Por Felipe De la Parra Vial
El Theremín es un instrumento musical fantástico a los ojos del público. Su intérprete logra con sus manos voladoras generar música en el aire, controlando la frecuencia y la amplitud del sonido a un parlante. Los movimientos mágicos crean una melodía que invita a disfrutar e imaginar. Sin tocar una tecla, sin tocar una cuerda. Por ello, no pude evitar unir este instrumento asombroso al buen decir, a la escritura de Gabriela Aguilera Valdivia y su novela El Clan del Guanaco, editado por la editorial Asterión, que dirige la talentosa escritora Pía Barros.
Desde la primera página descubrí que había música en el aire en la novela de Aguilera. De la que se cantaba cuando el pueblo soñaba con el Gobierno Popular de Salvador Allende y del luctuoso pasar de la dictadura, escuchada en el contrapunto del dolor y del amor. De las canciones épicas de la Nueva Canción Chilena hasta de la Nueva Ola del twist y el rock en la memoria musical sesentera, en adelante.
Es inevitable sentir en el aire su Theremín para subir -una y otra vez- a la cordillera secreta donde habitan los hombres que viven de la caza de los guanacos y de aquellos arrieros como el padre de Patricio Manns y de mi amigo El Chalilo. La misma serranía de las veranadas y de los pasos secretos de los patriotas de la Independencia y de los clandestinos contra el régimen de Pinochet. La misma cordillera que sostiene a Chile para que no se precipite al mar. Su relato está urdido por los Andes, en cada una de sus 35 partes y en sus 170 capítulos.
Sin embargo, sus historias suceden en el llano, en el cotidiano de un pueblo llano. Aunque siempre, -en la narración- se filtra una ventisca fría que recorre al filo del cuchillo cordillerano.
De la Generación del 38 a la Generación del Golpe
Sorprendentemente, El Clan del Guanaco es una obra escrita en la Generación del 38 en pleno siglo XXI, donde se repiten las voces de los escritores de esos tiempos, en “una especie de soldado que acompaña a su pueblo con el arma bajo el brazo”, como lo señalara el escritor de la generación del 38, Luis Enrique Délano.
Gabriela podría ser perfectamente Nicomedes Guzmán. Aguilera podría ser Gonzalo Drago, o llamarse Andrés Sabella. Gabriela Aguilera tiene algo que no puede esconder de Francisco Coloane, alguna mirada de Volodia Teitelboim y del vuelo de los cóndores de Mariano Latorre. Inevitablemente, cruza las consejas del gran río de Edmundo De la Parra. Perfectamente.
No obstante, tiene voz propia, audible con el trueno de los Hawker Hunter bombardeando La Moneda, en la mudez de los toques de queda, con los detenidos desaparecidos, en el exilio y en la oscuridad del miedo. Es el día a día de la gente corriente de historias corrientes. Lejos de un panfleto, lejos de una escritura sesgada.
Sin embargo, El Clan del Guanaco es una obra escrita que podría conmemorar los 52 años del Golpe cívico-militar hoy en día.
Y es una obra que se escribió hace solo un par de horas atrás. Hace un lustro. Hace tiempo.
Su “Clan” tiene el “poder (de) un vigoroso sector de extracción media, originando una eclosión de fe popular… en un naturalismo constructivo en que se integran significativamente las capas sociales en descomposición y las fuerzas promisorias de los grupos en ascenso…” de “las clases desposeídas o grupos laborantes… esta verdadera épica social, como alguien señaló, produjo un ‘ansia apasionada de cambiar la vida nacional… de dar al obrero y al campesino… un sitio de dignidad’. Y así vemos el nacimiento de una literatura de mayor resonancia vital que no gira en torno al paisaje, sino al hombre comunitario», como describiera Hugo Montes a la Generación del 38, en su libro “Historia de la Literatura Chilena”.
Eso se podría decirse perfectamente para la obra de Gabriela, la Aguilera.
Su pueblo es el pueblo. Rescata el lenguaje cotidiano chileno sin temor y con excelencia de diccionario. Es irreverente y sus polleras muestran las piernas del feminismo de nuestros tiempos en una novela social. El patriarcado suda incesantemente y delata a los personajes masculinos. Es una novela que repite el destino de la Patria cuando mata a la Matria.
Es una historia de clases sin recursos pirotécnicos en un lenguaje directo, que se entrelazan en momentos paralelos. La pluma de la autora desnuda su condición de hábil albañil de escritura breve, de palabra exacta y justa. Su “tempo”, es una sierpe que se desplaza desde las primeras páginas hasta las últimas, en un devenir de cientos de momentos con muchos personajes, con familias que se cruzan en una obra coral. La vida sucede en mundos paralelos – ¡Cómo es la vida!- y todos terminan en nuestras mismas calles, en nuestras mismas ciudades, en nuestra Oblicua Provincia. Es una cantata de personajes corrientes.
Termino la lectura y me asaltan las rabias por el silencio de este libro. De su invisibilidad en la fronda literaria. Pregunto.
¿Qué voy a hacer contigo Aguilera Valdivia? ¿Dónde están las fiscalías, el ministerio público, que no persiguen a aquellos que no te leen? ¿Dónde están los ministerios que no apoyan económicamente a las Editoriales como Asterión? ¿Dónde están las y los bibliotecarios? ¿Dónde están las librerías que enmudecen para llenar sus vitrinas con obras para los jóvenes como El Clan del Guanaco?
Propongo. Hay que formar un Clan y un Plan para fomentar la lectura de la novela chilena y destacar a nuestras autoras y autores. Hay muchas Gabrielas y Gabrieles talentosos en la trastienda de la creación.
Propongo. Partir el año con el sueño de volver a lanzar de nuevo los libros en todo Chile, para que tengan una nueva oportunidad de leerse en voz alta en los territorios, en los espacios públicos e institucionales.
Así, Chile podría dejar de subirse al Tren de Aragua a cambio de subirse a la cordillera a leer libros junto al Clan del Guanaco. Solo hay que decir y hacer un Decreto con fuerza de Ley para escuchar el Theremín de cada libro, como el de Gabriela Aguilera.
Un comentario de Toño Freire: “En 1972 el Festival de Viña casi no se realiza por falta de dinero y…