Por Aníbal Ricci

Mi padre es ateo y apolítico. No le interesa Dios. Desea que todas las personas que amasan fortuna mueran democráticamente. Cuando niño le oía decir que fulano de tal murió por tomar demasiada Coca-Cola.

“De qué le sirvió tener una casa en la playa, si podría haberse dedicado a ser feliz”. La abuela fue engañada por los hermanos y no le dejaron herencia. Quizás por eso mi papá era hijo único. Para molestar lo menos posible y comer poco y no afectar la economía. Estudió una carrera técnica y cuando le ofrecieron hacer dos años más y titularse de ingeniero, prefirió no ser cuadrado ni tener problemas psiquiátricos. Yo me la pasé enfermo durante la infancia. Una vez escuché al médico de mi madre, decir que si tenía más de cuatro amigdalitis tendría que extirpármelas. A los cuatro años ya recordaba lo que era caer en cama seis veces durante los otoños e inviernos, y a los cinco me la pasaba viendo revistas de animales salvajes. Todavía no sabía leer, pero estaba enterado que el animal más grande se comía al más chico. Venía la vecina y me chantaba un aguijonazo en el trasero. Lo único grato era el olor a alcohol. “Relájese mijito, si no duele”, decía, y la verdad que a los siete años seguía doliendo como el demonio. Mi padre se hizo naturista y le decía a mamá que las amígdalas no debían extirparse, que para sanarme debía dejar de inyectarme benzetacil y habría que curar la enfermedad con medios naturales. En esos años pensaba que la enfermedad era yo mismo, que debía sortear obstáculo tras obstáculo para tener derecho a vivir tranquilo. Hasta hoy siento la incomodidad de dormir cubierto de cataplasmas de barro con cebolla en el cuello y el estómago. El olor era asfixiante y dormía por la fiebre que muchas veces pasó de cuarenta y un grados. Cuando no bajaba me envolvían en una sábana mojada y me cubrían con mantas. Ahora sabía leer y podía distinguir claramente qué animal era el más peligroso. Tenía miedo de bajarme de la cama y pisar serpientes o alacranes. Ir al baño entre cocodrilos e hipopótamos no me parecía tan terrible. Pero los escorpiones y las jaibas me daban asco, sentía el crujir de sus caparazones en mis pies. Me aguantaba de ir a orinar hasta la mañana, hora en que se retiraban todas las alimañas. Sobre el cubrecama subían las serpientes, pero solo a los pies de la cama. A veces entre enfermedad y enfermedad iba a la casa de adelante y me sumergía en la tina con agua helada. A mi hermana, la nana le pegaba más que a mí. Sacaba unas varillas de la morera y nos daba con todo en las piernas. Mi madre llegaba del trabajo y no entendía nuestros moretones. Yo le contaba, pero mi madre decía que era muy chico y que no trepara tanto a los árboles. Ni siquiera me acuerdo de la cara de esa nana, le tenía terror. Más adelante llegó una más simpática que nos dejaba jugar tranquilos y me enseñaba las tablas de multiplicar. Cuando no sabía la tabla del nueve, me daba una cachetada y me hacía comer choritos con arroz. Vomitaba, me pegaba y me hacía comer el vómito. Una y otra vez hasta que dejaba de expulsar el alimento. Yo prefería comer budín o puré con huevo, pero mi nana dale con el charquicán de cochayuyo, y mi madre no lo hacía mal con sus papas con chuchoca que según mi padre eran nutritivas. “Tu hijo es un merengue”, le decía a mamá. “Su hermana es más fuerte… jamás alega cuando le pegan”. Era cierto que sacudía a mi hermana cuando le daban sus rabietas y me golpeaba gritando incoherencias. Me botaba todos los autitos que tenía en la repisa. A veces rompía una ventana de la rabia que le daba cuando yo no le hacía caso. Quedaba con los puños ensangrentados y cuando llegaban mis padres me echaba la culpa. Yo prefería andar en bicicleta. Me orientaba bien en las calles. Mis padres hacían clases de yoga y me dejaban solo en la recepción. Conocía de memoria los lápices y los saca-corchetes. Dibujaba naves espaciales que se iban haciendo pedazos y bajaba a la cocina a robarme un poco de granadina. Las clases duraban más de dos horas y salía a caminar por las calles. En invierno oscurecía temprano y me gustaba ver encendidas las vitrinas de Providencia. Un sujeto quiso subirme al auto. No caí en la trampa, pero me siguió a pie y me perdí por calles curvas. Me hizo acompañarlo por avenidas y rotondas. Me fue engañando una y otra vez hasta arrinconarme en un parque y abusarme. No les conté nada a mis padres debido a que no me dejarían volver a salir. Tenía amigos con los que hacíamos excursiones a lugares remotos. Solíamos ir al cerro San Cristóbal y al Arrayán. Me gustaban las subidas. Dolían las piernas, pero luego me sobreponía y podía pedalear como enajenado. Iba siempre adelante del grupo, buscando nuevas subidas para desafiar a mis amigos. Mi padre nunca se metió en política. “El trabajo no sirve para nada”, profería en los almuerzos. Una especie de Bukowski que no generaba libros. Hablaba contra los milicos, pero jamás delante de otros. Mis padres no tenían amigos para invitar a casa, tampoco sillones cómodos. Mi padre echaba pestes contra la dictadura. La calificaba con la misma dureza que a nosotros sus hijos. Servíamos de paraguas ante la violencia encubierta. Evitaba cargos de responsabilidad para almorzar en casa debido a que prefería dictaminar sentencias de huellas indelebles. Palabras hirientes para ser recordadas a través de los años. “El jefe de gabinete tiene cáncer… no le quedan más de tres meses de vida”. Su reemplazo tampoco querrá cambiar las cosas, supongo que pensó. “Los empleados públicos son unos empelotados”. Mi padre nunca coimeó a nadie; la mayoría de los otros supongo que sí. Trabajar constituía una actividad inútil propia de gente que no quiere ser feliz. Los sueldos fiscales eran un asco, pero según mi padre se podía vivir tranquilo. “Todos son unos inútiles”, pero hacer la pega al menos no genera más trabajo inútil. “Nuestro hijo no sabe vivir”, decía. “Le va excelente en el colegio, pero a la primera dificultad se desmorona… Es un merengue”. Todavía recuerdo mi graduación. Todo fue mágico en ese atardecer donde me premiaron como el mejor alumno de la generación. Mi padre le dijo a mi madre, en voz alta, que ese premio me iba a destruir, que todo se me daba tan fácil. Los padres de mis amigos no entendieron nada, quedaron suspendidos por esas palabras, hasta que volvió la alegría y nos fuimos a emborrachar. Hubo una época en que no quería volver al colegio. Hacía la cimarra porque me sentía enfermo, extraviado, caminando por las calles. Les robaba dinero a mis padres para comprar un velocímetro. Debía saber los kilómetros por hora de mis desplazamientos. Era magnético y no tocaba las ruedas. Solo debía pedalear y ver aumentar los números, la temperatura, daba lo mismo, ya no tenía tanta fiebre. Iba en bicicleta a buscar cuadernos para fotocopiarlos y ponerme al día cuando un Volkswagen me atropelló y los papeles ocultaron mi dolor. Hice un año de ingeniería, pero mi papá no estaba conforme. “En esa carrera salen todos locos”. Seguí cayendo en cama hasta que por fin mi madre se apiadó y un médico me extirpó las amígdalas. Mi padre tenía el único televisor en su pieza. Veía la programación cuando él no estaba en casa. Tampoco nos había puesto teléfono, vaya uno a saber porqué mística razón. Estudiaba las materias en el bar de Las Lanzas. En el teléfono público hacía preguntas junto a la compañía de gente alcoholizada. Resolvía mis dudas sobre distintas materias. Ni hablar de tener polola. Podía quedar de ir a un lugar, pero debía aparecerme de verdad. No podía fallar. Mi padre falsificó la firma de mi madre para regalar una casa. La ayudó una prima, pero el engaño salió caro. Acto seguido mis padres perdieron el trabajo y mi padre invirtió ambas jubilaciones en una financiera. Quebró y la familia se hizo más pobre. Casi toda la enseñanza media estuve becado. Mis padres no tuvieron trabajo por años, y cuando lo recuperaron no pagaron el colegio sino que se compraron un auto. El más barato y más feo que mi padre pudo encontrar. Aprendí a manejar en ese Chevette y a cambio mis padres me obligaron a veranear en Cartagena. Pasaba enfermo y evitaba hablar delante de mis compañeros. Muchos iban a Santo Domingo o Algarrobo; yo me hubiera conformado con El Tabo. Estaba cansado de llamar la atención y de estar enfermo, para que hablar de ser vegetariano. Por fin en la universidad me regalaron una calculadora. Era una Casio; no la financiera que necesitaba. Resolvía las ecuaciones con lápiz y papel, mientras mis compañeros usaban computadores. Qué hubiera dado por tener una simple máquina de escribir, de esas mecánicas que marcaban algunas letras. Mi polola tenía computador y mientras ella estudiaba yo aprendí a escribir, no solo palabras sino también cuentos. Mis historias no tenían padres ni hermanas, prefería salir a correr por los parques. La vida familiar es un compendio de pensamientos y emociones de los padres de nuestra patria. El núcleo básico, la célula original que encierra instantes de rencor y amargura por aquello no dicho, por la carga que tienen las palabras mal paridas de los que te rodean. Es un efecto silencioso que se multiplica a través de los años y deja una sensación de vacío que uno intenta llenar sin guía ni afecto. Los psiquiatras no sirven para nada según mi padre. “Solo dan remedios”. Estudiar un año entero viendo como todo pasa en cámara lenta parecía ser lo normal. Fui al psicólogo de la universidad, por primera vez, y me dejaron botar carga académica. Me sentía al cuarenta por ciento de mi capacidad y mi polola no sabía que me pasaba. Estudiar econometría era confuso en medio de deseos destructivos, incluso pensamientos suicidas. El amor dejaba de existir y nuevamente perdía a mis compañeros de curso. Me atrasé en tres ramos y ya no tenía grupo de estudio. Solo una melancolía que había que esperar pasara pronto. Salir a correr en esos instantes agudizaba mis sentidos. Profundizaba la angustia y aplacaba los deseos de vivir. Llevaba cinco años pololeando cuando entré a trabajar en un banco. Mi polola confesó que me había engañado en los años de angustia universitaria. Nuevamente acudieron a la mente aquellos ramos aprobados gracias a esfuerzos más allá de toda comprensión. Le había agarrado odio al estudio, una lucha mental que escondía fuerzas emocionales mayores. Mi padre nunca le tuvo aprecio a mi polola. Tampoco yo podía dejar atrás la traición. Me destruía estar sin ella, pero fue peor dejar de verla. La depresión me hizo dejar el trabajo. No podía levantarme, pero volví a correr y las cosas mejoraron. Tenía miedo de volver a trabajar para que todo volviera a empeorar. Requería correr kilómetros y andar horas en bicicleta para poder aplacar la melancolía. Mi tía de Canadá se ofreció a alojarme unos meses en Toronto, pero mi madre le escribió una carta diciendo que era mejor que encontrara trabajo antes de aprender inglés. Mis padres se compraron un departamento en la playa y viajaba por las noches. Acudía a los pubs y discotecas para conocer gente. Bebía en exceso. Por fin conocí a una mujer a la que no le importó que estuviera sin trabajo. Me conmovió y me fui a vivir con ella. Ahora tenía gatos para rellenar recovecos sentimentales. Esta mujer iluminaba la noche, hacía que cada baile fuera una experiencia erótica. Me invitaba a tomar y drogarme, pero no perdonaba que anduviera borracho o con sobredosis. Nos cambiamos de casa, ahora con más gatos. Llegados al barrio bohemio comenzó a ponerme el gorro, probablemente con más de uno. Estaba enganchado no solo a su sexo, sino a todos sus vicios. El departamento quedaba lejos de mis amigos y familia. En realidad mi familia siempre estuvo lejos. Un día mi hermana rompió la puerta y me robó los muebles, ni siquiera se salvó la loza. A partir de ese día todo fue derrumbándose. Dejé de limpiar los sillones y afloraron los pelos de gatos. Fumaba marihuana y me hundía entre los cobertores. Un gato se quedaba mirando, de alguna forma juzgándome. Los olores de su sexo permanecieron cuando el mundo comenzó a girar más lento. Aceleraba y el auto apenas se movía camino al gimnasio. Corría en la banda elástica y mis pensamientos quedaban atrás. Toda la música que escuchaba parecía un solo eterno de Miles Davis. Imaginé a mi hermano no nacido, lo sentía cerca, supongo que su alma se vino a instalar conmigo. Nunca podré afirmar si tuve suerte por no haber sido elegido. El aborto no le preocupa a Dios ni a mis padres, supongo que tampoco estas palabras.