LA MÁSCARA MAYA DE ZU ZECHEN
El día viernes 13 de enero de 2023 a las 20 horas se realizará una conversación sobre Xu Zechen, en forma remota a través de Facebook Live, la primera actividad del ciclo LITERATURA CHINA CONTEMPORÁNEA organizado por la Asociación de Escritores de China y la Corporación Letras de Chile. Reproducimos aquí el cuento de Xu Zechen LA MÁSCARA MAYA, traducido por Lilijana Arsovska.
Con la presencia del autor Xu Zechen, se referirán a su obra narrativa los siguientes participantes:
- Fernando Reyes Matta, Director del Instituto de Cultura China en Chile
- Sun Xintang, profesor y director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Lengua y Cultura de Beijing
- Liljana Arsovska, traductora de LA MÁSCARA MAYA
- Diego Muñoz Valenzuela, escritor, Presidente de Letras de Chile
- Cristián Montes, profesor de la Universidad de Chile y Consejero de Letras de Chile
En esta ocasión se presentará al narrador chino Xu Zechen y se comentará su cuento LA MÁSCARA MAYA, publicado en el portal www.letrasdechile.cl
Xu Zechen Novelista y cuentista chino, nacido en 1978 en Donghai, provincia de Jiangsu. Es editor de la revista Literatura Renmin. Publicó sus primeros cuentos mientras cursaba la Maestría en Literatura China en la Universidad de Beijing. Desde entonces ha publicado siete novelas y numerosos relatos con las mejores editoriales y revistas del país. En 2009 participó en el programa de «escritor en residencia» en la Universidad de Creighton, y en 2010 fue seleccionado para el Programa de Escritores de Iowa Internacional. Ha obtenido diversos premios literarios de China: premio Lu Xun, premio Zhuang Zhongwen, premio Lao She, premio Feng Mu, premio literario Primavera, el de la Academia Tencent y el Mao Dun, máximo galardón literario chino. Entre sus obras se destacan las novelas Sobreviviendo en Beijing, Jerusalén, Ir al mundo, Mar de la ciudad imperial, Navegación al Norte; los libros de cuentos Puertas de la medianoche, Tren nocturno, Paraíso en la Tierra, El último cazador, Si la nieve corta el camino, Relatos de los suburbios de Beijing, entre otros. Sus obras han sido traducidas al alemán, inglés, español, francés, holandés, japonés, coreano, italiano, ruso, árabe y mongol.
La máscara maya
Autor: Xu Zechen
Traducción: Liljana Arsovska
Muchos han visto ese video, ¡créanme! En el video, una vieja pirámide, casi en ruinas, cerca de las pirámides de Chichén Itzá. Tal vez no es fácil encontrarla, y seguramente ni siquiera los lugareños la conocen, pero les juro que allí está. En el video, además de la pirámide, el vago camino que conduce a su cima y la vegetación desbordada entre piedras y montículos, hay una voz de fondo que ofrece una explicación.
La persona habla en inglés. Dice que viene varias veces al año, acompañando personas a quienes el destino los trae por allí. Le pregunté: ¿Cómo que el destino? “Tú, por ejemplo”, respondió. Quise seguir preguntando por qué él pensaba que el destino me trajo allí, pero me ganó la vanidad de poder conocer un lugar tan escondido, y, además, no pude evitar de pensar que esa era otra artimaña de los guías en los lugares turísticos, así que solo sonreí.
El viento fuerte hace menguar la voz del video así que no es fácil oír la explicación. Me da vergüenza reconocer, pero todo se debe a mi mal manejo del inglés. Para decir verdad, puedo defenderme viajando por el mundo con mi inglés desaliñado, pero si hablan demasiado rápido, con acento o si estoy muy distraído, me quedo en blanco y ese día entre el viento feroz, simplemente sentí estar en las nubes.
En el video oí dos frases muy llamativas. Le pregunté a un mexicano qué decían las frases y me dijo que era maya, pero un poco más antiguo que la lengua actual. – El significado más o menos es así, – dijo: “lo que veo está en lo alto, lo que imagino está lejos”. Basándome en esa traducción, escribí: “la veo y casi toca el cielo, la imagino en los inicios de los tiempos”. ¡Qué bonito suena!, pero, y ¿qué significa? ¿Quién sabe? – pensé y tampoco entendía por qué esa frase producía en mí una extraña exaltación. Entonces vi al guía recargado en una roca semipulida. De repente, extendió los brazos y después de abrazar algo que yo no podía ver, bajó las manos y siguió guiándome por el desolado sendero cubierto de grava. Lo seguí a tres o cuatro metros de distancia porque así podía ajustar el lente en cualquier momento y al mismo tiempo grabar la pirámide completa o en partes sin perder al guía durante toda la grabación.
Solo que ahora, si ves ese video, la pirámide, las voces, el viento y los pájaros siguen allí, pero el guía no está.
Su nombre era Juan. Hay cientos de miles de personas con este nombre en México. Tal vez solo en Chichén Itzá, – dijo mi editor – debe de haber más de mil tocayos con ese nombre. Tiempo después, el editor fue de nuevo a Chichén Itzá. Se cansó de buscar entre la gente, mas nunca encontró de nuevo al Juan de mi historia, el que hacía máscaras tallando trozos de madera a mano y luego las vendía cerca de la pirámide.
Ese día, mi amigo editor me acompañó a ver la famosa Pirámide de Kukulkán, el Templo de los Guerreros y las Mil Columnas. Cuando salí de la sombra de los altos y rebosantes árboles tropicales, un grupo de vendedores, cual ola de calor sofocante se abalanzó hacia mí. – Debes llevar a casa una máscara mexicana – dijo el amigo. “Claro que sí”, pensé, soy hijo de carpintero, y me gana la curiosidad cuando veo una pieza labrada a mano. Mi papá era el mejor carpintero de mi pueblo natal, pero ahora es grande y ya no trabaja. Los jóvenes de hoy desprecian la carpintería artesanal, y al casarse, prefieren decorar la casa con muebles laqueados de madera comprimida, delgada y poco resistente, que, sin embargo, luce glamorosa y es barata. Mi abuelo también era carpintero, y me dijeron que el bisabuelo también lo era, así que vengo de una familia de carpinteros. La aristocracia de antaño solía decir que siempre es muy necesario contar con un buen carpintero quien posee el don del arte.
Mi abuelo, además de hacer muebles, era un experto en tallar máscaras. Siendo el mejor carpintero, nuestra tierra aún era muy pobre y la compañía de teatro no podía pagar buenos maquillajes para las presentaciones, así que le pedían tallar y pintar máscaras con las imágenes de Zhang Fei, Guan Yu y Bao Gong[1] para usarlas en cada presentación sin lastimarse la piel con tanto maquillaje corriente. Las compañías de teatro grandes y pequeñas, los grupos de arte y cultura, todos le encargaban máscaras de madera de Guanyin Bodhisattva, la estrella de la longevidad, Zhong Kui, La madrina de los hijos y nietos, el niño de la fortuna, el Rey mono[2]. Con mi padre, la calidad y la puntualidad tenían sello de garantía. Mi papá no hacía máscaras, porque en sus tiempos la demanda escaseó, pero la pared de la sala principal de mi casa está tapizada de máscaras elaboradas por mi abuelo y muchas otras recolectadas en los caminos de la vida, y yo tenía la obligación de enriquecer la colección.
Abundaban los puestos de máscaras cerca de la pirámide. Eran máscaras tridimensionales y en los cachetes del rostro había tallados del dios del sol y una serpiente. Todas, más o menos parecidas, eran productos procesados con máquinas, por lo que mis ojos se iluminaron al ver la máscara de Juan, hecha a mano. Era una pieza peculiar llena de imaginación. Además de los tótems mayas comunes, como el dios del sol y la serpiente, había motivos de la vida cotidiana como personas cazando, pescando, comiendo…
Sentado con las piernas cruzadas detrás de un apilo de máscaras, de pelo largo y barba escasa, vestía un traje típico maya. El cuchillo de tallar avanzaba sobre la madera tumbando trozos que rodaban al suelo mientras su cola de caballo se mecía en la nuca. Podría estar en los treinta, o tal vez mayor, no soy bueno para adivinar la edad de los mexicanos. El cuchillo subía mientras trozos de madera caían. Después de algunos movimientos bruscos comenzaron trazos finos y lentos encaminados a los orificios de los ojos. Si comparamos las dos acciones, la primera fueron trazos toscos seguidos de pinceladas finas y delicadas. De repente me sorprendí. Las máscaras, aparentemente uniformes, tenían dos orificios tamaño nueces, tan vivaces como ojos humanos llenos de espíritu. Claramente sentí que aquellos ojos de la máscara en las manos de Juan me miraban desde diferentes ángulos. Para mi sorpresa, el calor desapareció y aire frío llenó el espacio. El editor que me acompañó era de Mérida. Había estado allí más de diez veces y según él, a excepción de alguna que otra chica hermosa y sexy, no había nada aquí que pudiera despertar su interés. Me preguntó, – ¿quieres comprarla? Si no, vamos a otro puesto. – Claro que voy a comprar, – le dije. Me agaché y tomé una máscara que tenía un dios del sol y una serpiente uno frente al otro, y entre ellos colinas y selvas rebosantes.
Los orificios de los ojos no eran tan bizcos. – ¿Cuánto?,- pregunté en un español entrecortado.
Juan sin siquiera levantar la cabeza, apoyó el cuchillo en la máscara que estaba haciendo, y extendió los cinco dedos de su mano derecha. Retomó el cuchillo y siguió tallando. Quinientos pesos, menos de doscientos RMB. Muy buen trato – pensé. Mi amigo dijo que era un poco caro y que podía conseguirlo por trescientos.
-No es caro, vale la pena -respondí.
Juan miró hacia arriba, y fue entonces que me asombré por completo. Si no habría estado en México, si él no fuera un maya que hace máscaras, usaría el chino para preguntarle de qué parte de China venía. Juro por el cielo que aquel hombre parecía más chino que muchos chinos. Piel amarilla, cabello negro, ojos negros, cuello más largo que otros mayas, cuerpo más alto que otros mayas. Al ver su cara de chino, decidí que debería tener alrededor de cuarenta años.
Con respecto a la teoría de que los mayas son descendientes de los chinos, he escuchado y he leído un poco aquí y allá. Por ejemplo, algunos eruditos dicen que durante las dinastías Shang y Zhou, cuando Shang fue derrotado por Zhou[3], un cuarto de millón de súbditos de Shang viajaron hacia el este y algunos de ellos llegaron al territorio actual de México y fundaron la gran civilización maya. Los chinos y los mayas se parecen mucho y sus culturas son muy cercanas. Algunos científicos incluso han hecho pruebas de ADN demostrando que los chinos y los mayas comparten 37 genes idénticos. También hay registros en nuestros libros clásicos, como los capítulos “Lo silvestre” y “Lo foráneo “de El libro de los montes y los mares que describen con mucha precisión la topografía y los accidentes geográficos de las Américas así como los animales típicos de esas regiones. Por supuesto, también parece haber suficiente evidencia para demostrar que los mayas no tienen nada que ver con los chinos, pero eso no es asunto mío, pues estamos hablando de Juan.
Juan levantó la mirada y me dio en inglés las gracias.
-Lo vale – dije de nuevo.
El amigo de Mérida puso los ojos en blanco y se encogió de hombros.
—La segunda —dijo Juan, cogiendo otra máscara—, te la dejo en trescientos.
Era más grande que la máscara que compré. Realmente dudé, pues su tamaño me desanimó, puesto que, como me recordó mi amigo, el montón de cachivaches que compré ya habían llenado mis dos maletas grandes, y todavía me quedaba otra semana en México y quién sabe qué otras cosas bellas encontraría yo en mi camino.
—Esta tiene además una pirámide, es diferente de las demás —dijo Juan— la vendo en ochocientos.
La pirámide no estaba esculpida de arriba hacia abajo. Su punta y su cuerpo parecían un cuerno que salía de la frente de la máscara e incluso era más prominente que la misma nariz. El refrán dice “los cuernos preceden las narices”. Me gustó. Le guiñé un ojo a mi amigo, para decirle que estaba yo muy tentado. El amigo se encogió de hombros de nuevo.
-¿Al señor le gustan nuestras pirámides?, – preguntó Juan.
Asentí con la cabeza.
-Sé que eras fanático de las pirámides mayas.
-¿Cómo lo sabe?
-Intuición – Juan sonrió, y parecía aún más chino. -Hay una pirámide que seguramente no conoces.
-Cuál? – Esta vez fue mi amigo quien preguntó, pues siempre presumía que había ido a todas las pirámides de México e incluso, más de una vez.
Juan dibujó con la mano un sitio. Mi editor, evidentemente desconcertado, escuchó con mucha atención la explicación de Juan en español mientras yo solo pude papalotear mientras los escuchaba hablar y veía a mi amigo asentir con la cabeza de vez en cuando. Finalmente, me miró y dijo:
-Vale la pena ir.
-Por supuesto, ¡vamos! – dije.
-Vale la pena que tú vayas, -dijo el amigo, bostezando, -visito a Chichén Itzá más a menudo que a mi madre, será la próxima vez. Les dejaré el auto y yo iré a descansar en el bar. Solo no olviden recogerme de regreso.
Acordaron el precio y el itinerario. Yo me iría con Juan mientras el editor iría a descansar un poco por haber madrugado para recogerme y un poco, vencido por el antojo de copas.
Así fue como sucedió. Juan guardó sus máscaras en una pequeña tienda al lado, se sentó en el asiento del conductor del Mercedes de mi amigo y antes de encender el motor, me tendió la mano y dijo:
-Mi nombre es Juan. Encantado de conocerte.
Chichén Itzá no es grande, tres kilómetros de largo de norte a sur y dos kilómetros de ancho de este a oeste. Esta ciudad, que significa «en la boca del pozo en Itzá», no tiene pirámides desconocidas para los lugareños, así que me alisté para un viaje largo de al menos una o dos horas. Menos de 20 minutos después de salir de la ciudad, Juan condujo por un camino de grava con arbustos y bosques a ambos lados. La vereda era cada vez más estrecha y delante de una roca cuadrada, llena de musgo, Juan detuvo el auto y bajamos. Lo seguí a través de una selva tropical, completamente desorientado, cual ciego que atraviesa a un animal gigante prehistórico, sudando grasa en menos de dos minutos. Mientras me quitaba los arbustos y las enredaderas del camino, Juan me dijo que mirara por encima de mi cabeza y debajo de mis pies mientras caminaba. Varios sonidos extraños venían de cerca y de lejos en esa selva tropical. Cinco minutos más tarde, el cielo se asomó y en medio de un claro abierto y vasto yacía una plataforma alta y majestuosa. En 1842, los exploradores John Floyd Stephens y Frederick Castlewood al descubrir por primera vez el sitio histórico de Chichén Itzá gritaron cual niños sorprendidos. Ante esa visión, yo también grité sobre emocionado.
Sin duda, esa alta plataforma, hoy algo derrumbada, fue una vez una pirámide utilizada para sacrificios y ni los arbustos, ni las malas hierbas, el musgo y la grava han podido ocultar su orden y majestuosidad. La desolación y el desorden tienen sus propias reglas, la vegetación y las piedras enteras o ya rotas se extienden a lo largo de las líneas rectas, cada cual siguiendo su lógica oculta. De repente tuve una fuerte sensación: esta pirámide, quieta y solemne, en este terreno llano me ha estado esperando durante siglos. La historia y el presente nunca se encuentran cara a cara sin motivo alguno. Decidí grabarla. Encendí la función de cámara del teléfono, y le pedí a Juan que me explicara, mientras me guiaba por el camino que yo no distinguía, pero que Juan conocía como la palma de su mano. Tropezando aquí y allá escalaba hacia arriba. Juan, comprensivo y paciente, hablaba lento y repetía los puntos clave incansablemente.
Un fuerte viento se desató, y la selva tropical circundante y la vegetación en la plataforma alta comenzaron a susurrar. Rara vez he estado en selvas tropicales, y no tengo absolutamente ninguna experiencia para tomar fotos o grabar videos en esas condiciones. Preguntaba gritando y Juan respondía en voz alta. Lo escuché, y pensé que el teléfono también lo escuchaba. Para mi sorpresa, lo que quedó en la grabación fue una voz vaga y lejana, ahogada por el fuerte viento. Sí que se distingue una voz humana y ya. De repente, Juan se apoyó en un peñasco, y con mucha emoción comenzó a narrar lo que veía y lo que sentía. Cuando la gente se sobre emociona, dice cosas insensatas y exageradas, eso es normal; de hecho ni siquiera importa lo que dicen y tampoco importa si los demás entienden o no, así que no le presté gran importancia a ese instante. Sin embargo, como lo muestra aquella imagen temblorosa del video, seguí charlando por medio de señas.
Subimos a lo alto de la plataforma entre piedras y piedritas, arena y arbustos. La pirámide no era mucho más alta que la selva tropical circundante. Desde la cima divisamos un vasto océano de copas de los árboles de la selva tropical. El fuerte viento mecía y sacudía aquel océano verde y exuberante y desde ese sitio uno no podía ver la imponente Pirámide de Kukulkán. Nos resguardamos del fuerte viento detrás de una enorme roca y le ofrecí a Juan dos cigarrillos de mi tierra natal. Inhaló varias veces y comentó que el tabaco curado sabía bien. Después de dar vueltas y tomar algunas fotos desde la cima, volvimos por el mismo camino. En el trayecto le pregunté a Juan, ¿por qué esta pirámide era tan poco conocida en Chichén Itzá?
-Los humanos tenemos puntos ciegos, -dijo Juan, -los ojos no siempre ven.
Al regresar a la cafetería, mi amigo apenas despertaba de un sueño profundo. Había bebido tres tequilas antes de quedarse dormido, y el alcohol y el sueño son buenos amigos.
De vuelta en la Ciudad de México, tuve algunos eventos de presentación de mis libros traducidos al español y llegó la fecha de regresar a casa. Efectivamente, como dijo mi editor, la máscara adicional no cupo en mi maleta, así que tuve que ponerla en una mochila y cargarla en los hombros hasta Beijing. Llegando a casa, desempaqué, les tomé fotos a ambas máscaras y se las envié a mi papá junto con el video de Juan y nuestro paseo por la pirámide desconocida. Mi anciano padre acababa de aprender a usar WeChat, y no soltaba su teléfono móvil, pues quería ver y ser parte del mundo.
Su primer comentario fue: – !Es un trabajo excelso! ¡Maestro de primera!
Diez minutos después, llegó otro mensaje de WeChat: – ¿Quién está hablando en el video?
-Juan, el hombre maya quien talló la máscara –le respondí.
-¿De qué hombre maya estás hablando?
Estaba a punto de escribirle cuando entró su llamada.
-En el video no hay nadie, – dijo mi papá. – ¿Estás seguro de que había algún maya?
-Claro que sí. ¿Qué dices? ¿Acaso ni una sombra humana se divisa?
-No hay nadie, hijo.
Le colgué para revisar el video. Efectivamente, no había nadie. Lo adelanté, lo atrasé, lo vi tres veces y de Juan ni sus luces. Una capa de sudor brotó en mi nuca y todo mi cuerpo se erizó. ¡Cielos!, mi lente seguía a Juan, grababa ya sea su espalda ya sea su rostro, la voz estaba allí, pero Juan simplemente se esfumó. Donde debería estar él ahora solo había aire transparente, pirámide, rocas y vegetación. Pero eso sí, en la cinta estaba la narración apasionada de Juan. Mi papá preguntó:
-¿Qué dice?
-No sé. No entiendo.
-Escucha con atención, suena un poco… familiar, – tartamudeó mi papá.
Apagamos nuestros micrófonos y nos quedamos callados para escuchar la voz vaga y lejana. Algo pasó – pensé.
-Vuelve cuando puedas, – dijo mi papá, – y trae las máscaras-. Luego, sin despedirse, colgó.
Esta fue la primera vez que mi papá colgaba primero. Antes siempre era yo quien colgaba después de despedirme. Revisé el video de nuevo y nada. ¡Qué miedo!
Me acurruqué en el sofá, me fumé tres cigarrillos seguidos y, después de salir del asombro, envié el video a cuatro amigos de confianza, no sin recordarles con mucha insistencia: ¡Ese hombre maya, de plano es chino!
En diez minutos, llovieron los mensajes.
Uno preguntó: ¿y el hombre?
Otro dijo: Tonterías, ¡qué broma tan barata!
El tercer amigo insistió: ¿No será que mandaste el video equivocado?
El último ignoró por completo mi recordatorio y respondió directamente: Esta pirámide no es gran cosa.
Olvidé el jet lag y llamé al editor. Medio despierto, me juró que vimos a Juan y que además, le había caído muy bien. Le pedí que escuchara la narración de Juan y después de oírla varias veces, trató de explicarme en inglés el contenido general. Luego me pidió que le enviara el video por correo electrónico, y como tampoco podía conciliar el sueño, se puso a verlo con mucha curiosidad. Media hora después, recibí su correo. Dijo que cuando lo vio por primera vez, también pensó que yo le jugaba una broma, pero al mirarlo de nuevo y comparar cuidadosamente los ángulos de la grabación y la dirección del sonido, llegó a la conclusión de que debería haber alguien en el video, sin embargo, no había siquiera un alma o un fantasma. Al final del correo, dijo que pronto regresaría a Mérida y, cuando tuviera tiempo, iría de nuevo a Chichén Itzá. ¡Qué demonios son éstos! – remató.
Si no hubiera sido por la llamada de mi madre, habría postergado mi regreso a casa unos días. Mi madre dijo: “tu papá no está de todo bien.” Compré un boleto de avión para regresar a mi tierra natal esa misma noche. Mi papá siempre ha sido un hombre severo. Si no pones mucha atención, no puedes ver su rostro endurecido cual barro compactado con los años. Les dio vueltas a las dos máscaras una y otra vez, y finalmente sus ojos se posaron en las cuencas de los ojos. Frotó los cuatro orificios, centímetro a centímetro con la yema del dedo.
-Ciertamente es un viejo y habilidoso carpintero, la técnica es parecida, – dijo mi padre.
-¿Parecida a qué?
-Al segundo.
Miré a mi madre quien me susurró: -Tu segundo tío.
-¿Acaso no murió hace mucho tiempo?
-Se esfumó, – me corrigió mi papá, -como nunca regresó, pensamos que murió lejos.
Estaba confundido. Me contaron mentiras durante cuarenta años.
Mi papá se sentó en el viejo sillón de mimbre y me pidió un cigarrillo.
-Cuando el segundo se enojaba, rugía exactamente como la voz en el video -dijo.
El segundo tío era hijo de mi abuelo paterno. Desde niño era aprendiz de carpintero de mi abuelo. Era sumamente talentoso, con tan solo de ver algo una vez, de inmediato lo reproducía y siempre le salía mejor que la obra original. Había oído varias veces esa historia. Mi papá siguió:
-Su fuerte eran las máscaras, lo heredó de tu abuelo. ¿Cómo es que dicen ustedes? Ah, sí, “el aprendiz siempre supera al maestro”, y justo superó a tu abuelo en los ojos de las máscaras.
A los dieciocho años, mi segundo tío a igual que Juan, lograba imprimirles alma a los cuencos vacíos.
Mi papá también era un buen carpintero, y el resto de su obra no le pedía nada a las piezas de mi tío, pero nunca logró superar los ojos de sus máscaras. El maestro era mi abuelo, el padre de mi padre quien además, era dos años mayor que mi segundo tío, por lo que sentía algo de envidia en su corazón.
-En aquel tiempo yo era joven y de mente estrecha, – dijo mi padre,- no sabía cuán ancho y largo sería el camino en el futuro, y cuán dura y difícil será la vida.
Siempre buscó maneras de molestarlo, malicias por aquí y por allá y al último manipuló una máscara.
Esa máscara formaba parte de los accesorios que mi segundo tío hizo para la Compañía de Teatro del Condado de Huaihai en representación de mi abuelo. Una mañana, mi papá fue al taller y vio en la repisa una máscara que mi tío había hecho el día anterior. Aunque no estaba completamente terminada, los cuencos vacíos de los ojos ya poseían alma. Mi papá dijo que simplemente no pudo reprimir sus celos. El alma que se asomaba en los cuencos era demasiado real, demasiado presente. Tanta hermosura y delicadeza, sin el más mínimo error. Uno o dos navajazos en el sitio correcto seguramente ahuyentarán el alma de los cuencos – pensó mi padre, cerró la puerta del taller y tomó el cuchillo. Al cabo del primer navajazo, el segundo tío abrió la puerta y entró. Comenzó a rugir cual animal herido y aventó a mi papá sobre una pila de virutas de madera. Mi papá dijo que aquel olor a virutas de madera y aserrín por primera vez le pareció sumamente agrio y podrido. Mi tío tomó la máscara y la golpeó contra su rodilla derecha. La delgada máscara se rompió en cinco partes. Luego siguió gritando.
-Papá, ¿estás seguro de haber escuchado los rugidos del segundo tío en la cinta de Juan?
-Ha pasado demasiado tiempo y la voz es algo lejana por lo que no puedo recordar claramente, – la voz de mi papá se debilitó, – pero al escuchar a Juan, recordé esta historia. Y aunque no es exactamente igual, es más o menos la misma voz. El mismo tono.
-¿Y luego?
-Tu segundo tío no vino a trabajar el día siguiente. Tampoco otro día y desde entonces, desapareció.
-¿No será que el tío simplemente quería salir y viajar por el mundo?
-¿Qué joven quiere quedarse por siempre en casa? El segundo siempre hablaba de salir y conocer al mundo. El problema es que desapareció debido a este incidente.
Sobre el rostro petrificado de mi padre, comenzaron a flotar arrugas delicadas. Me tuvo a sus treinta y tres años. Hasta entonces deambulaba por las aldeas lejanas y cercanas cual carpintero ambulante. El trabajo lo llevó de Jiangsu a Shandong, Anhui, Zhejiang y Henan, e incluso a los lejanos Jiangxi y Hubei. En todo ese tiempo jamás tuvo noticias de mi segundo tío. En palabras de hoy, mi segundo tío se evaporó. Durante esos años de deambular, la única ganancia fue conocer a mi madre en Shandong. A sus treinta y dos años, ese solterón decidió llevar a mi madre a su tierra natal y establecerse cerca de los abuelos. Ya no podía correr más, mi abuelo paterno y hermanoya estaban viejos y él tenía que cuidarlos a ellos y también a sus respectivas esposas. El segundo tío jamás apareció a pesar de una ardua búsqueda de más de diez años. Un día, el abuelo paterno le dio una palmadita en el hombro a mi papá, suspiró, lloró y el asunto allí quedó.
Se ha ido por mucho tiempo, debe de estar ya muerto – decían los vecinos – el segundo hijo de la familia Xu, aquel que sabía hacer máscaras, seguramente ya está muerto.
Los únicos recuerdos de mi tío son las dos máscaras que cuelgan en la parte más alta de la pared. Uno es Zhang Fei y el otro es Yan Hui, partido en cinco pedazos y luego pegado. En aquellos tiempos el rostro de Yan Hui se usaba en la ópera local durante las campañas en contra de Confucio[4]. Los ojos de Zhang Fei son redondos y penetrantes mientras que Yan Hui es un tuerto pues su ojo derecho fue dañado a propósito por mi padre hace más de cincuenta años. Antes yo jamás noté eso.
Mi papá me pidió colgar las dos máscaras mayas en la pared, entre casi cien máscaras y rostros diferentes, algunas hechas por mi abuelo, tres son obras de mi padre de sus tiempos de aprendiz, la mayoría fueron coleccionados por mi padre en sus diez años de trotar por el mundo y el resto son mis aportes, producto de mis viajes al extranjero. Mi papá se quedó mirando las dos máscaras recién colgadas y me preguntó:
-Dime, ¿quién era ese Juan?
-Un hombre maya de México.
Medio mes después, mi editor mexicano me envió un correo. Dijo que fue a Chichén Itzá, pero desafortunadamente, después de buscar y preguntar por todos lados, no encontró ni a Juan ni a aquella pirámide en la selva donde Juan me había llevado. El dueño de la tienda donde aquel día Juan guardó sus máscaras le dijo que no recordaba a un hombre alto y delgado llamado Juan con una cola de caballo. Dijo que hay demasiados Juanes en el mundo y también, muchos Juanes que hacen máscaras, dijo que gente de todo el mundo va y viene a su tienda, y la cabeza no le alcanza para recordarlos a todos. Según mis instrucciones, el editor contrató a un guía local y condujo hasta el final del camino de grava. Vio la gran roca, pero después de girar a la izquierda hacia la selva tropical, caminó durante dos horas y media entre arbustos y espesa vegetación, pero jamás encontró ningún claro en la selva, y mucho menos la pirámide de mi video.
Liana tras liana, árbol tras árbol, – dijo con ternura- Hermano, hice lo mejor que pude.
En vista de nuestra larga y fructífera cooperación, no pongo en duda sus palabras.
31 de enero de 2022
SOBRE EL AUTOR
Xu Zechen
Novelista y cuentista chino, nacido en 1978 en Donghai, provincia de Jiangsu. Es editor de la revista Literatura Renmin. Publicó sus primeros cuentos mientras cursaba la Maestría en Literatura China en la Universidad de Beijing. Desde entonces ha publicado siete novelas y numerosos relatos con las mejores editoriales y revistas del país. En 2009 participó en el programa de «escritor en residencia» en la Universidad de Creighton, y en 2010 fue seleccionado para el Programa de Escritores de Iowa Internacional. Ha obtenido diversos premios literarios de China: premio Lu Xun, premio Zhuang Zhongwen, premio Lao She, premio Feng Mu, premio literario Primavera, el de la Academia Tencent y el Mao Dun, máximo galardón literario chino. Entre sus obras se destacan las novelas Sobreviviendo en Beijing, Jerusalén, Ir al mundo, Mar de la ciudad imperial, Navegación al Norte; los libros de cuentos Puertas de la medianoche, Tren nocturno, Paraíso en la Tierra, El último cazador, Si la nieve corta el camino, Relatos de los suburbios de Beijing, entre otros. Sus obras han sido traducidas al alemán, inglés, español, francés, holandés, japonés, coreano, italiano, ruso, árabe y mongol.
SOBRE LA TRADUCTORA
Liljana Arsovska es profesora en el Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México. Doctora en literatura comparada y literatura universal por la Universidad de Lengua y Cultura de Beijing, lleva años en la enseñanza e investigación del chino y en la traducción de la literatura china contemporánea. Durante más de treinta años ha fungido como traductora e intérprete entre chino y español para el gobierno federal de México y otras instancias nacionales e internacionales. Es autora de Gramática práctica del chino. Es editora de los libros Vidas – Antología de cuentos contemporáneos chinos, Vidas II – Antología de cuentos contemporáneos chinos, Los cuarenta de la cuarentena – Antología de cuentos cortos de China, ha traducido las novelas Yo no soy una mujerzuela, El gran salto del pequeño Liu, Sobreviviendo en Pekín, La flor suprema, La era de los embusteros, Crepúsculo, La palabra que vale por diez mil, Edén de hongos, Ella ya no está, Vida privada, etc.
[1] Personajes históricos de China
[2] Personajes mitológicos
[3] Aprox. Siglo XII a.n.e.
[4] Yan Hui fue el discípulo predilecto de Confucio y ambos fueron severamente atacados durante la campaña política en contra de Confucio y Lin Biao en los tiempos de la Gran revolución proletaria cultural (1966-1976).
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…