“No quería maltratar a nadie. Lo volvía a pensar.
Pero, una parte de sí quería ver esas caras de
sorpresa absoluta, ante su intromisión de manera
sorpresiva. El susto. La incomodidad. La
incertidumbre. Hasta llegar al pavor. El insecto
transformado en enfermedad. Eso sabía”.

(Juan R. Chapple, La mortaja)

Por Juan Mihovilovich

¿Qué es lo terrible horrendo, lo profano, lo insondable? ¿De qué modo se entroniza en las células de un ser humano el miedo, la turbiedad de existir, el dolor de no saber o de creer que se sabe más que el resto de los individuos que pululan y vegetan en un mundo desprovisto de sentido real? ¿Cómo incursionar en los límites del delirio e intentar salir de ellos incólume, sanos y saludables, después de leer a Juan Chapple, en estos relatos cuyos rostros de ceniza y fuego se parecen demasiado a los nuestros reflejados en un espejo siniestro, cuyas imágenes se diluyen de modo simultáneo?

Chapple divaga sobre Jaloguin, se inmiscuye en esos espacios de maldades disfrazadas con máscaras de circunstancias, como si el juego de los niños estuviera predestinado a ir más allá de la ridícula pretensión de recibir unos caramelos, en una puerta que se cierra con la mueca oculta, expandida sin cesar tras su mascarada infantil.

Y qué obtusa forma de sobrevivir hay en Ceniza en los ojos de la guerra”, en esa patrulla condenada a una extinción mentirosa que intenta, con estertores agónicos, implantar la absurda convicción (quién lo sabe) de una raza superior, mientras el jefe militar ejerce el terror desde dentro de su grupo para domeñar a quienes deberán, más tarde, alcanzado el clímax de la decadencia, subyugar, bajo la égida indomable de la pureza aria, esa manera inequívoca de estrecharse una y otra vez con la desgracia indomable de la guerra. Entonces, Niemayer, el teniente, o Hans, Müller o Meynard son apenas los esperpentos de un campo de batalla en el que Grunwald, otro miembro simbólico del escuadrón, será ese cadáver ajusticiado por la insensatez del jefe frío e imperturbable, como el último aviso de la estupidez humana que los había convertido (a todos ellos, tal vez) en esclavos de esa convicción derivada en miseria, que clama por una sobrevivencia tan refractaria e imposible: allá, al final del túnel, los rostros de niños quemados, diluidos en las cenizas, en ese polvo inevitable de la extinción física, los sentencian con una mirada colectiva venida desde las dolidas e incognoscibles profundidades y que, paradójicamente, se esparcen en la corteza terrestre de la que esos guerreros consumidos en su premonitoria disolución, no podrán jamás salvarse.

En El rostro de ceniza y fuego, surge un relato que sobrelleva el peso titular de este libro inquietante, que se expande como una retahíla de sangre, sudor y lágrimas, por encima y debajo de las tinieblas que oscurecen la falsedad de existir. O, si se mira en ´términos concéntricos, puede que nada de ello sea falso, o la falsedad misma esta cimentada en esa presión ambiental y psíquica que establece el poder omnímodo, que se cree o se postula eterno y que, apenas despojado de sus tristes condecoraciones y medallas de ocasión, se descubre en su patética desnudez, con una simbiosis de ambiciones y apetitos primarios que terminan por destruir cualquier sueño de una mejor humanidad y acaba por degollar al mensajero de un mensaje enajenante: el Presidente de un país que puede ser cualquiera, (porque todos se parecen demasiado), es presa de su propia codicia y el verdugo un simple ejecutor de la hipotética justicia de los hombres y mujeres de un mundo ávido de poder, constreñido en sus límites infrahumanos, en sus vestigios de una sociedad alicaída y enferma, donde apenas caben las esperanzas tras unas bambalinas que aterrorizan. “Si mis viajes oníricos están en lo correcto, el resabio de esa sangre, mezclada con la propia, y derramada en tierra, tendrá que hacer el conjuro preciso, la invocación protectora correcta,” refiere el virtual asesino del sr. Presidente, y en esa exhortación subyace también su propia muerte y resurrección, la que probablemente haya creído soñar, en ese infernal tránsito de la vida hacia un deceso que ya no es solo del primer mandatario, sino la del propio protagonista y de una nación entera.

Es que los vericuetos de la prosa de Chapple dan pábulo para asociar diversos planos de la existencia humana y animal. De esa forma en Felis Catus despliega toda la fobia felina que el personaje niño-adulto “Arboleda” ha desarrollado desde su tierna o pavorosa infancia hasta desembocar en una obsesión atroz por un escueto minino, cuyas dotes de perversidad se conjugan con el pavor que emana desde el fondo del siquismo de Arboleda. Allá, en esa traslación ineludible que lo llevará a la tumba, se desprenden, con una fugacidad eterna, los ojos certeros del felino que lo escruta advirtiéndole su insano destino, un desenlace que sacude las vísceras de un lector desprevenido, pero que apunta al corazón mismo de este libro: lo imprevisible está allí, al lado de la narración, entre sus líneas angostas que se abren a una realidad fantasmagórica y cuyos secretos están insertos en una mente que pareciera enferma, o que sencillamente, no es más que el sumun reseñado al máximo del mundo contemporáneo.

En El juego eterno el autor despliega, probablemente, una de sus mejores narraciones. Entre el tenista glorioso, el número uno del planeta y un jugador del montón, que por esas casualidades que nunca son tales, surge como el otro finalista de un Gran Slam. He allí, que, en la secuencia excitante e inadvertida del relato, se va estructurando una confrontación de fuerzas que evidencian todo el desquiciamiento de la sociedad moderna: el aparataje de las comunicaciones centradas en la exaltación del triunfo, en la consolidación del ganador, en la incomunicación abismante de quienes somos parte de un divertimento asociado a la gran soledad humana, al perfil del derrotado, de los que son apenas peldaños en las escalas de los triunfadores. En fin, un cuento que nos saca de la quieta modorra de vivir porque sí, que nos lleva de la mano a contemplar sin ambages la sordidez de un inocente partido de tenis, de un cotejo interminable en que cada jugador, el mediocre y el triunfador per se, terminan en una pugna con visos de inmortalidad. Y la referencia de que “Algún místico señaló que en los ojos de ambos se podían ver turbulencias, mezcladas con semblantes que denotaban algo parecido a una malsana felicidad,” (sic) resume, (y también es probable), la esencia de un relato que se lee con una emotiva reflexión contenida.

Finalmente, Mortaja y el Hombre Apotropaico. El primero conjuga al adolescente abrumado por el paterno dominio castrador, que lo deriva a un tembloroso asaltante de automóviles en una bencinera donde trabaja como un sencillo bombero, queriendo sobreponerse a una existencia de frustraciones permanentes, de sueldos miserables y, sobre todo, de una autoestima inexistente. En tanto, el segundo cuento trasluce la obsesión rayana en la demencia por los objetos y rituales que percibe tras la apariencia ingenua de las cosas y los seres que lo asedian. Detrás de cada hecho, de cada acción, de cada decisión, por insignificante que parezca, campea el “maligno”, ese demonio inserto en la materia física, apoderada de ella hasta una “saturación insaciable” y que el personaje capta hasta en las nimiedades más increíbles. Por eso se encierra en su cuarto y se rodea de todo aquello que impida que Satán ingrese a su lugar, sólo que en la oscuridad final el rostro de aquél será el último espasmo de vida, aquél que no lo dejó nunca indemne de su presencia.

En definitiva, un libro estremecedor, perturbador, con una pluma de innegable talento y que se desplaza con una naturalidad inusitada por tramas que nos pueden ser agobiantes, pero que en su interioridad reflejan ni más ni menos que nuestras propias pesadillas, nuestros desasosiegos personales, nuestras dudas existenciales, y que, elevadas a una máxima concentración de personajes e historias consolidan a un autor pleno de sus atributos, dotado de un manejo lingüístico impecable puesto al servicio de lo narrado de un modo ejemplar.

Juan R. Chapple
Juan R. Chapple

Autor: Juan R. Chapple
Cuentos, editorial: Libros de la medianoche
155 páginas, 2024.