(a los Trabajadores de mi Patria) (&)

Por Sonia Cienfuegos

Era un pollo a la brasa. Como tal, sin cabeza, dedos, interiores, plumas. Una descarga eléctrica lo dejó como estatua plumífera. Desplumado e inerte en el Matadero Avícola lo encontró Pelayo García, dueño del negocio de avenida Irarrázabal. Local que olía a fritanga y a billetes sobajeados.

El pollo a la brasa había aceptado su destino, el calor infernal, la grasa hirviente que chorreaba su cuerpo. El fierro que se enterraba en sus huesos, el mostrarse descabezado sin la discreta cresta con que entró al Matadero.

Los designios de Dios Gallo son insondables – reflexionaba – mientras lo descrucificaban.

Sabía que a continuación lo lanzarían sobre un papel ocre, rogando a su divinidad para que no lo trozaran. Así podría relajarse en el cartucho sobre el que un pollo emplumado sonreiría en medio de un paisaje bucólico.

Tuvo mucha suerte esa primera vez. Unos buenos hombres, trabajadores de la construcción, lo llevaron colgando por la vereda, deteniéndose en la esquina de la avenida Pedro de Valdivia. Allí se sentaron con él sobre un escaño. Luego lo devoraron frente

A los transeúntes indiferentes, escupiendo sus huesos medio mordidos casi triturados, desapareciendo entre el humo de los buses y el concierto de bocinazos y chirridos de los automóviles.

El pollo recogió rápidamente lo que quedaba de sus huesos, cuero y cartílagos. Se recompuso como pudo encaminando sus enclenques patas sin dedos hasta el negocio de don Pelayo García, quien impávido lo vio entrar, subiéndose a su puesto de trabajo.

Será nuevamente devorado, resucitará de entre las brasas. Se subirá tantas veces como aguante, al asador, a la rueda que lo gira sin parar, al infierno, a su cruz de ave resignada.

 

(&) como en las Últimas Palabras de Allende en La Moneda.