Presentación de Hugo Baronti Barella
Es un privilegio presentar en la Biblioteca Pública de Linares la novela Bajo la lluvia ácida de Marcelo Balbontín Riffo, una obra que se erige como un hito literario y un testimonio cultural de profundo calado. Este texto no solo destaca por su calidad narrativa, sino que constituye la emergencia de una voz que, desde los márgenes de la historia y la cultura, articula con lucidez y densidad la experiencia de una generación silenciada. Con una mirada crítica y una estética visceral, la novela interpela las heridas colectivas y las resistencias soterradas, invitándonos a reflexionar sobre el pasado y el presente de nuestra sociedad.
Al momento de elaborar los materiales promocionales para esta novela, optamos por inscribirnos en una lógica editorial centrada en la potencia del relato, más que en subrayar su marco histórico o ideológico. No se trató de evadir la memoria, el tema de los derechos humanos o las heridas sociales, sino de permitir que esos elementos habitaran la narración sin imponerse como consigna. Que el texto se sostuviera en su propio espesor, dejando que la historia contada irradiara, por sí misma, su dimensión crítica. En otras palabras, un gesto nacido desde un cierto recato frente a la osadía de alzar la voz en las postrimerías del primer cuarto del siglo XXI, cuando parece que ya todo se ha dicho, incluso, en algunos casos, con insistencia.
Sin embargo, en una presentación anterior de esta misma novela, el escritor y crítico Dr. Cristián Montes Capó, que nos acompaña hoy en este panel, introdujo una dimensión “distinta» a nuestra performance originaria, de la que es imposible zafarse. Me refiero a su intervención, cargada de sensibilidad y agudeza crítica, cuando se detuvo en una palabra que habíamos deliberadamente evitado: “Generación”. En sus palabras, y cito: “Esta no es solo una novela bien lograda. Lo que sorprende es que sea la primera obra de un autor, y no es solamente un autor el que está involucrado acá, es una generación”. Con este alcance, Cristián trajo a colación la dimensión política de la obra, que obliga a su historicidad.
Esta es la perspectiva que trataremos en esta presentación, dejando el estudio literario y textual de la novela en manos de los panelistas acompañantes, la académica de la Universidad de Talca, Magister en Literatura Nancy Tapia, y el ya mencionado académico de la U. de Chile, Doctor en Literatura Cristián Montes Capó, quienes en su condición de expertos, podrán entregar una visión disciplinaria de la obra.
Nos interesa esta perspectiva, ya que Montes Capó abrió una suerte de herida aún sin cicatrizar —de esas que o sanan o producen septicemia— y nos obligó a pensar en dicha clave. No se trataba ya solo de una obra narrativa eficaz, sino de la irrupción tardía de una voz que condensa una experiencia histórica compartida. Su comentario nos interpeló como editores, como lectores y como parte de una generación que ha transitado silenciosamente desde la resistencia hacia una forma extraña de exclusión simbólica.
Porque Bajo la lluvia ácida puede leerse como la historia de un sujeto marcado por los años 80, pero también como la manifestación de un daño colectivo más difícil de cuantificar: el de una generación que no solo fue reprimida, sino también desplazada del tiempo cultural que permite el ejercicio artístico. No hablamos aquí de héroes ni de mártires, sino de una constelación de “relegados del presente”, sobrevivientes de una época que, llegada la democracia, fueron tolerados como memoria útil pero excluidos del nuevo relato. Sujetos que luego deambularon —con o sin obra— fuera del eje de validación institucional, incómodos en el lenguaje hegemónico, y a ratos convertidos en símbolos decorativos de un pasado que ya no interroga. Imagen amarga, si pensamos que aquella “reyerta” no sabemos realmente si se ganó o se perdió, y que sus sobrevivientes no recibieron medallas, sino un lugar ambiguo en la orilla del tiempo.
La generación que vivió su juventud durante los años 80, en la que me incluyo, no pertenece ni al canon rebelde de los años 60 ni al desencanto político-estético de los 70, tampoco a la modernización democrática de los 90 ni al experimentalismo de los 2000. No fuimos la generación de Enrique Lihn, José Donoso o Antonio Skármeta, como tampoco nos identificamos con el imaginario pop y desencantado que luego encarnarían Alberto Fuguet o Alejandro Zambra. Fuimos —y seguimos siendo— quienes aprendimos a pensar en colectivo en medio del caos. Nuestra estética no surgió de las aulas ni del mercado, sino del roce directo con la urgencia. Aunque enfrentamos el terror con una creatividad hecha de rabia y papel roneo, al llegar la democracia fuimos convidados de piedra en un festín donde otros se sentaron a la mesa.
La juventud de los años 60 en Chile estuvo marcada por la efervescencia ideológica y las utopías revolucionarias. Fue una generación movilizada por la esperanza del cambio estructural, el auge de la izquierda, la reforma universitaria y el despertar político de las clases populares. Su imaginario cultural estuvo teñido de compromiso, internacionalismo y mística revolucionaria. Desde la música hasta la poesía, la estética del 60 tuvo un carácter colectivo, frontal y muchas veces épico. Representa el canon rebelde, con una épica aún viva al momento del golpe militar. (Droguett, Lihn, Sepúlveda, Skármeta).
La juventud de los años 70 cargó con la resaca del golpe de Estado de 1973. Muchos venían del fervor de la Unidad Popular y fueron testigos —o víctimas— de su desmantelamiento. Esta generación vivió el exilio, la represión interna y el repliegue forzado. Su estética fue más introspectiva, fragmentaria, y políticamente ambigua. En lugar del manifiesto, surgió el gesto quebrado. Muchos autores y artistas expresaron un desencanto político-estético, una pérdida de certezas, y una búsqueda de nuevas formas de representación ante el silencio impuesto por la dictadura. (Zurita, Eltit, Millán, Gil, Wacquez).
Los jóvenes de los 90 crecieron en democracia, pero una democracia vigilada, transicional y negociada. Esta generación vivió la apertura cultural, la globalización, el consumo y el mercado como nuevos lenguajes. La política ya no era un destino, sino una opción más. En lo estético, predominaron los cruces entre lo íntimo y lo público, la autoficción, y un cierto escepticismo heredado. Su marca fue la modernización democrática, con una cultura crítica, pero cada vez más institucionalizada y dispuesta a negociar con el sistema. (Fuguet, Serrano, Brodsky, Sergio Gómez, Gonzalo Contreras, Jaime Collyer).
La generación del 2000 nació en democracia plena, hiperconectada, individualista, y educada en el modelo neoliberal. Se expresó a través del cuerpo, la diversidad, la tecnología y la performance. Su estética es posideológica, fragmentaria, a veces efímera, pero profundamente consciente de su contexto global. Aparecen nuevas formas de disidencia (género, territorio, memoria), pero sin la estructura de los grandes relatos. Esta es la generación del experimentalismo, de la autoedición, del arte fuera de las instituciones y de la palabra desbordada por la imagen (Nona Fernández, Alejandro Zambra, Lina Meruane, Alia Trabucco Zerán, Constanza Gutiérrez, Diego Zúñiga, Daniela Catrileo).
Desde esta perspectiva, y al margen de cualquier matiz, que de hecho existen respecto de la clasificación de autores específicos en uno u otro fragmento de la historia reciente, la juventud de los años 80 en Chile, marcada por la resistencia en la intemperie y una exclusión simbólica en la transición democrática, no se alinea plenamente con las expresiones estéticas ni políticas de las décadas anteriores ni posteriores, configurando un vacío narrativo y cultural que permanece parcialmente inexplorado. Autores como Raúl Zurita, con su poesía monumental del trauma colectivo, Carmen Berenguer, con su exploración feminista y rupturista, o Diamela Eltit, con su narrativa experimental y de resistencia, aunque fundamentales en el panorama literario de la dictadura y la posdictadura, no lograron llenar por completo este vacío. Sus obras, profundamente ancladas en la vanguardia y la crítica al poder, abordaron el dolor y la marginalidad, pero no siempre reflejaron la experiencia cotidiana, fragmentada y silenciada de una generación que resistió sin épica ni reconocimiento.
Este hueco que busca habitar Bajo la lluvia ácida de Marcelo Balbontín Riffo evidencia una memoria eclipsada, un relato de sobrevivientes que, como señalamos, transitaron desde la lucha hacia un exilio interno, cargando una voz interrumpida que solo ahora comienza a encontrar su forma. (Nota: Habría que mencionar a Roberto Ampuero, con Nuestros años verde olivo, 1999; aunque más alineado con la transición, podría encajar aquí, reflejando la resistencia marginal y la exclusión simbólica de la que hablamos.)
En efecto, Nelly Richard ha hablado de la “memoria eclipsada”; Zurita ha inscrito en su obra «la belleza herida y el trauma generacional»; Juan Pablo Sutherland ha descrito a los escritores postergados, aquellos que no lograron consolidarse como campo. En esa tradición de lo que NO tuvo lugar, Bajo la lluvia ácida se erige como una obra que llega desde ese vacío. No busca reconocimiento ni canonización, pero emerge con la densidad de quien ha cargado por años una voz interrumpida.
En relación con la perspectiva de Nelly Richard, ha trabajado con profundidad el concepto de “memoria eclipsada”, refiriéndose a aquellas formas de experiencia, discurso y subjetividad que fueron reprimidas, desplazadas o invisibilizadas durante la transición chilena. En su crítica, la memoria oficial (institucionalizada, administrada por el Estado) eclipsa otras memorias más incómodas, fragmentarias o no digeribles para el relato democrático dominante. Richard pone el foco en la tensión entre memoria crítica y conmemoración superficial, abriendo un campo para pensar lo que quedó fuera del pacto transicional.
En la obra de Raúl Zurita, especialmente desde Purgatorio hasta Zurita, se inscribe con fuerza la figura del cuerpo herido como testigo del terror y del amor. Su escritura transforma la biografía en alegoría colectiva, donde la experiencia de la dictadura se convierte en trauma generacional. Zurita no escribe como sobreviviente solamente, sino como médium de una sensibilidad devastada. La belleza rota, el grito contenido y el uso del paisaje como herida viva, hacen de su poética una forma de resistencia y de archivo afectivo profundo.
Juan Pablo Sutherland, por su parte, ha reflexionado sobre los escritores postergados, aquellos que escribieron fuera de los focos, que no fueron incorporados a los programas oficiales ni formaron parte de los grupos canonizados. Su propuesta se centra en pensar la literatura como campo desigual, donde el reconocimiento no siempre va de la mano de la calidad, sino de la ubicación institucional, los vínculos y las coyunturas. En esa línea, los postergados no desaparecen, pero quedan flotando en un limbo cultural, fuera del radar de crítica, premios o políticas editoriales.
Aunque los tres enfoques iluminan zonas clave del paisaje cultural postdictadura, ninguno alcanza a captar del todo la especificidad de la generación que vivió su juventud en los 80: esa que resistió sin épica, que creó sin validación, que vivió entre la represión y la precariedad simbólica, sin acceso ni a la gloria del trauma ni al relato de la transición. Richard apunta al olvido estructural, pero su foco ha sido más académico y conceptual; Zurita transforma el dolor en estética sublime, pero su figura es la del poeta consagrado; Sutherland retrata el rezago, pero sin capturar del todo la dimensión colectiva de esa exclusión.
En este contexto, hay vasos comunicantes: compartimos con Richard la conciencia de haber sido eclipsados; con Zurita, el sentimiento de una herida persistente; y con Sutherland, la experiencia de haber creado desde un margen que no elegimos, pero que tampoco aceptamos como destino. Nuestra generación no cabe del todo en sus moldes, pero resuena en sus fisuras.
La generación nacida en los 60 —la que vivió su juventud en los años 80— fue moldeada por la década, pero no canonizada por la historia. En los 90, muchos se vieron obligados a reconvertirse: a subir al carro de la política institucional, de la democracia pactada, de los lenguajes neoliberales. Otros quedaron a la deriva, transitando proyectos dispersos, a veces sin futuro, a veces sin fe. No fueron los refundadores ni los herederos, sino algo más incómodo: testigos que sobrevivieron al incendio, pero no fueron invitados al banquete. Y es precisamente desde esa particularidad que esta novela construye su territorio narrativo: sin voluntad de canon, pero con la dignidad intacta de una voz que no se dejó silenciar.
Seamos más explícitos…
Muchos de quienes vivieron su juventud en los años 80 en Chile terminaron desencajados frente a lo que vino en los 90 porque la transición no cumplió con las expectativas históricas ni éticas que esa generación había cargado durante la dictadura. Se resistió con el cuerpo, con la palabra, con la comunidad, esperando una democracia real, profunda, popular. Sin embargo, lo que llegó fue una democracia negociada, vigilada, fundada sobre pactos con el autoritarismo y montada sobre un modelo económico neoliberal que no fue cuestionado. Para quienes lucharon desde la precariedad y la urgencia, lo que se ofreció no fue integración, sino una invitación tardía a una fiesta ajena. El nuevo país hablaba otro idioma: hablaba en términos de éxito, mercado, reconciliación sin memoria.
Además, la estética, los lenguajes y las formas de resistencia construidas en los 80 no fueron reconocidas ni legitimadas por las nuevas instituciones culturales de los 90. Eran demasiado marginales, crudas, incómodas. Muchos artistas, escritores y activistas no lograron adaptarse al circuito de fondos concursables, premios, vitrinas, entrevistas y políticas públicas que empezaron a definir la cultura “oficial” del Chile democrático. No venían del mercado ni de la academia; venían del mimeógrafo, del mural callejero, del poema en voz baja. Quedaron fuera del canon porque nunca entraron por la puerta correcta. Y para peor, no fueron nombrados ni integrados en el relato de país que empezaba a escribirse, uno que prefirió recordar a los mártires visibles o a los nuevos rostros de la transición, pero no a quienes simplemente resistieron y luego quedaron en silencio.
Ese silencio fue también una forma de exclusión. La generación del 80 no fue canonizada ni celebrada: fue útil y luego desplazada. No fueron los refundadores, ni los herederos, ni los protagonistas. No se les reconoció como generación. Se los dispersó en la memoria, se los diluyó en el archivo. Y muchos, cargando aún con las heridas del miedo, del trauma y del desencanto, simplemente no encontraron lugar en el nuevo Chile. Su historia no encajaba en el guion de la alegría. Pero el hecho de no haber sido parte del banquete no significa que no hayan alimentado el fuego. Por eso, cualquier gesto de memoria no solo los recupera: les devuelve la dignidad del nombre.
Concluyendo…
La generación de los años 80 en Chile fue forjada en el cruce violento entre el miedo y la urgencia. Construyó su voz desde el margen, en espacios precarios, sin garantías ni audiencias. Fue una generación que resistió en la intemperie, sin recursos simbólicos ni estructuras de validación, y que al llegar la transición no fue canonizada ni integrada, sino desplazada con cortesía. No obtuvo el estatuto de víctima ni el reconocimiento de pionera: fue incorporada como recuerdo, pero no como interlocutora. Su daño fue menos visible, pero persistente: una exclusión sin épica y sin relato, que la dejó fuera del archivo oficial y del mercado cultural. A diferencia de la memoria eclipsada o del trauma monumental, esta generación vivió una especie de exilio interno, cargando una voz interrumpida que solo ahora comienza a encontrar su forma y su tiempo.
La situación actual, es la de una generación aún pendiente de ser reconocida, cuya experiencia sigue fuera del relato oficial del país. La historia avanzó —como decimos con Kant, “hacia mejor”—, pero dejó zonas en sombra, grietas sin cerrar, voces sin integrar. La generación que vivió su juventud en los años 80 no ha sido condecorada ni incorporada plenamente a la memoria colectiva chilena. No fue la generación refundadora ni la generación mediática. Fue la generación bisagra: la que sostuvo la resistencia sin épica ni premio.
Hoy, muchos de sus integrantes están en la madurez o entrada a la vejez, y lo que se percibe no es solo un reclamo, sino una necesidad urgente de reconocimiento histórico, simbólico y político. No solo como reparación personal, sino como restitución de un lugar en la conciencia del país. El problema es que el Estado —en su institucionalidad— aún no ha desarrollado una narrativa pública que integre a esta generación como sujeto histórico completo, con sus logros, sus heridas y su legado.
Sin embargo, lo que hoy observamos es la persistencia activa de una generación que nunca fue plenamente reconocida ni integrada. El cine de Juan Mege, la obra de Jesús Sepúlveda, José María Memet, Antonio Kadima y el Taller Sol, Ronald Gallardo y el colectivo Calle Magnolia, entre muchos otros, no responden a una moda retrospectiva, sino que constituyen la evidencia viva de un trayecto cultural paralelo, sostenido fuera del marco. Lejos de ser vestigios, son manifestaciones consistentes de una producción simbólica que resistió la marginación sin integrarse al canon ni al mercado. La situación actual, por tanto, no solo revela una deuda pendiente del Estado y de la cultura oficial, sino la necesidad de reconocer —en términos históricos y estructurales— a esta generación como sujeto cultural activo, cuya exclusión no fue involuntaria, sino sistemática.
Para terminar…
La novela construye un territorio emocional donde se percibe con nitidez el pulso de una generación atravesada por el miedo, la urgencia y el silencio. No hay proclamas ni manifiestos: lo generacional se encarna en personajes heridos, lúcidos, rotos o resistentes. Figuras que no caben en el relato oficial de la historia, ni en la estética del éxito postransición; son lo que queda, cuando la épica se disuelve y la memoria aún no se institucionaliza.
Pero más allá de todo marco histórico, Bajo la lluvia ácida es, ante todo, una señal. Una escritura que no pide permiso ni perdón, que no agradece haber llegado tarde porque sabe que nunca se fue. Es la voz de quien no fue vencido, sino postergado. La aparición de esta novela no es un milagro ni una casualidad: es el gesto firme de quien ha resistido sin alardes, de quien ha seguido escribiendo aun cuando nadie leía, de quien ha decidido volver no como espectro, sino como presencia. Aquí está, con la frente en alto y la palabra intacta. Que se abra paso quien quiera decir que no existe.
Finalmente, solo recordar el epígrafe con el que se inicia Bajo la lluvia ácida: «Vi a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas, histéricas, desnudas.» —Allen Ginsberg.

Hugo Baronti Barella, sociólogo, artista integral y escritor. Director de la Editorial Rari Profundo y de la Galería de Arte Natural, en la región del Maule.

Marcelo Balbontín Riffo es escritor y periodista, residente de la zona de Chillán, autor de Bajo la lluvia ácida.

A propósito de la pregunta. De la Voz de Maipú: https://lavozdemaipu.cl/jose-baroja-escritor-maipucino-en-mexico/