Por José Miguel Neira Cisternas

Entre los silentes pareciera imperar el consenso, la sabiduría, la prudencia ante los riesgos o, y por qué no, el oportunismo; acechando para situarse no del lado de la razón sino de los vencedores. El proceso venezolano, con los aciertos iniciales del período chavista y la suma de errores y escollos casi insuperables a partir del gobierno de Nicolás Maduro, está presente en nuestros debates desde el momento en que surgió como una alternativa a la corrupción que, tras la caída de Pérez Jiménez, imperó en las alternancias gubernativas de adecos y copeyanos. Sin el hastío popular, que se manifestó en protestas y la famosa asonada que conocemos como el caracazo, la figura de un militar rebelde y golpista como Hugo Chávez no habría surgido como la esperanza presidencial de ese pueblo necesitado de justicia social.

Más allá de los anatemas que señalara la prensa adicta a las orientaciones del imperio, Chávez, un genuino líder popular -no un populista- sin militancia partidaria, pero con simpatías hacia un socialismo clásico y fuertemente influido en su opción latinoamericanista por la figura del Libertador -como la inmensa mayoría de los miembros de las fuerzas armadas venezolanas-, acuñó para su proyecto gubernativo el calificativo de socialismo bolivariano, es decir un proyecto transformador con perspectiva unitaria y continental, claramente anti capitalista y antiimperialista. Aquello despertó el entusiasmo en las izquierdas de nuestros países y también entre declarados nacionalistas; esos que entienden que para serlo de veras hay que primero ser convencidos antiimperialistas. 

«Solo en los libros, las revoluciones avanzan como por cómodas autopistas» opinó alguna vez el General Omar Torrijos, y ello explica opciones que traen rupturas, disensos, contradicciones y también, lo que los vencedores califican como traiciones –«el triunfo siempre exime, la derrota jamás»– dijo Maquiavelo, reforzando aquella antigua convicción de que la historia la escriben -acorde a su propio acomodo- los vencedores. 

 Si poseyéramos el don de la adivinación, tal vez, en los años ochenta deberíamos haber prestado más atención a las razones de aquel largo, desgastante e infructuoso alzamiento de Edén Pastora contra el gobierno revolucionario de Nicaragua, antes de que fuera financiado y deslegitimado a partir de los recursos provenientes del caso Irán-contras. Pastora se levantaba en armas desde territorio hondureño en contra del mismo gobierno sandinista, que con su apoyo derribara en 1979 al dictador Anastasio Somoza tras una larga y heroica lucha guerrillera. Entonces, los hermanos Ortega eran los comandantes admirados que velaban de manera unitaria por la construcción democrática de un país con triste pasado de república bananera. Hoy, Daniel Ortega, aliado al empresariado local, es quien decide a qué opositor le reconoce méritos para ser su oponente como candidato presidencial; es decir, el gobierno autoritario y ya no revolucionario decide a quién se tolera -oficialmente- como opositor, mientras impide la oposición de izquierda y persigue de manera implacable a ex compañeros de lucha, forzando a muchos como Sergio Ramírez al exilio, o generando que uno de los artistas más queridos, genuino representante de la Teología de la Liberación y primer Ministro de Cultura de la junta nicaragüense, el sacerdote Ernesto Cardenal, le repudiara públicamente antes de morir.

En ese mismo contexto autoritario, Gioconda Belli, gran escritora que en los años duros de la represión somocista apoyó la lucha clandestina y ayudó a esconder a dirigentes sandinistas -incluido Ortega-, fue acusada de traición; de actuar en favor del imperialismo norteamericano, es decir, descalificada y perseguida, simplemente por manifestar críticas a la forma antidemocrática de ejercer el gobierno por parte de Ortega y su esposa. 

Retrocediendo en el tiempo hasta los convulsionados días en que culminaba la gran guerra, Rosa Luxemburgo, una revolucionaria consecuente de alto nivel intelectual y precursora del feminismo como un componente libertario de la igualdad, fue capaz, por sobre el entusiasmo generalizado de los trabajadores y explotados del mundo, de avizorar el carácter burocrático y autoritario que comenzaba a exhibir el recién instalado gobierno bolchevique, aún pendiente en su consolidación, para la cual debía enfrentar el desgastante desafío de la guerra civil. 

Rosa Luxemburgo, una verdadera internacionalista y la figura intelectual más descollante al interior del Partido Socialdemócrata alemán, aunque no observaba posibilidades de adecuada conducción en el turbulento e incierto escenario de posguerra, optó por apoyar el intento revolucionario de la izquierda alemana para instalar una república de Consejos Obreros y cayó asesinada a manos de los grupos armados de la socialdemocracia apoyados por las fuerzas militares regulares finalizando 1919, antes de que se proclamara la Unión Soviética. Sus iniciales, y para muchos anticipadas o desestimadas críticas a la revolución rusa, se convirtieron, sin embargo, en una pavorosa realidad a partir del control estalinista de aquel proceso. Desde entonces, el desprestigio de las ideas revolucionarias del socialismo le ha caído argumentalmente como un maná a los reaccionarios del mundo entero, y nos han acompañado a lo largo de un siglo, debido a la reproducción de formas dictatoriales en nombre de un proletariado desprovisto de participación democrática o, como en tantos países de América, Asia o África, muchas veces inexistente.  

 El socialismo bolivariano, como proyecto para este nuevo siglo, no puede ni debe desentenderse de las malas experiencias del siglo precedente. En base a las de contexto continental, este proyecto debería cautelar como un tesoro, el mayor y más estrecho contacto con su entorno latinoamericano, fortaleciendo la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, CELAC, a objeto de evitar o aminorar una repetición de aquel bloqueo que, sin dificultad, pudo imponer Estados Unidos a Cuba hace sesenta y dos años. La CELAC, ese formidable instrumento de cooperación e intercambio que agrupa a veintisiete Estados y fundamental herencia de Hugo Chávez se desmorona ante nuestros ojos a partir de la incontinencia verbal, los insultos y calificativos de fascista o proimperialista a cualquiera que haga presente alguna discrepancia con el proceder de Maduro. Tengámoslo presente, dicha conducta, reiterativa por parte del Jefe de Estado venezolano y de sus más cercanos, erosiona aquel esfuerzo unitario, ofende, no suma, pero sí divide y, sin necesidad de muchos esfuerzos de parte de la política exterior del gobierno norteamericano, profundiza el aislamiento venezolano de un entorno latinoamericano inmediato y necesario.

Algunos partidarios de Maduro, al interior de nuestras variopintas izquierdas, parecen restarle valor al cuidado de las buenas relaciones interamericanas (lo que vuelve bastante feble o dudoso su bolivarianismo) al apostar al acercamiento con Rusia y China como principal soporte para la estabilidad del régimen venezolano, como si el solo hecho de que sean Estados rivales de los Estados Unidos en competencia por la hegemonía mundial, fuera garantía suficiente, pero ¿de qué?

Algunos nostálgicos de la Unión Soviética, prisioneros de los Vaticanos ideológicos de un pasado reciente, parecen no haber percibido que aquella de desmoronó cual castillo de naipes, como consecuencia de una glasnost y una perestroika que les enfrentaba de manera crítica y realista a un cúmulo de deficiencias hasta entonces ocultadas, demostración de que lo que sobrevivía -hasta comienzos de los años noventa-, era una sociedad despolitizada por el miedo o la desesperanza. De allí que, sin grandes tropiezos, los administradores de la traición pudieran abandonar aquella forma degenerada de socialismo (en realidad un capitalismo de Estado), para dar paso al imperio del libre mercado y que, gran parte de las garantías de asistencialidad social del antiguo régimen soviético, hoy sean tan privadas como en la Inglaterra de Thatcher o en nuestro Chile neoliberal. Respecto del capitalismo de Estado predominante en China, recordemos que este modelo se caracteriza desde hace medio siglo por su alto pragmatismo en lo que a relaciones internacionales se refiere. Así se explica cómo por recomendación de los padrinos norteamericanos de nuestro golpe militar -Nixon y Kissinger-, la dictadura militar-empresarial chilena no rompió relaciones diplomáticas ni económicas con la República Popular China.

La realidad presente, que demuestra un desinterés del gobierno venezolano por su entorno latinoamericano o la opción de sacrificarlo, resulta una decisión que nada tiene de bolivariana. El gran Simón Bolívar anticipó, mediante el Congreso Anfictiónico de Panamá hace dos siglos, la necesidad de generar los Estados Unidos de la América del Sur, como forma unitaria de cooperación y defensa ante la emergencia peligrosa de los Estados Unidos del norte. Garantizar la perdurabilidad del régimen de Maduro a costa de entrar al BRICS en solitario, equivale a someterse a los intereses voraces de otros poderosos imperios. En este sentido lo que señala Atilio Borón no es novedoso, pero sí muy claro: Venezuela no sería interesante para Estados Unidos, para Rusia o para China, si no fuera por sus reservas de petróleo. Luego, si Maduro presenta a China como un aliado, es simplemente porque con el gigante asiático se ha generado una deuda superior a los 25.000 millones de dólares; por tanto, la presencia de las empresas chinas allí obedece a una forma de asegurarse el pago de dicha deuda, garantizando de paso los suministros del preciado mineral líquido.

Como resultado de esta situación, y ante la amenaza real o ficticia de intervención directa del imperialismo norteamericano, el gobierno venezolano se verá obligado a sostener como medida preventiva un alto gasto militar, lo que equivale a hacer de las fuerzas armadas el principal sostén de su permanencia en el poder; otro triste ejemplo de militarización de la política, un resabio que nos indica que las características de la guerra fría continúan presentes, mientras el socialismo, como expresión de una república democrática de trabajadores, continúa postergado o mantenido en la categoría de una hermosa pero muy lejana utopía.

Así, resulta lamentable que la reproducción de la intolerancia y la consiguiente falta de diálogo, hagan de aquello que fue una bella esperanza otro caso de Estado policíaco, forma esencial del Estado liberal burgués, y que ello redunde en beneficio del fortalecimiento argumentativo de las fuerzas más retardatarias, mientras nosotros nos dividimos entre partidarios o críticos de algo que, teniendo como soporte ideológico al socialismo, deberían ser capaces de superar ellos mismos atendiendo a las contradicciones existentes al interior de su país. La vieja sentencia continúa reproduciéndose: el poder corrompe.

Hoy nadie lee a Stalin, salvo para denunciarlo o juzgarlo duramente; en cambio, los que aspiran a pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad, los que identificamos socialismo con una verdadera democracia para las mayorías, aquellas que construyen con su trabajo e ingenio las riquezas, continuamos leyendo a Rosa Luxemburgo, que señaló que la libertad es siempre el reconocimiento de los derechos del contrario. Por su parte Hanna Arendt, gran librepensadora y estudiosa de Marx, Jaspers, Husserl y Luxemburgo nos dice que:

“La comprensión no significa negar la atrocidad, deducir de precedentes donde no hay o explicar fenómenos por analogías y generalidades… Significa, más bien, examinar y soportar conscientemente la carga que los acontecimientos han colocado sobre nosotros”.

Un gran abrazo e invitación a la reflexión.