-Una relectura imprescindible-
Fedor Dostoievski
Novela, Terramar Ediciones 2007, 152 págs.

Hay otra circunstancia que me atormentaba sin cesar. No me parecía a nadie y nadie se parecía a mí. “Soy único, mientras ellos son todos,” me decía. Y al punto empezaba a reflexionar.
-Dostoievski-

Por Juan Mihovilovich

Releer a Dostoievski resulta un imperativo ineludible, no sólo por su vastedad literaria, lo que de por sí constituye un universo narrativo peculiar, sino porque sus alcances sicológicos descritos hacen un par de siglos siguen tan vigentes como ayer y, con seguridad, seguiremos revisando sus textos siempre nuevos, acuciantes y exigentes con la época que nos ha tocado vivir, como si la humanidad repitiera incesante lo que Dostoievski ha logrado discernir más allá del tiempo y del espacio.

Sus “Memorias del subsuelo,” no son sino un antecedente más de ese reducto expresivo desde el cual este autor memorable ha diseñado su visión de mundo, a partir de vivencias que nos parecen de insólita ocurrencia, pero que sin duda nos remiten a involucrarnos en los demonios internos que asolaron su vida. Y que, querámoslo o no, se extrapolan a los demás, a quienes contribuyen a forjarlo y describirlo.

Acá coexisten un par de historias entrecruzadas, que apenas son un hecho anecdótico, porque, así como el personaje central se esmera en ser reconocido por sus ex compañeros de estudios que, con o sin razón, lo desdeñan y se burlan de su ostensible miseria material, así también éste acude a desentrañar las debilidades de aquellos: no son para él más que esperpentos dominados por las ansias del poder, del dinero, de los formulismos vacuos, las estructuras jerárquicas y las avideces de la carne, entre otras múltiples variables.

Su dolor íntimo, la agudeza de sus reflexiones, sus monólogos lacerantes, no hacen sino mostrarnos una naturaleza que todos reconocemos en ese lado oculto de nuestras existencias: la envidia, el resentimiento, la vanidad, la ambición, la exacerbación de un ego superlativo, en suma, los defectos inherentes a un ser humano mediatizado por sus deseos, por esa voluntad que Dostoievski considera el mal necesario, el leit motiv de las desdichas del individuo de su tiempo y, por qué no decirlo con propiedad, del que hoy nos corresponde vivir a nuestro pesar.

Más allá entonces, de esa trinchera histriónica, de esas diatribas insistentes con que desmenuza a sus “eventuales amigos” –o enemigos según la perspectiva analítica- subyace esa necesidad de sentirse despojado de una realidad que, no sólo detesta por su falsedad permanente, sino por su propia incapacidad para superarla.

De ahí que se escude en elaborar un discurso plagado de imágenes que, siendo presas de su subjetivismo, alcanzan a desnudar el circulo asfixiante de aquellos que observa con la pulcritud de un entomólogo o de un cirujano enfermo, que padece de las mismas lacras, de idénticos vicios de quienes menosprecia.

Es en este panorama sombrío, de ese lado más recóndito de la naturaleza humana, desde el cual Dostoievski se esmera en sacar a relucir sus peores problemas internos. No es más que un individuo perdido en sus dilemas más apremiantes. Y, sin embargo, como en otras de sus vitales creaciones, existe a menudo un espacio mínimo para que el bien venza, así sea esporádicamente, o al menos, surja como una tabla de salvación que lo saque de la ciénaga mental en que se encuentra.

De ahí que la aparición de Lisa, una jovencita de veinte años que sobrevive en un burdel al que sus supuestos camaradas han concurrido y del cual se han retirado, aparece como el sumun del desamparo y la bondad natural, como el ángel terreno que con su solo silencio pareciera sacarlo del averno en que se encuentra. Pero claro, sus fantasmas se entrecruzan y tiende a rechazarla y atraerla en un juego nefasto, oprobioso y a ratos, sado masoquista.

Sus dilemas atroces le permiten ver más allá de la contingencia, por encima de las apariencias a todas luces engañosas, de ahí que desnude intelectualmente a la muchacha, que la desmenuce en sus orígenes, en su historia personal, en las vicisitudes familiares y que, finalmente, realce su retrato a límites que sobrepasan los estrictamente físicos.

Sólo que esa efímera tabla de salvación no será más que una esperanza fugaz con la que circunstancialmente recupera sus ansias de vivir y ser lo que nunca ha sido: un ser humano esmerado en desentrañar los señuelos espirituales que lo atormentan y que pueden, posiblemente, sacarlo un día del cadalso.

Pero claro, ese vigor intelectual, esa desidia por los “seres comunes, mediocres y falsos”, esos amigos accidentales que repudia y que le son como un alimento necesario que luego vomitará, en fin, ese dolor profundo que lo deja sumido en su “subsuelo” tiende, inexorablemente, a la derrota, a caer una y otra vez al pozo de sus desvaríos.

Dostoievski sigue siendo imprescindible en este crítico presente.

Su relectura nos vuelve a enfrentar con aquella parte sombría de nuestras personalidades. Ese lado oscuro que, por desgracia, determina gran parte de la conflictuada realidad y que creemos que únicamente existe cuando un hecho desgarrador nos saca de nuestra cómoda zona de un confort mentiroso y desdeñable.

Juan Mihovilovich