Comentario el libro de cuentos “El disco de Newton”, de Marcelo Simonetti

 Por María José Navia

Son siete los colores que componen “El disco de Newton”. Siete colores que, al girar, se transforman en uno solo: blanco. No pasa lo mismo con el nuevo libro de cuentos de Marcelo Simonetti, que lleva el mismo nombre. En él, si bien tenemos relatos llamados “Blanco”, “Azul”, “Rojo”, “Celeste”, “Verde”, “Amarillo” y “Negro” no nos interesa hacer girar el bendito disco si no que detenernos en cada una de sus particulares intensidades.

Son historias aparentemente sencillas pero en las que siempre se asoma el desastre, o la franca sorpresa, con más o menos fuerza. En “Blanco” un hombre normal y corriente es confundido por un asesino a sueldo como uno de los suyos y, si bien el malentendido es terrible, el silencio con que lo enfrenta el narrador lo es aún más. En “Azul”, un periodista se encariña con la hija de una familia del sur que comienza a hacer extraños dibujos que predicen tragedias. Un sacerdote se lleva a la niña para sanarla y la familia, periodista incluido, corre tras ella, corre tras el desastre. En “Rojo”, un hombre se encuentra con una ex compañera de universidad asidua a las protestas en sus tiempos de universidad, que regresa a Chile desde España convertida en una chef discípula de Ferrán Adriá y borrando su pasado (“rojo, muy rojo”) con el uso de un nuevo nombre. En “Celeste” tenemos el relato de una espera que se confunde con la culpa y la desesperación. En “Verde” un hombre regresa en busca de su amor de juventud, ahora con un doctorado en zoología a cuestas, pero ni todos sus pergaminos logran protegerlo de lo que encontrará en esa casa de Valparaíso. En “Amarillo”, unos estudiantes de arquitectura son llevados a experimentar el recorrido de una ciudad ideal, vía alucinación.

El recorrido lo hacen por dentro de una maqueta, en una casa donde todo es amarillo porque, como comenta uno de los personajes “En medio del extravío, el amarillo es la tabla del náufrago. Van Gogh lo hizo suyo en medio de su locura; cuando Borges enceguecía sus ojos solo respondían frente a ese color”. En “Negro”, la viuda de un escritor importante se deja convencer de contratar a un ghost writer para escribir una nueva obra de su marido y así poder venderla como novela póstuma.

Son cuentos oscuros y profundamente tristes, aunque de una oscuridad rara, de colores brillantes, en los que el talento de cuentista de Simonetti regresa en gloria y majestad después de doce años de la publicación de su anterior colección, “El abanico de Madame Czechowska”. Son cuentos breves donde la esperanza brilla, sí, pero por instantes: los instantes que demora una joven en dejar al narrador en la cama y estancado en su pasado, o lo que tarda la ilusión del reencuentro con un viejo amor en difuminarse. Pero, sobre todo, son cuentos donde muchos de los personajes se asoman a la contemplación de un abismo, de una vileza en sí mismos que los empuja a hacer cosas que jamás hubieran imaginado. Como comenta el narrador, casi al final de “Negro”: “[c]uando vinieron las preguntas de los periodistas, alguien levantó la mano y quiso saber si la novela que ahora se presentaba era la mejor pieza del autor. Ella tomó aire y antes de responder lo miró a él, al muchacho, y por primera vez vio lo que realmente estaba pasando ahí; el murmullo que no era más que un coro de graznidos, el olor pestilente que empezaba a inundar la sala, las caras desfiguradas. Buscó con sus ojos a Lugosi y no encontró más que a un cuervo viejo, gordo y desplumado; los periodistas eran un mar de ratas que se movían y le mostraban los dientes mientras sus colas serpenteaban en los charcos…”.

Siete cuentos fulminantes.