Por Rolando Rojo Redolés

 

“Yo no sé lo que sería de mi vida sin Manolito”. Se lamentaba dos o tres veces a la semana, la distinguida dama Elena Montt cuando, cargada de histerias y paquetes llegaba hasta la oficina céntrica del marido, el prestigioso abogado Julio Tagle Echenique, para desplomar su frágil humanidad en los sillones de cuero. Y, por cierto, razones no le faltaban. Manolito, el empleado único y para todo servicio del profesional, se encargaba de solucionar los problemas que aquejaban a la dama, desde el olvido de sus cigarrillos mentolados hasta rescatar un cheque del banco antes del protesto, pasando, invariablemente, por la compra de la revista de moda, la asesoría en el puzzle dominical y la información sobre los últimos chismes de la política y de la conducta de don Julio. “Yo no sé lo que sería de mi vida sin Manolito” -suspiraba doña Elena y Manolito se limitaba a sonreír con su cara de gaznápiro servicial, comprendiendo, cabalmente, que había una histeria que él jamás podría solucionar y que el único autorizado para hacerlo, tampoco lo haría, por haber llegado a esa edad en que la mujer, (la propia se entiende) se convierte en una especie de hermana, y si se duerme con ella en “cucharita”,  es para mitigar el frío del invierno. Don Julio transitaba, aceleradamente, la peligrosa cincuentena, edad en que la virilidad sólo reacciona ante pieles y sudores juveniles. Los trámites más privados e inviolables que Manolito realizaba a su patrón, era llevar un ramo de orquídeas a “Pimpinela Escarlata”, primera corista del Bim Bam Bum, o un relojito de oro con incrustaciones de diamantes, si la calentura leguleya llegaba a límites incontrolables. De modo que doña Elenita debía conformarse con su vida espiritual, con sus acciones solidarias en hogares de ancianos y con la programación de las actividades en la parroquia del barrio junto al curita español Pío Buenaventura Soto. Era una lástima que Manolito no pudiera satisfacerla en ese aspecto. De sólo pensarlo se sonrojaría doña Elenita, tan buena ella, tan dama, tan generosa con las propinas.

 

Esa fantasía, que horadaba la mente Manolito, hizo que se equivocara dos veces aquel mediodía de junio cuando la dama, vestida de riguroso luto y lentes ahumados, entrara aceleradamente a la oficina. Pensó que la noble mujer venía a sugerirle el privadísimo favor. O bien, por la expresión del rostro, a exclamar el monosílabo que traduce fielmente los dolores del alma: ¡Nooo! El que da la imagen exacta de las tragedias nacionales. Aquel ¡noooo! de la madre que cae de bruces sobre el ataúd del hijo muerto por el narcotráfico. Aquel ¡noooo! de la hija que se entera que es adoptada. Aquel ¡noooo! del angustiado padre que descubre que a su hijita la violó el vecino. Aquel ¡noooo!, en fin, que -según Manolito- era el único de los trescientos mil vocablos de la lengua castellana que tenía sentido profundo y preciso, el resto sólo era palabrería hueca, retórica, sonidos sin carne ni espíritu. Nada de eso ocurrió, doña Elenita ingresó al privado del marido con un portazo y solo volvió a aparecer media hora más tarde apoyada en el brazo de don Julio. Cuando la pareja se acercaba al escritorio de Manolito, éste intuyó que, a partir de ese preciso y cabrón instante, ponía la patita en la más impredecible de sus desventuras.

-Manolito –dijo ella, quitándose las gafas.-queremos pedirle el más… el más… el más grande de los favo…-Un sollozo le ahogó en lágrimas las palabras.

Entonces don Julio, acariciando el convulsionado rostro de su mujer, tomó la palabra, adornándola con la tradicional retórica abogadicia.

-Manuel Reyes Escobar, por el cariño que le tenemos y por la confianza nos inspira, queremos pedirle un favor ¡Un enorme favor! La Junta Directiva de nuestro condominio prohíbe la tenencia de mascotas en los departamentos, razón por la cual, debemos deshacernos de nuestra perrita poodle que…

En esta parte del discurso, la mujer saltó como araña.

-¡Julio, por Dios! Estamos hablando de nuestra hija, de nuestro preciado tesoro. ¿Cómo puedes llamarla “perrita poodle”?

-Bueno-carraspeó don Julio- Debemos alejarnos, por un tiempo de nuestra hija y pensamos que usted, mejor que nadie, podría cuidarla antes de llevárnosla al fundo familiar.

Una sombra cruzó como latigazo el rostro de Manolito que alcanzó a balbucear.

-¿Y po, po, po por cuánto tiempo sería, ah?

– Sólo por un mes.-dijo la dama entre pucheros sorbeteados.

La sombra se acentuó en el semblante de Reyes, pero esta vez fue detectada por don Julio.

-Los gastos que demande el cuidado de nuestra hija estarán cubiertos, Manolito. Por eso no se preocupe, hombre –dijo el abogado enarbolando un cheque recién extendido.

 La cantidad impresa en el documento superaba, largamente, el sueldo de estafeta y la sombra maligna desapareció automáticamente del rostro de Manolito.

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El resto del día, lo pasó el joven empleado memorizando el nombre de la perrita:”Petit Pompidour” y el largo listado de actividades que, de puño y letra, le entregó doña Elenita. Baño de espuma: tres veces al día. Manicure: dos veces por semana. Peluquería: lunes y viernes.  Lavado de dientes, después de cada comida. Caminata: dos horas diarias. Veterinario: una vez cada quince días: Agregados: vitaminas, perfumes, shampoo, cremas, talcos, golosinas, etcétera. Manolito se devanaba los sesos craneando cómo mierda cumpliría semejantes tareas en la estrechez e insalubridad de la pieza Siete del conventillo de la calle Andes, que compartía con su madre viuda, los tres hermanos menores y su propia mascota: un quiltro de pelaje tieso, cola enroscada, chico, patas chuecas, uñas largas, hocico puntiagudo, impropiamente llamado “Niñito”, dueño de una agresividad de tigre en celo, histérico, camorrero, escandaloso, porfiado, malas pulgas, en fin, con todas las característica del mestizaje nacional. Sobreviviente a tres atentados de bife con veneno por no dejar dormir al vecindario con sus histéricos ladridos nocturnos.

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La llegada de Manolito con la “Petit Pompidour” al barrio produjo un alboroto mayor que el anunciado retorno del cometa Halley. Todo el vecindario, hombres, mujeres, niños y ancianos querían ver esa cosita que blanqueaba en la penumbra del conventillo. Manolito abrió la maleta diseñada para el transporte de mascotas finas y sacó una bolita de nieve temblorosa, asustada, al borde de una crisis de nervios. Todos  querían tocar ese copito de nácar, ese velloncito de lana, ese caracolito de armiño, ese capullito de algodón que emitía un apagado sollozo al escuchar su nombre mal pronunciado, al oler el sudor de la miseria y al verse rodeada de rostros patibularios. Entre tanto escándalo de vecindario, tanto jolgorio de roticuacos, sólo un personaje mantenía la compostura; movía la cola y  se paseaba silencioso debajo de la mesa, no ladraba, no importunaba, pasaba inadvertido, en una palabra, se hacía el huevón: “Niñito” que ya había olido el sexo virgen y  fragante de la Petit Pompidour.  

Bastó que el vecindario desalojara la casa Siete del conventillo de Andes, que la madre y los hermanos menores se fueran a la cama y que el propio Manolito entrara a la letrina a descargar la pesadez de sus tripas, para que el pequeño demonio de Tanzania saltará sobre el montoncito tembloroso y la penetrara con su estilete rojo como espada de bucanero. La Petit Pompidour lanzó un gemido lastimero, quiso sacudir la carga frenética que se movía en su espalda. Pero al chusco no lo desalojaban ni con orden judicial y continuaba el endemoniado vaivén en la grupa de la perrita. La “Petit Pompidour” creyó morir cuando, en su entraña, sintió la descarga del maldito quiltro violador. Desde la letrina, Manolito escuchó los gemidos y el corazón se le subió, de golpe, a la garganta. Con los pantalones en los tobillos, la hoja de diario incrustada en el culo y los ojos fuera de las órbitas, corrió a separarlos. “¡Niñito, suéltala!” ¡”Niñito, suéltala!” “¡Niñito, suéltala, hijo de mil putas¡” -gritaba Manolito disparando patadas a granel. A los gritos se despertó la familia y el vecindario. Pero “Niñito” no podía soltarla aunque quisiera; estaba pegado con la perrita. Desesperado, el animal arrancó por el pasaje arrastrando, vilmente, a la desfallecida caniche y eludiendo a la turba que les tiraba baldes, bacinicas y jarros con agua.  “¡Suéltala, perro conche de tu madre!” Cuando el efecto del curioso fenómeno anatómico, propio de los canes cesó, “Niñito” sacudió el pelaje tieso y negro y, como si acabara de cumplir el acto más heroico de su vida, pegó un ladrido hacia la luna y balanceando su cuerpo achaparrado, regresó a la guarida. En medio de calle, tendida, empapada y desfalleciente quedó una especie de ratita, de conejito, de gazapo, de gatito recién nacido. Cuando Manolito, con los ojos húmedos y la garganta apretada, se acercó para cogerla entre sus manos, el animalito pegó un salto olímpico y, como si la fuera persiguiendo el diablo echó a correr hacia el oriente, hacia el telón de montañas nevadas que se alzaba en el fondo del valle, hacia el sector alto de la ciudad, hacia su verdadero hogar.

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 Sesenta y un día después de los trágicos sucesos, doña Elena Montt Varas fue llamada de urgencia de la clínica donde la “Petit Pompidour” se reponía de los daños físicos, morales y sicológicos del atentado. La condujeron a la sala de operaciones. Desde un ventanal, la dama vio a “su hija” recostada en la camilla y a cinco bultos negros, cinco cucarachas húmedas, cinco pulgas peludas succionando la leche de sus pezoncitos rosados. Doña Elenita se llevó ambas manos a la cabeza y lanzó el desgarrador ¡”Noooo!”, que concentra, los dolores del alma. Pero ya no estaba, ni estaría más, el noble Manolito para solucionarle los problemas.

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Rolando Rojo Redolés es escritor y socio de Letras de Chile. Su primera publicación fue Como con bronca y junando, en 1993, con la cual obtiene el Premio Pedro de Oña. Otros de sus libros son la novela Otros rostros en la ventanas de San Pablo, con la cual es merecedor del Premio Alerce; el libro relatos Cuentos de barrios, premiado por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura y una Mención Honrosa del Premio Municipal de Santiago 2009, y la novela El mundo no cambia en una tarde de sábado, Susy, publicada el año 2012. Ha participado en diversas antologías. Su última publicación es el volumen de cuentos Putísimas, del presente año.