Por María Isabel Quintana
El invierno se presentó inusualmente temprano.
Dentro de la enorme mansión hacía casi tanto frío como afuera. Llevaba nevando copiosamente alrededor de dos semanas, salvo algunos intervalos en que la temperatura descendía aún más y le tocaba el turno a la escarcha. Luego volvía a nevar y de nuevo escarchaba. Se formaba entonces un emparedado duro y pesado de nieve y escarcha que había acabado con la vida de los animales y la paciencia de los habitantes de la hacienda.
La familia y el personal emigraron cuando aún era posible hacerlo. El viejo patrón no quiso moverse y se quedó en compañía de una fiel cocinera con la que había compartido penas y alegrías durante una vida entera. Juntos permanecieron frente a la ventana viendo cómo se oscurecía el día con una cortina de nieve espesa de color grisáceo, cómo se derrumbaban los invernaderos y la leñera aplastados por el peso de los que parecían inocentes copos blancos y que revoloteaban sin parar. La casa aún se mantenía erguida gracias a su tamaño y a su sólida construcción. La mortífera manta blanca engrosaba y ya había cubierto hasta la mitad de la ventana. Pese a la buena administración de la mujer, las provisiones se acabaron y la leña quedó sepultada sin posibilidad de recuperarla, de modo que se procedió a quemar todo lo que sirviera de combustible para la gran e insaciable cocina de fierro.
El frío en las noches era insoportable. La mujer deambulaba por la casa como un fantasma flaco y desganado. El hombre aún conservaba unas pocas energías porque engullía una mínima colación diaria. Nunca preguntó de donde provenía el alimento. La despensa se mostraba patéticamente vacía y hasta sus puertas habían sido arrancadas para alimentar el fuego. Tampoco se veían las ratas que anteriormente asolaban la casa en busca de calor y alimento. El viejo sospechaba de las lecturas de su cocinera y de su consejero Martín Fierro que pregonaba que “todo bicho camina va a parar al asador”.
Con las escasas fuerzas que le quedaban, el hombre se paró a mirar por la ventana. La nevazón había cesado y el aire se volvió transparente y azul. Los vio desde lejos, bajando por la colina, sobre un improvisado tobogán, una pareja se acercaba. A tropezones llegaron hasta la puerta de la casa. Se veían débiles y demacrados. Se apuntalaban uno al otro y traían un pequeño envoltorio. Una vez en el interior ambos se desplomaron sobre el empolvado parquet. Antes de desmayarse, la joven susurró unas palabras y le entregó el paquete a la anciana.
La mujer, como un perro de caza, olfateaba el revoltijo de ropas; entremedio, una criatura sonrosada dormía plácidamente. Con un crujir de huesos se dirigió a la cocina y con sumo cuidado depositó el bebé sobre un diván. Recorrió la casa recolectando cuanto pudiera servirle de combustible para avivar el fuego. La insaciable cocina se mostró agradecida cuando la fogata levantó sus lenguas ardientes. La cocinera se desplazó en busca de utensilios. Cogió una fuente de gran tamaño que se usaba cuando los asados eran para toda la familia. Sus ojos, iluminados por las llamas, brillaron con extraña excitación. Una última mirada hacia el diván y luego se abocó a pelar dos papas que había guardado celosamente, en espera de una gran ocasión, como ésta.
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“Hansel y Gretel”, de María Isabel Quintana, forma parte del libro Con la muerte en la cartera, Valdivia: Ediciones Caballo de Proa, 2003.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.