, notable escritor guatemalteco, contemporáneo de Julio Camba y de Rafael Cansinos Assens, que viviera la mayor parte de su existencia intelectual entre París y Madrid… Hoy disfruto de esas lecturas que nos hablan de una época de oro de la literatura en nuestra castellana lengua, esplendor de las Generaciones del 98 y del 27, que tanto influyeron en connotados escritores hispanoamericanos.

En el número 279 de la entonces revista de oposición “Hoy”, el 24 de noviembre de 1982, se publica una crónica notable de Luis Sánchez Latorre, sentido homenaje al filósofo chileno Jorge Millas, recién fallecido. Como se sabe, el gran maestro Millas fue defenestrado de la Universidad Austral por las nuevas autoridades impuestas bajo la dictadura. El pensador constituía un evidente “peligro” para el gobierno militar: su inteligencia y brillante trayectoria académica le hacían reo de sospecha…

Extraigo de la crónica lo que me parece más significativo:

“Modesto, sencillo, quitado de bulla, dueño, sin embargo, de una elocuencia profunda, Jorge Millas fue desde muy joven no un contestatario sino un hombre de reflexión. Estudiante, maestro;  maestro y estudiante siempre, hizo de las aulas universitarias su hogar.

“He aquí la raíz de su existencia y de la dimensión de tragedia que alcanzara en su destino el despojo de su habitat universitario. ¿Quién o quiénes lo deshabitaron de su querida patria universitaria? No estos ni aquellos hombres, en verdad. Fueron los hechos. Como escribía Ortega y Gasset, mentor del Millas juvenil, hace ya más de 50 años la sociedad empezaba a vivir del arbitrio de los “hechos”. Con el imperio de los hechos comenzaba a retroceder el imperio de la “autoridad”. Un ilustre pensador, contemporáneo del primer maestro de Millas, apuntaba esta observación: ‘La autoridad y el poder son dos cosas distintas. Poder es la fuerza por medio de la cual se puede obligar a obedecer a otros. Autoridad es el derecho a dirigir y mandar, a ser escuchado y obedecido por los demás. La autoridad pide poder. El poder sin autoridad es tiranía… Por tanto, la autoridad quiere decir derecho. Si en el cosmos sólo se puede preservar y desarrollar una naturaleza como la humana dentro de un estado de cultura, y si dicho estado de cultura importa necesariamente la existencia en el grupo social de una función de mando y gobierno encaminado al logro del bien común, resulta entonces que esta función es un imperativo del derecho natural e implica un derecho a mandar y gobernar’.

“Es mala, pésima, costumbre en la filosofía imaginar que ésta puede hacerse a partir del manejo burdo, flojo y elemental del idioma. De Ortega y Gasset, Jorge Millas aprende una lección insuperable en el sentido de que la claridad es la cortesía del filósofo… Los grandes problemas de la vida espiritual de Occidente y de la irrupción de la sociedad de masas van a ser así analizados por Millas con un don de estilo que sorprende a los chilenos.”

           

-No entiendo por qué no fue censurada la crónica de Filebo, en 1982…

-Porque los censores estaban muy ocupados para leerla; tampoco la hubiesen entendido.

Marisol, aunque renuente a las efusiones de la nostalgia, se emociona cuando reflexionamos sobre Jorge Millas, pero el recuerdo de aquellos lejanos tiempos en la Universidad Austral, cuando ejerciera como ayudante de cátedra del maestro y compartiera con él enriquecedores momentos, hace aflorar un par de lágrimas huidizas. –Fue un verdadero privilegio- dice… Verdad, como lo fue para mí haber sido discípulo de la cordial maestría de Luis Sánchez Latorre, Filebo.

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Enero 2015