Por Jaime Muñoz Vargas
Tremendo sentido del ritmo cuentístico, de la administración de detalles, del flujo zigzagueante de la descripción, la narración y el diálogo. Humor en la pintura física y psicológica de los personajes y elección perfecta de las peripecias. Hábil sostenimiento de la tirantez que requiere el suspenso, suministro preciso de guiños históricos y políticos, eficacia en el punch conclusivo de las historias. Estilo alusivo, no explícito, al referirse a la situación de Chile en los horribles tiempos de la opresión dictatorial y la cacería de refractarios, es decir, dominio en el arte de bordear lo político-social sin incurrir en la prédica ideológica. Las anteriores son algunas de las malicias literarias de Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956, en adelante DMV), autor de cuentos de pecho ancho, amplios y a la vez apretados, rotundos, sin cascajo.
Parecen demasiadas virtudes juntas, pero las tiene y las exhibe sin escatimar destreza en Foto de portada y otros cuentos (Zuramérica, Santiago de Chile, 2020, 159 pp.), libro que en 2003 apareció con el título Déjalo ser (FCE, colección Tierra Firme, 165 pp.) y desde hace poco, en busca de nuevos lectores, reanudó su andadura editorial. Es, claro, el mismo libro, sólo que con otra portada, otro título, otro ordenamiento de los cuentos, un oportuno prólogo de Rodrigo Barra Villalón y algunos retoques sólo detectables, creo, con un cotejo de ambas ediciones. El único asegún que le pondría a esta nueva salida es el reacomodo de las historias, pero esto es prácticamente nada frente al dechado de libro de cuentos que Zuramérica puso en recirculación durante el año de la pandemia. La mayoría de los cuentos son para mí, sin discusión, modelos del género tal y como podemos entenderlo si lo asumimos con rigor, como arquitectura gobernada con los ojos abiertos y no como mero chorreo de lirismo o acumulación deshuesada de situaciones. Al menos en su costado de narrador realista, siento que hay un aire de Ribeyro en el chileno que aquí me ocupa.
Hijo de los escritores Diego Muñoz y Inés Valenzuela, DMV es autor de más de veinte libros; entre otros, de Nada ha terminado, Ángeles y verdugos, De monstruos y bellezas, Las nuevas hadas, Microsauri, El tiempo del ogro, Todo el amor en sus ojos, Ojos de metal, Entrenieblas, El mundo de Enid. Además, ha sido incluido en más de cien antologías de relatos en Chile, España, Bulgaria, Rusia, Ecuador, Argentina, México, Colombia, Italia, Islandia, Canadá, Croacia, Estados Unidos y otros países. Cuentos suyos han sido traducidos al croata (incluido el volumen Lugares secretos, en 2009), francés, italiano, ruso, islandés y mapuche; su novela Flores para un cyborg fue publicada en España (2008), Italia (2013) y Croacia (2014). Ha obtenido numerosos reconocimientos, participado en decenas de congresos, encuentros y ferias del libro, y trabajado como ingeniero (carrera que estudió), profesor universitario, coordinador de talleres, antologador y promotor cultural. Es presidente de la corporación Letras de Chile.
Haré una revista en caída libre de cada cuento, pero antes quiero subrayar dos o tres líneas generales, rasgos que atraviesan todas o casi todas las piezas. Primero, que ocho de las diez pueden quedar arracimadas en un haz, lo que da unidad al libro. Siento que dos de ellas, por razones que señalaré en su turno, escapan por su tema de la orientación mayoritaria. Segundo, que en el conjunto de ocho que he mencionado destaca el uso del recuerdo como dinamo de los relatos; los protagonistas viven en un presente que con alguna facilidad podemos ubicar en los noventa y desde allí se remontan a retrospecciones setenteras. Este racconto permite saber que en casi todos los casos, por no decir que en todos, se evoca una juventud inmersa en la tensión que provocaba su apetito de libertad intelectual y sexual puesto en contraste con los usos y costumbres de la satrapía atornillada al poder desde septiembre de 1973. Tercero, y esto se liga a otra estrategia de DMV: que carga la tinta de su interés en las experiencias de los personajes, los retrata en su vitalidad, en sus excesos, en su voracidad cultural, en su desorientación, en sus bromas, en sus titubeos, en su inmadurez y sus arrebatadas preocupaciones por el mundo inmediato que les cupo en (mala) suerte, y deja como fondo, con sutileza y precisión para no resbalar hacia el precipicio del panfletarismo, las alusiones a la tiranía. Según recuerdo —digo esto como ejemplo—, una sola vez se menciona el apellido del Déspota, pero uno como lector entiende que la mancha venenosa de su “gobierno”, por llamarle de algún modo, permeaba todo el luengo país las 24 horas de aquellos días aciagos. Recorro ahora sí cada uno de los cuentos.
“Foto de portada” es un relato político genial. Sabemos que se ubica en el 77 por la mención al acto del cerro de Chacarillas (en el que participó, por cierto, Nelson Sanhueza, futbolista que pasó por varios equipos mexicanos), y cuenta una revuelta estudiantil en la Universidad de Chile. El personaje narrador, Arancibia, un estudiante de ingeniería que casi podemos considerar alter ego del autor, recuerda, a partir de una foto de portada de El Mercurio, al Guatón (esto en Chile significa “barrigón”, “panzón”, “tripón”) Alvarado y a Vicente, dos jóvenes que se destacaron contra los carabineros en un encontronazo universitario. El relato describe el horror represivo y el coraje de los estudiantes que reclamaban otro estado de cosas para el país apuñalado por el generalote, sus esbirros y sus “sapos” (espías). Es un cuento con todos los atributos del género, además de cinematográficamente vertiginoso.
Relato que rompe un poco con la tesitura de las ocho piezas que mencioné como afines, “Apuntes para una historia siniestra” es una especie de utopía despiadada, o más bien de antiutopía. Cierto tipo adicto al dinero hace negocio con una anciana millonaria: produce para ella una pomada hecha de grasa humana. La sustancia es capaz de abolir las arrugas y por ello alargar al menos la apariencia juvenil. El protagonista, Matías de nombre, se vincula con un químico corrupto para fabricar en serio y en serie la grasa milagrosa derivada de cadáveres humanos. El texto es una especie de parábola de la ambición, de la voracidad empresarial como aplanadora de cualquier prurito ético, nada muy lejano de la mentalidad neoliberal puesta en boga durante los ochenta.
En “Déjalo ser” DMV sabe mostrar/esconder la información necesaria para que el relato mantenga in crescendo el interés, el aura de amenaza que apetecía Carver para los buenos cuentos. Ramsey, el protagonista, es un excelente asesor empresarial, una “estrella de la consultoría”. El cuento es narrado por un compañero de trabajo, quien reconoce su profesionalismo y su éxito. Un día Ramsey pasa de ser alegre a tristón, cuando ya no puede más con un sentimiento oprimente relacionado sin duda con su condición (algunos le llaman “preferencia”) sexual. Se lo revela al narrador. Ramsey desaparece y uno siente que las alusiones a la canción de Los Beatles, que da título al cuento, tienen profunda validez. Humor, sentido de la realidad, conocimiento del interior humano, malicia en la disposición de las peripecias: todas las virtudes de DMV en un relato.
“Ojos un poco perdidos” narra el encuentro de Monique y Leo. Beben bitters y recuerdan su ya larga amistad. En el fondo está la dictadura, el negror del terrorismo de Estado que deja márgenes muy estrechos para ejercer una felicidad algo desesperada. Leo apetece desde siempre a su amiga, está obsesionado con sus tetas. Dialogan, recuerdan, pero lo que avanza debajo de la conversación es el acercamiento sexual luego de una larga postergación. Saben que lo resultante de un encuentro es la infelicidad, el dolor. Ambos están como marcados por la urgencia y la anticipada derrota de la alegría. Aquí como en la mayoría de los cuentos hay leves referencias al momento en el que viven los personajes: el trasfondo es, ya lo dije. la dictadura, y los personajes son jóvenes que se mueven entre el instinto y la racionalidad, y saben que tienen poco margen de maniobra para disfrutar de sus vidas, del erotismo y el arte, que son casi clandestinos en ese marco social.
Más que triste, tristísimo es el cuento “Mirando los pollitos”, aunque no deja de estar impregnado del humor a veces acre de DMV. Cárdenas es un oficinista de provincia instalado a pujidos en la capital chilena. Casado y con dos hijos pequeños, con sacrificios levantó una casa que, precaria y todo, es un reino si nos atenemos a sus expectativas de origen. Un día lo echan del trabajo y con la liquidación sobrevive algunos meses si decir a su esposa que ha sido centrifugado. Deambula por la ciudad y busca sin fruto un nuevo empleo. Está ya casi al borde del cataclismo, aletargado en un parque, cuando aparece un tipo embutido en una botarga, el animador publicitario del pollo Roky, “el mejor de todo el Pacífico Sur”, quien lo convida a disfrazarse; con este empleo ínfimo y tragándose la sensación de ridículo, Cárdenas logra salir un poco del infierno de las deudas. Cierto día lo invitan a animar como botarga en una fiesta, y ese hecho detona una novedad. Es un cuentazo armado, como otros de DMV, in extremas res, de modo que desde el comienzo de la historia ya estamos instalados en el desastre del personaje.
“Yesterday” es otro gran cuento. Emilio, un joven estudiante de ingeniería y militante clandestino, se enamora de una mujer seis años mayor que él, Isabel. Tienen encuentros fugaces, no asientan nada firme, pero cada vez que se ven estalla el deseo. Esta historia revela lo destructivo de la rutina en pareja y lo feliz que puede ser el ser humano en los encuentros no burocratizados. La historia se ubica en el Chile del 76, así que allí campean los toques de queda, la persecución y el pavor a la degollina convertida en política pública. En medio de eso se tenía que colar la vida, el sexo, la aventura, como lo saben los protagonistas.
Luego viene “Vientos de cambio”, pero no lo juzgo el cuento más eficaz. Está escrito en clave de parábola. Un tipo anodino, de rostro convencional, quien representa a la sociedad chilena agraviada, sale a manejar y padece abusos. Trae un auto con el que inicia su desquite. El principal, atentar contra el general Lareen y comenzar allí el cambio: no permitirá más abusos contra la libertad de circulación. Parece qué tal es el símbolo encerrado en esta extraña historia.
“Adagio para un reencuentro”. Tremendo relato. Trata sobre el reencuentro imposible en San Francisco, California, con el padre muerto y también acosado por opositores políticos; la historia se mueve en una franja de realidad-irrealidad (más, claro, en la segunda que en la primera) en la que se da el recuento de lo compartido entre padre e hijo, un diálogo en el que reviven, entre otros asuntos comunes para los dos, “huelgas obreras y esperanzas fallidas”. Es un gran cuento fantástico, urdido con el fondo del “Adagio de Barber”. No sé dónde la leyó, pero esta es una pieza narrativa venerada por mi amigo Daniel Lomas, escritor, y lo entiendo y adhiero a su admiración.
Un cuento que no empata con el tema y el tono con los anteriores es “El día en que todo se detuvo”. Plantea la sorpresa de llegar a un día en el que amanece y no funciona ningún aparato. Nada explica el fenómeno. Esta especie de distopía se ubica en la casa de Alberto, su esposa y sus hijos pequeños. Entre sorprendidos y resignados, ven que nada echa a andar. Los teléfonos no funcionan, los autos no encienden, todo ha quedado sin energía. Tratan de llegar a la escuela y la oficina, pero no hay transporte. Sin tragedia aparente, se resignan todos a seguir una vida más serena y vinculada a la naturaleza. Este cuento desconcierta un poco en el conjunto, se siente algo edificante, con una moraleja acaso no muy soterrada, lo que podría ser juzgado como lunar en un grupo de cuentos sin tal rasgo.
Por último, “Después de treinta años” cuenta la historia de un reencuentro de amigos cincuentones. Es de mis textos favoritos en el menú. Fueron adolescentes en el periodo del Golpe que, obvio, también les cagó la vida. El narrador-testigo (Diego Núñez, escritor, alter ego menos disimulado del autor) describe el caso de Lucho, quien se fue a España y está de paso por Chile luego de treinta años. Es la época de las fiestas navideñas. Rememoran andanzas, “la diáspora” tras el ataque a La Moneda, sucesos relacionados con la represión, amigos muertos (Héctor). Es un cuento ejemplar, pues debajo de su humor asordinado —el retrato de los personajes es impecable— se desliza como pesadilla el recuerdo de la dictadura y su contracara: el heroísmo. Este es, como observé hace algunos párrafos, el único que menciona por su apellido al tiranosaurio de Valparaíso.
En el prólogo, Rodrigo Barra tiene razón a comentar que como editores se preguntaron si era pertinente “volver a publicar el libro, pensando que tal vez sería extemporáneo y no se ajustaría a los nuevos tiempos. ‘Ha corrido mucha agua bajo el puente desde que Déjalo ser vio la luz’ —nos dijimos”. Me da gusto que Zuramérica haya consumado, ahora con otro título, esta reedición precisamente por ser, o al menos parecer, un libro extemporáneo. Con él, los jóvenes lectores, sobre todo ellos, podrán asomarse a un mundo que en efecto comparten, el de la inquietud sexual, cultural, académica, pero también a otra realidad lamentablemente desplazada hoy por la potencia de la banalidad digital que ha hecho del compromiso político un bochorno como no lo fue, como no podía serlo, para la juventud que nos mira desde las páginas de Foto de portada y otros cuentos de factura compacta y sin detalles librados al azar.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.