Por Antonio Rojas Gómez

Esta novela resucita un caso emblemático de la historia judicial y policial chilena. Se trata del primer homicidio cometido en el país contra un representante del Poder Judicial, que gozaba de reputación por ser un funcionario estricto, a la vez que humano, en el cumplimiento de su deber. El juez Ramón Araya era dueño de la simpatía y el cariño de la gente de Quillota, donde se desempeñaba. Por eso, cuando fue ultimado de una puñalada, a pocos pasos de su casa, el 20 de mayo de 1911, el pueblo se alzó en un grito conmovido, pidiendo el castigo más duro para el autor del atentado. Era este un personaje rufianesco, de la peor calaña, con abundante registro delictivo, que actuó a plena luz del día, a vista y paciencia de numerosos transeúntes que a esa hora transitaban por el centro quillotano. Por lo mismo, no fue difícil echarle el guante esa misma noche. Pero sucede que el homicida, de nombre Alfredo Brito, no actuó por iniciativa propia, sino encomendado por terceros, lo que convierte al caso, también, en el primer asesinato por encargo, o sicariato, que registra la policía nacional.

Ivo Herrera Ávila es un novelista y dramaturgo, con tres libros publicados, licenciado en Artes con mención en actuación teatral por la Universidad de Chile. Es, además, quillotano. Realizó un acucioso trabajo de investigación para escribir este libro, en que mezcla, de manera inteligente y adecuada, la historia real, en la que participaron conspicuos representantes de la sociedad de Quillota, con la ficción, que corre por cuenta básicamente de dos personajes: un asesor policial que fue convocado desde Santiago para activar la investigación, y una señorita que vive en una casona del otro lado de la vía férrea, donde quedaba el “barrio rojo” del pueblo. Sin embargo, esa señorita, de nombre Antonia, no ejerce la prostitución; es la hija natural de un hacendado rico que paga por su manutención a la propietaria del burdel. Bueno, ahí tenemos, de partida, una de las realidades nacionales de fines del siglo XIX y principios del XX, que hoy, cien años después, nosotros no conocemos. Y hay otras, varias más que van surgiendo sin alardes, tranquilamente, en el momento preciso en que la historia hace necesario que las conozcamos.

La prosa de Herrera Ávila, que pudo ser más trabajada, no presenta ripios gruesos, sin embargo, y se lee con rapidez. Cumple la función informativa, aunque pudo enriquecerla un buen trabajo del editor que le faltó a la novela. Pero ya volveremos sobre ese punto. Lo interesante, y verdaderamente valioso, es la trama de la historia y la forma en que Ivo Herrera la maneja, entregando datos precisos. Y dejando entrever lo no dicho, hábilmente sugerido gracias al diseño que le dio al investigador santiaguino y a la señorita Antonia, que se transforman en los personajes más trascendentes del relato, aun cuando son los únicos que no provienen del suceso real.

“El asesinato del juez Araya” se inscribe en los cánones de la novela negra, y se destaca de entre la profusa cantidad de libros que abordan dicha temática, porque nos presenta un caso que ocurrió en nuestra realidad nacional, exactamente un siglo atrás, cuando el país emergía de la Guerra Civil del 91, que enfrentó a partidarios y detractores del presidente José Manuel Balmaceda. Un caso con todas las características para visualizar la vida de aquel tiempo. Y al permitirnos ver cómo éramos los chilenos entonces, nos resulta fácil distinguir las semejanzas y diferencias con los que somos hoy. Una historia muy entretenida, dinámica, que posee las condiciones para entusiasmar a los lectores. Podría haberse transformado en la mejor novela negra chilena del último tiempo, pero flaquea en las exigencias mínimas que un buen lector puede y debe hacerle a un libro.

Faltó una revisión acuciosa del original, responsabilidad más bien del editor que del autor. Encontramos errores gruesos, como por ejemplo que al asistente policial y personaje protagónico, que viaja de Santiago a colaborar con la investigación, se le cambia el nombre en las páginas finales, de José a Luis.

Hay también un problema con el uso del gerundio. No es la forma verbal más amigable con el relato. En la pág. 172 leemos: “Se levanta del banco tomando sus cosas y se suma a la fila de compradores de boletos a Santiago. Su mente queda en blanco, observando los hombros de la chaqueta del hombre ubicado antes que él en la fila. Se escucha el sonido de un tren llegando a la estación. Echeverri levanta los ojos al vacío y después mira hacia la calle torciendo el cuello”. Hizo falta editar este párrafo, ¿no les parece? Y muchos otros.

A pesar de eso, es un libro que se deja leer, que entusiasma, incluso, y que permite augurar al autor, con un buen trabajo profesional mediante, novelas futuras de excelente calidad.

Ivo Herrera Ávila, novela
Editorial El lugar de las palabras, 235 páginas.