Por Juan Mihovilovich

Una vez cuando era niño, me contaron cuentos para niños. Fueron pocos cuentos. Pero, a pesar de eso, hicieron que fantaseara desarrollando mi imaginación. En ellos todos eran felices. Una vez, cuando era adolescente, me contaron historias de héroes. Fueron pocas historias, pero eran de verdad. Una vez, cuando era ya un adulto, me contaron secretos, secretos que nadie debía enterarse. En un automóvil va la venganza. La venganza es real, lo demás es leyenda.

(Capítulo séptimo)

La definición simple y genérica de la lluvia acida sería que provoca una seria contaminación ambiental, que sus componentes químicos ponen en jaque a parte significativa de la vida humana y los demás reinos de la naturaleza. Sin embargo, en esta novela apasionante, Marcelo Balbontin Riffo utiliza la denominación para darnos a entender que bajo esa lluvia ácida viven y sobreviven formas contrarias de concebir la existencia, como si huestes de larvas invisibles se materializaran de golpe confabulándose para hacernos partícipes de nuestro infortunio como especie.

En tal perspectiva la trama de la novela se centra en la búsqueda incesante de Dionisio de la Cruz, un eventual rebelde que, unido a otro importante grupo de elite, será la cabeza de playa que destruirá a un sistema totalitario que subyuga a una población sumisa y carente de voluntad. Dionisio de la Cruz es la clave, el arma secreta que, unido a sus vínculos con el grupo, debiera derivar en una asonada insurrecta que terminará por derrotar al régimen imperante.

Se configura paso a paso una sintética descripción de quienes van integrando ese movimiento insurgente, de sus conflictos personales, de sus introspecciones, de sus interacciones, a veces de modo evidente y muchas de ellas en claves que deberán descifrarse a medida que la narración avanza.

Pero aquella búsqueda es apenas un pretexto para subvertir el dolor de una soledad general, que no acierta a comprender por qué el mundo sobrevive como tal: desconfigurado, ahíto de dudas y tinieblas, de sufrimientos y perversiones que asolan y azotan las carencias más esenciales de todo ser humano. No hay un rastro de solidaridad, de empatía natural. Sólo seres que deambulan desprovistos de sentido. La avalancha distópica cae como un rayo en medio de ellos y los deja desamparados. Corren sin destino. El destino es un Estado avasallante, un anuncio de la perdición.

Mario Lamporte, personaje central, es únicamente el enlace, alguien que se desplaza por la ciudad con una tarea específica: encontrar a Dionisio de la Cruz, pero ¿ese individuo existe o es apenas la quimera esbozada en cerebros tan enfermos como el de quienes los gobiernan? ¿No es acaso el golpe de gracia final el que los dejará abandonados a su suerte, a esa suerte que quisieron transformar en soporte cuasi divino, como si las causas fueran otras, ajenas al mundo desquiciado que les ha tocado vivir?

En las calles se aspira el ácido sintético, la lluvia rebota en los cristales y se introduce en las córneas de los transeúntes que circulan anonadados, desconfiados del día que comienza y termina en un suspiro. Los edificios son muros enquistados en el cerebro de todos. Una especie de alimaña gigante corroe los orificios mentales y coloca allí sus semillas destructivas. Los chips navegan por un firmamento tenebroso como si volaran trayendo la buena nueva. Puede ser la ciudad de Santiago de Chile -como pareciera serlo- o cualquier urbe acorralada en sus dilemas morales, en sus extravíos artificiales, en sus congojas mundanas, en sus miserias de clases, de liberalismos sofocantes, del miedo de existir.

Pero no. Balbontin Riffo se ha esmerado en reconstruir la ruina de un mundo que no tiene fin. O, dicho de otro modo, que persigue su propio fin, más allá de que el alzamiento de supuestos desharrapados pudiera concretarse.

Desde la oscura y lóbrega guarida del poder, protagonistas como Echeverría y Gumucio son peones de magos siniestros, escondidos tras las bambalinas de un poder omnímodo maligno. Desde esos recovecos al que ningún ser humano común y corriente jamás accederá, los adalides del mal celebran su danza espectral atosigando sin pausas a los tristes y desamparados.

Desde el umbral de esa quimera, Lamporte, Baronti, Venson, Guita y el Pequeño, Bollman, Mege -y Valeria, un símbolo que ayuda a continuar- prefiguran el paraíso surrealista que acosa sus sentidos. Por encima de la rebelión ellos abordan la épica de su propio exterminio en pos de la causa, más allá de que pululen en restaurantes y bares de mala muerte o en hoteles de tercera clase.

Si la vida es sueño como suelen serlo los gobiernos de facto, las dictaduras, los totalitarismos a ultranza, la opresión individual y colectiva, la exclusión de un espíritu obstinado en superar la ausencia del amor anhelado, la lluvia ácida se esmera en desmoronar a dominantes y dominados. Partes del mismo y estrecho sendero del espejismo humano, de una materia que se autodestruye con cada parpadeo como si el infinito goteara sus lágrimas ácidas y corroyera sin vuelta la decadencia indeclinable de la forma física y la carencia absoluta de la verdadera libertad.

Lo demás, lo que pudiera extraerse de este libro extraño y lúcido a la vez, es lo que una lectura atenta descubra entre las líneas ocultas de una obra que parece confundirnos con sus anagramas y señuelos, pero que, incluido su imprevisible desenlace, en el fondo aspira a que despertemos del terrible delirio global en que estamos envueltos.

Bajo la lluvia ácida
Novela, 127 páginas, 2024.
Editorial Rari Profundo