Por Jorge Muñoz Gallardo

Aquel hombre era un individuo curioso, yo lo había estado observando sin que él se diera cuenta. Después de ajustarse la chaqueta y el cuello de la camisa, manchados de barro, con cierta solemnidad Monsieur Alliette se inclinó para recoger su cabeza ensangrentada y polvorienta que estaba en el suelo muy cerca de sus pies. Con ella bajo el brazo caminó con pasos inseguros entre las tumbas que alzaban sus siluetas negras apenas visibles bajo los turbios fulgores de la noche. Un viento frío soplaba sacudiendo las ramas esqueléticas de los árboles. Cuando el viento cesaba, por algunos instantes, un silencio lóbrego envolvía el lugar. Monsieur Alliette se esforzaba en recordar, pero no conseguía dar con el suceso fundamental que lo atormentaba. La escuela, los compañeros de curso, el primer trabajo en un taller, el almacén, la casa conseguida con tanto esfuerzo, el coche tirado por dos caballos, la despensa bien surtida… Entonces se convirtió en un hombre de vientre abultado y mirada satisfecha… Eso duró unos cuantos años, luego todo cambió de manera tan inesperada que no podía comprenderlo… Los alaridos de espanto, la gente que corría en la calle, los disparos, esos sujetos barbudos que voceaban a gritos en las calles los nombres de los condenados a muerte. Sabía que buscaba su tumba, eso sí, porque lo habían arrojado a una zanja llena de agua putrefacta de la que consiguió salir arrastrándose como una larva, con enorme paciencia y trabajo, porque él no se quedaría insepulto, eso nunca. Había avanzado durante varios días por calles sucias, potreros malolientes y plazas destrozadas, buscando el cementerio local donde, con afinado sentido de prudencia, compró un pedazo de tierra y mandó construir una tumba. Había dado vueltas sin rumbo, dejando a veces su cabeza en el suelo para descansar y recogiéndola luego seguía adelante; sus esfuerzos tuvieron la recompensa que esperaba porque encontró el cementerio, ahora necesitaba hallar su tumba, entonces podría descansar en paz. Pero ese recuerdo que pugnaba por salir a flote no lo dejaba caminar tranquilo. Todo había ocurrido de manera tan sorpresiva…Carreras, gritos, disparos, incendios, como si la ira de Dios se hubiera desatado de golpe sobre la ciudad dormida… Cuando por fin dio con la tumba estuvo a punto de desplomarse, pero haciendo uso de las últimas fuerzas que le quedaban permaneció en pie, apretando la cabeza contra su costado derecho para evitar que rodara al piso. Fue en ese instante que recordó lo que tanto lo atormentaba: las provisiones que le vendió a un sueco de apellido Fersen, también lo ayudó a conseguir una berlina para hacer un viaje. Después de contactarse con ese hombre había quedado con la sensación de haberse involucrado en algo oscuro y peligroso. Sí, esa era la causa, pocos días más tarde fue detenido. Luego otras imágenes llenaron su mente, el pueblo enfurecido pedía más sangre, un grupo de individuos que se trataban entre sí de ciudadanos lo tildó de cerdo burgués y lo llevó hacia el lugar de la ejecución con las manos atadas a la espalda. Mientras andaba, recibiendo escupitajos en la cara, golpes de puño y empujones, sentía ganas de llorar, pero haciendo un esfuerzo extraordinario se contuvo. Al llegar al patíbulo pensó en su niñez, en la gallina roja que le había regalado su padre y él cuidó con tanta dedicación, recogiendo los huevos que vendía en el vecindario. Ese fue el último pensamiento que tuvo Monsieur Alliette, su cabeza de comerciante próspero cayó bajo el filo de la guillotina entre aplausos y gritos de júbilo. Yo, que había estado durmiendo la noche anterior en su tumba lo ayudé a introducirse en ella, pero antes estuvimos sentados en el borde de piedra conversando y me contó su vida, insistiendo en que la ayuda que le prestó a Fersen era la causa de su desgracia. Cuando empezaba a clarear lo dejé reposando como se merecía y seguí mi camino.