Por Cristóbal Suazo Navarro

Es desde la más profunda admiración que felicito a Juan Mihovilovich por el increíble relato que es “El amor de los caracoles”, una obra que de principio a fin me mantuvo pegado leyendo. De los capítulos, breves en su mayoría, pero repletos de contenido, no sobra ninguno, y a su vez, a estos no les sobra ni una sola letra. 

Es verdaderamente fascinante como el autor construye a esta familia y al mundo en el que se desenvuelven, pues logra en esto un universo narrativo polifónico y lleno de vida. En este mundo que ha inventado, todas las acciones se corresponden y están ahí por un motivo, todo complementa algo más y nada queda abierto o es de mención casual. 

Me sentí particularmente conmovido por la manera en que esta familia, tan similar a la mía, surge de entre las páginas del libro y realmente parece viva ante los ojos del lector. De la misma forma, me conmueve la manera en que de a poco la familia comienza a morir con la separación y muerte de muchos de sus miembros, es algo que tristemente resonó mucho conmigo. Sin embargo, todo el capítulo de la cueva de los caracoles y el énfasis de que la vida de los jóvenes recién comienza al momento en que termina el libro, cambiaron mi visión no solo del libro, sino también de varias cosas. Cómo se enfatiza en las últimas páginas, mañana será otro día. 

Estos últimos capítulos cierran las últimas deudas del narrador con el espectador y nos despiden gloriosamente de estos personajes a los que no pude evitar tomarles un gran aprecio.

Cristóbal Suazo Navarro

Cristóbal Suazo Navarro nació el 2005 en la ciudad de Puerto Montt. Realizó sus estudios básicos en el Colegio Paideia, en Puerto Montt y actualmente estudia la carrera de Periodismo en la Universidad Austral de Chile en Valdivia, ciudad donde reside desde el año 2024. En crónica, ha sido publicado previamente en el blog Poesía y Capitalismo.

El amor de los caracoles