Universos imposibles, el libro referido por Bartolomé Leal, publicado en México por la editorial La tinta del silencio, está disponible en Chile vía convenio de impresión a demanda en www.mercadolibre.cl. Basta con poner el título en la página de mercado libre.
Por Bartolomé Leal
El ingeniero cogió el libro del mesón de la librería y lo primero que constató fue: bello. Se fijó en el autor: un colega. Hasta allí todo bien. “Ciencia y minificción” anunciaba el subtítulo. Le pareció un maridaje sospechoso. Contradictio in adjecto. Se fue hasta el final del libro, como solía hacer cuando algo le interesaba; aunque sobre todo cuando tenía dudas sobre qué podrían esconder aquellas páginas. Publicadas en México, además. El capítulo “Ateísmo” le llamó la atención. Era lo suyo. Leyó: “Soy ateo”. Bien, pero luego leyó que Dios se había enfermado. Le vinieron a la cabeza unos versos de César Vallejo. El autor le para el carro a Dios. Varias veces. Bien. Siguió adelante la lectura, aunque reculando, de atrás para adelante. Fascinante. Valiente. Una refutación de Dios tras otra. A nivel brevemente profundo, se le ocurrió esa frase para el bronce.
Luego (antes en el libro) el autor se pasa a la Biblia. Mamotreto propagandístico del Dios de los judíos. Una versión digamos exitosa del marketing religioso. Manipulación a la orden. La religión como negocio turbio. Otra frase: “Nadie cree en él. Luego, no existe”. Voltereta volteriana. Más y más paradojas, siempre breves. En otras épocas se excretaban anatemas desde los púlpitos o se escribían tratados. Todo largo y plúmbeo. También se torturaba y masacraba en nombre de Dios, invocando abstracciones. Sigamos. Mortíferas prácticas nocturnas. Aparece cada personaje, reflexionó el ingeniero. Por ahí se cuela alguna duda. A lo mejor Dios existe y hace milagros. “Concédeme el milagro de no existir y creeré en ti”, escribe el autor. Ironía, por cierto. “Apenas creo en mí mismo y voy a creer en otro…”, leyó en voz baja. No lo fueran a escuchar en la librería. Luego el libro la agarra con el nazareno: “Jesús vendido al capitalismo neoliberal”. Zambullida en la contingencia.
Inconexos desvaríos los míos, reconoció el lector. Sí, ojeada de mesón. El ingeniero se trasladó al principio del libro. Ya estaba metido, atrapado en su red y no se daba cuenta. Bien, pensó como típico ingeniero arrogante: Mauro Yberra decía que los ingenieros se consideran semidioses. El capítulo “Filosofía de la ciencia” puede matar las neuronas. Allí estaban los enemigos: la geometría descriptiva y las otras geometrías, la mecánica racional, el gato estequiométrico, Zenón y el infinito, el mundo plano, las ecuaciones de Maxwell-Boltzmann y las odiosas botellas de Leyden. Max Planck (¿sabio o charlatán?). Dios, ¿es un bosón de Higgs? Un mareo casi le impide seguir, en muchas de aquellas trampas para ratones había sido rajado durante sus estudios. Ciencias físicas y matemáticas, vaya charquicán tóxico…
De allí el ingeniero saltó a “Decadencias geométricas” atraído por ese subtítulo morboso. ¿O borgiano? Que cada figura bi o tridimensional se transforme en otra, por ambición o imposición, es como mucho. Recordaba las ecuaciones. Difíciles de resolver, hasta de pronunciar, como el paraboloide hiperbólico. El autor supone este inquietante futuro: “El universo se repletó de cubos. Las pirámides, los prismas, las esferas fueron desplazadas”. Se acordó con pavor de los toros de anillo, las sillas de mono, las esferoides y las elipsoides. Su erótica de estudiante de ingeniería.
Cuando estudiante, la ciencia-ficción lo salvó de una implosión cerebral. El librito también le traía de eso. El género es humorístico, con sus futuros imposibles posibles. “Cagar encima de un alienígena cagando”. ¡Gran ocurrencia y mejor terapia! Libera de la locura. ¿Cómo se le ocurrió algo tan práctico al autor? El lector se quedó pensando y partió en trance hacia el excusado del museo, sin soltar el libro, claro. En ruta leyó que tirarse a una Caperucita virtual y complaciente puede ser el sueño del lobo. Soñó que ponía el libro entre otros de su desordenoteca, delirios que apreciaba por sus enseñanzas: el Mundo inmundo de Topor, las ensoñaciones de Rousseau, los insultos de Groucho Marx, los cronopios de Cortázar, las novelas picarescas, los lúbricos Gremlins, los cristales soñadores, Frank Zappa, los versos truenebrosos de Pablo de Rokha…
Volvió a la realidad de la librería. Llovía. Frío. Encontró otra predilección suya en el libro: microficciones con títulos en latín. Se ocultaban bajo el rubro “Otros mundos”. ¡Qué miedo! Notó que había aceptado el neologismo. For the moment, se avisó. Por cierto, “La piedra cyborg” es un hallazgo. ¡Bravo terrícola! Abriendo una página al azar encontró una perla: “Ordeñó la vaca robot mientras contemplaba la pradera sintética…”. Y esta otra: “Extraigo mi cerebro con cuidado y lo deposito sobre una bandeja…”. ¡Bravo! Dignas del maestro del short-short de la CF: Fredric Brown.
Otro punto clave, reflexionó el ingeniero. La ciencia-ficción tiene muchas caras y caretas. Muchas formas de operarse del robot y la computadora. Muchos clones y contraclones. Muchas especulaciones y mucha estocástica. En estas microficciones están encapsuladas todas las corrientes, hay cuentos de toda laya. De capa y espada laser, de mutaciones y falsificaciones, de filosofía y literatura, de palabras y letras. Bien. Un aporte al género.
Quiso comprar el libro, no estaba en venta, era una muestra. Tenía que contactar a la editorial “La Tinta Del Silencio”, en México, así le dijeron. ¡Jijos de la…!, murmuró el ingeniero lector, mosqueado y fastidiado. Quería ese libro. Ya lo conseguiría, aunque tuviera que atacar al ingeniero autor con ayuda de los Matrix. Buscó su teléfono mientras bajaba al metro, atento porque solía estar infestado de extraterrestres…

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