Por Luis Alberto Tamayo
La verdad es que yo deseaba ese reencuentro, había que cerrar esa historia inconclusa y molesta. Es que al desaparecer de la noche a la mañana, Marito Bizcarra, nos había dejado un forado en el alma, un boquerón.
Bueno, te voy a contar mi encuentro con Marito. Santana me escucha incómodo, se siente engañado. Yo le doy vueltas al asunto, -me dice- y la verdad es que me duele que no se haya comunicado, que no haya habido simetría afectiva en la relación. Yo creo haber hecho lazos con él, creo haberle dado señales de una complicidad, una fraternidad y me duele la ingratitud. En todos mis años de servicio en esta tierra he conocido mucha gente, pero siempre queda un hilo, nunca me había equivocado tanto. Santana se acomoda en la silla. –Estas cosas no pasan en Iowa, -le digo imitando el tono de Marito. Estamos en una fuente de soda, acá en el barrio Franklin. Vi venir a Santana de lejos, ya tiene el pelo casi entero blanco, jubiló hace un año, yo sigo en la función, hasta que las velas no ardan. Me encontré con Marito, le dije a boca de jarro y Santana sonrió. Entonces, me aceptó una cerveza. Santana tuvo tres hijas, salió chancletero, por eso capto que la relación que entabló con Marito fue de padre a hijo, por eso le dolió tanto el abandono, el que no lo hubieran tomado en cuenta como un ser amable. Marito era un seductor, es un seductor, todos en el colegio lo querían, a Cabello nadie le podía deslizar ni una frágil crítica a su estrella pedagógica: Marito, nadie se lo podía tocar hasta el último, incluso, cuando la bola reventó y se abrió esa veta de misterio y engaño. Los alumnos lo querían y aprendían.
Tú me pediste que te contara la historia de Marito, le digo, tengo más o menos resuelto el misterio, con la ayuda de la diosa fortuna, siempre. Y para contarte la historia pongo la cámara fotográfica Zenit sobre la mesa. Una cámara fotográfica Soviética, dura, pesada como un tanque, como un T-34, habría dicho Marito, que era un experto en la Unión Soviética, experto en piratas y exploradores, en teorías psicológicas y psiquiátricas, en cine italiano, en trenes. Sabía de todo, parecía saber de todo, parecía vivir en un mar de informaciones, en un mar en tormenta perpetua. Era como la Revista Muy Interesante, decíamos con Santana, mitad ciencia, mitad chamullo. Marito, el sujeto más simpático de la Tierra, era como Simón el Agradable de la serie del Súper Agente 86, una serie de los años sesenta protagonizada por el actor Don Adams. Simón el Agradable entraba como en trance y su cuerpo se rodeaba de pequeños corazones, todo en él era paz, alegría interior y todo lo traspasaba a sus interlocutores. Nadie se resistía a su embrujo, escucharlo, verlo, era quererlo, perdonarlo, entrar a una esfera invisible de seguridad y placer, algo hacía que uno se acoplaba a sus emociones y bajaba la guardia, se embrujaba, dejaba de cuestionar cualquier cosa cuestionable. Así era Simón el Agradable, así era Marito Bizcarra. Después de su partida, muchos analizamos cada día vivido y aparecieron muchos eventos que uno podía tejer y examinar y aparecían lagunas, nada cuadraba, pero eso era por su ausencia, si él hubiera estado allí no habría aparecido nada, todo hubiera estado perfecto. Él era Simón el Agradable, y esa comparación nos llevaba a la CIA y al KGB, dos de sus temas predilectos. Una cámara fotográfica negra de los años 80 con los anillos olímpicos en el extremo superior izquierdo y la palabra MOCKBA y el osito Misha, la mascota oficial de los juegos, todo el marketing soviético. Una cámara réflex, uno mira a través del lente. Era la más barata del mercado allá por el 1978. Pongo la cámara Cenit sobre la mesa. Esta cámara era, es de Marito, le digo. Ahora vengo del Persa Bío Bío; ahí hay un puesto en el que compré una carga de película Kodak triple X en blanco y negro, la cámara está buena y es como mi herencia.
Te hago el cuento corto. Hace un mes tuve un encuentro de primos, todo el familión en la casa de una sobrina que se casó con un ingeniero de minas y se hicieron una casa preciosa en Olmué. Ahí, en la plaza de Olmué, encontré a Marito Bizcarra, está igual. Él andaba con esta máquina colgada de su hombro, parecía un fotógrafo de pueblo de hace treinta años. Me lo topé de frente, no pudo evitarme, se descompuso un poco, pero luego agarró su aplomo habitual y aceptó entrar a un boliche como éste, eso sí que con un gato sobre el mostrador, un local de adobe con varios salones y comedores. Yo pedí una limón soda y él, una cachantún. Conversamos como dos horas, su familia, su infancia. Respondía a mi interrogatorio con entusiasmo, porque era un interrogatorio. Me contó varias cosas que tenían visos de verdad, reconoció que había sido su hermano el que había ido de intercambio a Iowa y no él. De pronto, sacudió la cabeza como cayendo en la cuenta de que había hablado demasiado y se paró al baño, justo cuando habíamos llegado a un punto crucial de la conversación. -¿Por qué no nos dijiste que no eras profesor de historia, ni de castellano, que nunca pasaste por la universidad? Se rió. -Hay un mal entendido,-dijo. Sí soy profesor, esto de los trámites es tan enredado en Chile… Estas cosas no pasan en Iowa. Todo esto es kafkiano -dijo riendo, hay algo que no calza, se juntaron cosas…, espera, voy al baño, todo tiene explicación, absolutamente todo. Yo me quedé esperando, esperé y esperé, dejó la cámara sobre la mesa para darme psicológicamente la seguridad de que volvería, pero no, se fue, se esfumó. Comprobé que el local tenía otra salida. Incluso, pagó el consumo como para limpiar su imagen.
No, la cámara no tenía rollo, no tenía ninguna foto adentro y quedamos en lo mismo, ni siquiera sabemos cómo se llama, porque Mario Bizcarra no existe, él era el único del colegio al que le pagaban en efectivo y él entregaba boletas, pero como no estaba habilitado y las actas las firmaba Florencia, que sólo iba los lunes y le hacía clases de historia a los cuartos medio, no quedó ningún papel oficial, nada. Nadie sabía exactamente dónde vivía Mario. Se esfumó, se lo tragó la tierra.
Soy el cantor de América, autóctono y salvaje, mi lira tiene un alma, mi canto un ideal. Eso es un poema de Santos Chocano. Y luego agregaba: He visto un pájaro verde bañarse en agua de rosa / y en un vaso cristalino una flor que se desoja.
freak: ¿Y para que vamos a hablar de la incansable lucha de los comunistas argelinos?
Luego, tomaba el vaso de cerveza, derramaba un poco en el suelo y decía, a la salud de Nguyen Van Troi, larga vida a Vietnam. Eran salidas enigmáticas, extemporáneas, él no había vivido esa época. Santana mueve la cabeza, afirmando. Cuando lo conocimos, Marito debe haber tenido entre veinticinco y veintiocho años en el noventa y cinco. O sea, puede haber nacido en 1970, tenía tres años para el bombardeo de La Moneda. En todo caso, Chile no era lo suyo. Sus ojos, su corazón eran una amalgama de productos de consumo y productos culturales revolucionarios. A veces, tomaba una escoba como guitarra eléctrica y cantaba “Nuestro Amor Veraniego”, de Dean Read. Nosotros lanzábamos la carcajada y él decía : -Estas cosas no pasan en Iowa, allá el Elvis rojo es venerado como un padre de la Patria. Marito vivía en otra dimensión. Siempre interrumpía la conversación para aportar un dato de quiebre y luego desaparecía. Marcela, la profesora de lenguaje estaba hablando de Rubén Darío y Marito dijo que Rubén Darío se había ido de Chile por un lío de faldas. Nosotros pusimos cara de perplejidad porque nunca se ha sabido muy bien la causa de la abrupta salida de Rubén Darío de la Casa de la Moneda donde era huésped del Presidente José Manuel Balmaceda. Marito explicó que fue porque a Darío se le derramó un vaso de vino y para limpiar el piso usó una falda de Ricardo Balmaceda Toro, el hijo del presidente. Dijo eso y agregó: -Eso daba para desatar una guerra en la extensa frontera chilena nicaragüense.
-Tú eres un gran tipo, le dije a Marito. ¿Por qué diablos no eres tú y dejas de representar a otros?
La cámara fotográfica Cenit queda sobre la mesa cuando Santana y yo nos vamos de la fuente de soda.
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“Estas cosas no pasan en Iowa”, de Luis Alberto Tamayo fue premiado con una mención honrosa en el 5° Concurso de Cuentos Teresa Hamel, 2014.
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Luis Alberto Tamayo nació en San Fernando en 1960 y es profesor de Educación Básica de la Universidad de Chile.
Caballo loco, campeón del mundo –exitosa novela que ya va en su 9ª edición–, La goleta Virginia y el cuento infantil Un gran gato, todos con Edebé Chile, además de otras con diferentes casas editoriales.
En 1978 ganó el concurso de cuentos organizado por el Arzobispado de Santiago con motivo del XXX aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En 1985 fue finalista del concurso Chile-Francia. Durante cinco años integró el equipo de libretistas del programa “Los Venegas”, de Televisión Nacional. En 1989 formó parte del taller Heinrich Böll que dirigió Antonio Skármeta en el Instituto Goethe. En 1998 ganó el concurso de cuento infantil organizado por CORDAM y COPEC. En el año 2000 ganó el concurso de cuentos Banco Santiago.
En 2011, ganó el concurso Santiago en 100 palabras con su cuento “Soldado de terracota”.
El hospital y el año 2014 gana el Premio Altazor en categoría infantil con Un gran gato.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…