Por Miguel González T.

Vicente se levantó temprano esa mañana, se duchó y desayunó huevos y café. Durante la noche le costó conciliar el sueño. No estaba seguro si su plan funcionaría, y si realmente deseaba ejecutarlo.

Quería que su mujer Elisabeth sufriera lo indecible antes de matarla. Sin embargo se arrepintió de su deseo, pues había concluido que la amaba profundamente y que en el fondo podría perdonarla, pero no estaba seguro.

Sentado en su sillón -con poca luz ya que no ha corrido las cortinas del ventanal- fumaba su cigarrillo aspirando lentamente el humo. Su mirada estaba fija en un objeto cualquiera, su mente era una vorágine de imágenes que lo transportaban a tiempos pasados y al presente. Amaba a Elisabeth y recordaba las veces que había hecho el amor con ella. Sentía que sus manos, como otras veces, acariciaban su bello y moldeado cuerpo. Recordaba cuan-do había hundido su rostro en su cabello y en sus senos, los que había acariciado como si fueran un tesoro, donde sólo hay promesas de felicidad infinita -reflexionaba- También recordaba sus bellas y largas piernas que al caminar daban un sensual balanceo a su cuerpo. Bella, como para nunca jamás dejar de desearla. Pero ha sido de otro.

Vicente y su mujer daban clases en la universidad. Todos los días se encontraba en el casino, donde almorzaban juntos y conversaban de diversos temas y de cuanto se amaban. Pero desde hacía tres meses, esta rutina, había sido interrumpida. Elisabeth no llegaba a la hora del almuerzo, y después, cuando regresaba a casa más tarde, decía que por razones de la clase y de investigación, había tenido que reorganizar su horario, por lo que era muy probable que ya no pudiese coincidir con él en el casino. Pero que de todas formas tendrían los fines de semana para estar juntos. Vicente entendía que se debía privilegiar los compromisos con la universidad, creía comprender esta ausencia y durante la semana, se le podía encontrar en el casino, almorzando solo.

A veces compartía con los jóvenes estudiantes y contestaba sus variadas preguntas. Fue así que en una ocasión, una bella estudiante le dijo: ¿profesor, usted acompaña a su mujer al gimnasio diariamente? No supo que responder. Dio por terminada la charla con los jóvenes y se puso a pensar. ¡Vaya!, Elisabeth está asistiendo al gimnasio pero no me lo ha dicho ¿Estará tonificando su cuerpo para realzar más su belleza, quizás está empeñada en alisar su abdomen, pero para qué, si parece el de una muchacha, va sola o acompañada? -se preguntó- La pregunta caló hondo en su mente, bastó para que inmediatamente se sintiera invadido por algo que nunca antes había sentido: Se percibió profundamente pequeño, su ego, siempre ensalzado en el aula fue mortalmente traspasado por la duda. Fue la primera vez que experimentó celos.

Vicente era un hombre cincuentón y buenmozo. Era doctorado en Ciencias Políticas. Sabía que todavía causa cierto interés en algunas mujeres. Pero Elisabeth era más joven y más bella ¡No! -dijo- soy un profesor que siempre está hablando de la libertad del ser humano. No puedo permitirme esta bajeza, no debo sentir esto. Pero sí se lo permitió, es más, ideó un plan. Pidió permiso en la facultad por tres días y comenzó a seguir a su mujer. El primer día tuvo mucho miedo y sólo la siguió unas pocas cuadras, después que ella salió del trabajo en el campus a eso de las 11:00. Desistió, y se fue al bar cercano a la casa, donde estuvo hasta las 17:00, bebiendo cerveza y simulando leer un libro de filosofía. Pero la verdad es que pensaba en Elisabeth, y en esas imágenes la veía con otro hombre, más joven que él, que la conducía al motel cercano, que ellos conocían. En una de las habitaciones, el hombre le arrancaba sus bragas y Elisabeth se dejaba penetrar salvajemente. Lo atroz es que vía a Elisabeth complacida, que se dejaba hacer, a la vez que se desnudaba y se entregaba totalmente. ¡Debe morir y… lentamente!, es lo que había decidido. Pero antes que comenzara a fraguar la manera de hacerlo, el barman le solicitó que abandonara el local pues había bebido demasiado y era la hora en que pasaba la policía en ronda. Se dirigió a casa malhumorado. Cuando llegó al apartamento se metió a la ducha por un largo rato, luego se vistió, tomó un café y esperó a que llegara Elisabeth.

¡La interrogaré y deberá decirme la verdad! -se dijo- Pero cuando ella llegó, bastó que se acercara a él, lo rodeara con sus brazos y lo envolviera con su aroma, para que Vicente desechara el interrogatorio y lo dejara para más tarde u otro día, y tomó lo que se le ofrecía. Sabía, ahora más que nunca, que ella era la mujer que siempre quiso y que era suya, sólo suya. Aunque en su mente escuchaba una voz que le decía que no, que no era su dueño, que ella era libre. “¡Sí, libre!” Ese fue el acuerdo cuando iniciaron la relación, pero Vicente estaba dispuesto a mandar al diablo todas sus enseñanzas y sus principios. La quería sólo para él, ¡y así será! -Lo juraba-

Esa noche durmió bien, despertó abrazado a Elisabeth, quien se levantó y se dirigió al cuarto de baño a darse una ducha. Esperó a que saliera y la observó desnuda, esplendorosa, dueña de una belleza insoportable. Mientras ella se vestía, preparó el desayuno, y le deseó un buen día cuando ella salió en dirección su trabajo en la universidad. Pero en cuanto el auto arrancó, salió corriendo a la cochera y partió detrás de ella en su vehículo. Se extrañó cuando Elisabeth pasó delante de la universidad y siguió de largo. Pero fue peor cuando la vio bajar y correr en dirección al edificio que alberga oficinas y departamentos.

Estacionó y la siguió, pero no pudo darle alcance. Debe haber subido -reflexionó en el instante- Esperó unas tres horas y regresó a casa, donde decidió que Elisabeth definitivamente debía morir. Comenzó a idear su plan que consistía en clavar repetidas veces en su pecho el cuchillo de cortar carne que recogió de la cocina y que siempre mantenía entre sus ropas.

Ya de noche, mientras la esperaba agazapado entre los arbustos del jardín del frontis del edificio, no dejaba de pensar en cuánto amaba a esa mujer que había sido todo para él, con quien había sido realmente feliz, a quién daría todo si esta se lo pidiese. Pero ahora debe morir -se dijo- ¡Justamente, porque la amo es que debo matarla! -se contestó-

Desde los arbustos la divisó, Elisabeth venía caminando pausadamente en dirección al apartamento. De un momento a otro pasaría delante de él, lo que aprovecharía para saltarle por la espalda, tomarla del cuello y apuñalar su pecho hasta darle muerte. Pero cuando la mujer pasó a su lado Vicente no pudo hacer nada. La dejó que siguiera caminando con su vaivén sensual y se perdiera detrás de la puerta de entrada del edificio.

Vicente, entre sollozos, supo que algo dentro de él había muerto para siempre.

*

«La infiel» pertenece al volumen de relatos Helga en Berlín, de Miguel González T.