Por Rolando Rojo Redolés
Aunque ambos trabajan con los mismos materiales: las palabras, se trata de dos actividades y condiciones distintas. Escritor es quien que revela, a través de sus obras, (novelas, cuentos, dramas o poemas) aspectos esenciales y profundos de la existencia humana. Para lograrlo, recurre, muchas veces, a símbolos, metáforas, imágenes y a cierto lenguaje que trastoca la sintaxis y recurre a las acepciones menos comunes de las palabras. Las obras de un escritor que a sus contemporáneos pueden causar estupor, sorpresa o desconcierto, se trasforman, con los años, en obras premonitorias. Esto ocurre porque el escritor logra extraer desde los pliegues más profundos de la existencia, aquello que aún no aflora a la superficie. Muchas veces, el escritor ni siquiera es consciente de esta virtud o no calibra, en toda dimensión, el valor de sus obras.
Franz Kafka, a través de un escarabajo, nos da la imagen exacta del hombre actual. Dostoievsky lo hace a través de un crimen. Cervantes con sus molinos de viento. James Joyce con Ulises. Poe con “Corazón delator”, “La carta marcada”, El Cuervo. Borges con el Aleph, El Zahir, con Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” Cortázar con “Axolotl”, “Continuidad de los parques”, con sus “Cronopios y Famas”. Bolaño con sus gauchos salvajes. Neruda con su “Walking Around” y “Residencia en la tierra”.
El escritor no busca fama ni éxito de ventas. Simplemente escribe. En muchos casos, sin saber que está creando una nueva forma de ver el mundo, desentrañando aspectos recónditos de una época, de un ser o de una cultura, estableciendo un estilo único que, indefectiblemente, tendrá seguidores. Virgilio pidió al emperador Augusto que destruyera la Eneida. Kafka pidió a su amigo Max Brod que quemara sus escritos. Sábato quiso quemar el manuscrito de “Sobre Héroes y Tumbas,”. Stephen King tiró a la basura “Carrie”, que fue rescatada por su mujer. Neruda renegó de una de sus obras más emblemáticas: “Residencia en la tierra”.
El escritor nace, no se hace. De ahí, los llamados niños genios o escritores precoces.
Los ejemplos sobran. Cortázar escribió una novela a los nueve años. Jorge Luis Borges escribió “Visera fatal”, su primer relato, a los seis años. A los nueve tradujo “El Príncipe Feliz” de Oscar Wilde. Pablo Neruda escribió sus primeros poemas cuando estudiaba en el liceo de Temuco. Mary Shelley escribió su “Frankenstein” a los veintiún años (21). Ana Frank a los trece (13) escribió su Diario. Truman Capote a los once años (11) escribió sus primeros cuentos. Un caso especial de genio literario es Arthur Rimbaud, quien a los quince años había alcanzado la gloria como poeta y a los diecinueve abandonó para siempre la literatura.
El narrador, en cambio, es quien nos cuenta hechos o sucesos que acontecieron en el mundo real, que acontecieron a medias en el mundo real o que nunca pasaron pero que, perfectamente, pudieron haber acontecido. Su mayor desafío es que sean verosímiles, es decir, tienen que parecer verdad, resultar creíbles para el lector. La verosimilitud debe darse también en la coherencia de las acciones, en los diálogos, en el carácter de la obra y en la conducta de los personajes. Un narrador puede empezar a escribir o a publicar a cualquier edad. Hay narradores que empezaron muy tarde a publicar sus primeras obras. Daniel Defoe a los cincuenta y nueve años (59). Laura Ingalls a los sesenta y cuatro años (64). Marqués de Sade a los cincuenta y un años (51), Charles Perrault a los cincuenta y cinco años (55). Giuseppe Tomasi di Lampedusa a los cincuenta y ocho años (58).
Un narrador se hace. Un narrador puede aprender su oficio observando las lecciones de un maestro, o mediante la técnica del ensayo y error, leyendo con constancia y sin desmayo, asistiendo a Talleres Literarios, imitando a los grandes, incluso, copiando.
Un narrador puede, sistemáticamente, ir mejorando su oficio, logrando una prosa más depurada, una estructura más inteligente, un lenguaje más apropiado. Un narrador puede lograr textos realmente seductores y tener cientos de seguidores incondicionales de sus obras. A un narrador le interesa que lo lean, y que sean muchos quienes lo lean. Generalmente ocupan los primeros lugares en los rankings de libros semanales. Se diría que a un narrador le interesa la fama y la popularidad.
Un escritor nunca, o casi nunca, encuentra méritos en un narrador. Hay algunos que, incluso, despectivamente, los tildan de escribidores.
Es interesante lo que dice Roland Barthes al respecto. La diferencia fundamental entre un escritor y un escribidor consiste en que para el segundo la escritura es un instrumento en manos de un sujeto que sabe lo que va a decir. Un escritor, en cambio, ignora lo que está diciendo.
También el lingüista francés agrega: “(la obra) del escribidor pasa. Una vez descifrada, su destino es la papelera. La escritura que en el mejor sentido llamamos literatura, se resiste a desaparecer y no hay lectura que la agote. Es el reino de la vigilia, del que escribe buscando estar despierto en la penumbra de la palabra inusitada y de quien lee en la misma situación alerta que solemos llamar lucidez.”
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…