Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires, Argentina, el 28 de septiembre de 1947. Es escritor, editor y antólogo. A inicios de la década de 1970 empezó a publicar en la revista española Nueva Dimensión y en diversos fanzines españoles de la época como Kandama, Tránsito y Máser. En 1982, mientras era parte del equipo de la revista El Péndulo, dio impulso al movimiento que fundaría el Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía. Al año siguiente creó y dirigió el fanzine Sinergia. Durante 1984 fue director editorial de la revista Parsec. Cuando Marcial Souto relanzó la revista Minotauro vio publicadas varias de sus ficciones como «Islas», «En el depósito» y «Carteles». Esto sería el preludio a su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, que Ediciones Minotauro publicó en 1985. En 1995 su relato «Náufrago de sí mismo», fue seleccionado por Pablo Capanna para la antología El cuento argentino de ciencia ficción, de Editorial Nuevo Siglo. Pocos años después su novela El juego del tiempo quedó finalista del Premio Minotauro, aunque en su momento no fue publicada por temas de política editorial y recién vio la luz en 2018, publicada por la editorial mexicana PuertAbierta. En noviembre de 2009 se publicó su segundo libro de cuentos, Espejos en fuga y en 2011 el tercero Vuelos. En 2017 ganó el premio literario de La máquina que hace Ping!, una editorial con sede en Castellón, España. La obra, Avatares de un escarabajo pelotero, fue publicada ese mismo año. Poco después, la editorial chilena Contracorriente publicó la novela Otro camino (que fuera finalista del premio U.P.C.) y en 2018 aparecieron dos nuevos libros de ficción: La quinta fase de la Luna, cuentos, La máquina que hace Ping! y la ya citada novela El juego del tiempo. En 2019 lanzó una nueva edición de su primer libro de cuentos, ahora con dieciséis ficciones más, con el título de Cuerpos descartados. En 2019 se publicó la novela Carne verdadera, también finalista del U.P.C. y una ampliación de su primer libros de cuentos con el título Cuerpos descartados. Su última novela publicada fue El día que llegamos a Marte (2023).Durante algo más de tres años fue el director literario del e-zine Axxón, actividad que abandonó en mayo del 2007 para retomar el proyecto Sinergia, ahora en formato digital. Fue el fundador y coordinador de Comunidad CF y del Taller 7, aula virtual de escritura creativa. Más tarde creó Planeta SF, un espacio multilingüe de encuentro para escritores, lectores y editores de ficción especulativa de todo el mundo. Actualmente dicta talleres de escritura personalizados por Internet y acaba de organizar el Taller 9, una versión más depurada de su taller original. Ha compilado una veintena de antologías, entre las que se destacan Fase Uno (1985), Ficciones en los 64 cuadros (2004), Mañanas en sombras (2005), Desde el Taller (2007), Grageas, 100 cuentos breves de todo el mundo (2007), Los universos vislumbrados 2 (2008), Otras miradas (2008), Cefeidas (2009), Grageas 2, más de 100 cuentos breves hispanoamericanos (2010), Ficciones en diez tiempos (2011), Tricentenario (2012), Todo el país en un libro (2014), Grageas 3 (2014), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Peón envenenado (2016), Espacio austral (2016), Extremos (2016), Latinoamérica en breve (2016), Extravagancias (2019), Estaño y plata (2019). Sus cuentos han sido traducidos al inglés, francés, portugués, italiano, alemán, ruso, serbio, rumano, griego, búlgaro, japonés, hebreo y árabe. En septiembre de 2020 su novela corta Otro dios caprichoso obtuvo Mención Honrosa en el Premio UPC de ese año. Su biografía apareció en Latin American Scientific Fiction Writers. An A – To – Z Guide, editada por Darrell B. Lockhart en los Estados Unidos de Norteamérica.

 

https://www.facebook.com/sergiogvh/

 

http://es.wikipedia.org/wiki/Sergio_Gaut_vel_Hartman

 

FUGA SIN FINAL

Sergio Gaut vel Hartman

 

Sufro la soledad, pero no conozco un remedio que la cure. Vagaba por las calles de Almatý desafiando el crudo diciembre kazajo, sin mejores opciones que pasar la Navidad en mi habitación del hotel Kazakhtan, en absoluta soledad, cuando la casualidad, suponiendo que tal cosa exista, me ubicó en el camino de Pedro Rivero, jefe de recursos humanos de la empresa de cosméticos en la que trabajé hasta 2012. Ese mismo sujeto que ahora me abrazaba efusivo, tan lejos de casa, me había dado la noticia de que estaba despedido.

—¡Increíble! Coincidir en Kazajistán —dijo Pedro.

—Sí, una gran coincidencia —respondí mordiendo las palabras.

—¿Con quiénes va a pasar la Navidad?

—Con unos amigos peruanos —mentí—. Estoy con ellos para gestionar la venta de un reactor nuclear. —Seguí mintiendo; soy un especialista en la materia.

—¡Pero no, mi amigo! —refutó Pedro sujetando mis brazos con unas manos que parecían tenazas. Olvidé consignar que Pedro es lo más parecido a un luchador de sumo que pueda imaginarse. Con ciento sesenta kilos y la prepotencia de un camión Belaz, podría aplastar un automóvil pequeño de un puñetazo—. Pasará la fiesta con compatriotas. ¿Peruanos? —Hizo un gesto de asco que me molestó enormemente; tengo varios buenos amigos peruanos. Pero no era fácil zafar del apretón de Pedro. Podría decir que me arrastró hasta su casa entre muestras de simpatía y la promesa de un festín pantagruélico. ¿Qué decir? ¿Qué argumentar? ¿Explicarle las razones de mi presencia en Almatý? ¿Manifestar que hacía una semana que perseguía a Irina Makarova, mi esposa durante los últimos siete años, en busca de una reconciliación imposible? Todo lo que había logrado era morirme de frío. El dinero no era problema: podía seguir indefinidamente en Kazajistán pero, ¿para qué?

Pedro me metió en un Lada Granta rojo y recorrimos la Gornaya hasta la avenida Dostyk y nos detuvimos ante un edificio enorme.

—Aquí vivo —dijo Pedro señalando un edificio fastuoso. Ingresamos a la enorme recepción y tras ascender no menos de veinte plantas llegamos al piso donde vivía mi “amigo”. Casi de inmediato, una multitud de niños de tres a doce años se abalanzó sobre nosotros gritando en kazajo y ruso una serie de reclamos, demandas, exigencias y ruegos, que yo fui incapaz de comprender.

—Aunque no conozco ni una frase en el idioma de este país —argüí— presumo que estos niños claman por sus regalos navideños.

—Exacto —respondió Pedro, lacónico.

—¿Son todos suyos?

—¡No! Solo Vania, el varoncito ese, de cinco, y la de siete, Ludmila. —Observé a esos dos niños en particular y terminé aceptando que la propuesta de un tipo al que siempre odié, y al que solo me unía una forzada coexistencia en la misma empresa mientras vivíamos en Buenos Aires, no había sido tan descabellada.

Fui presentado a la multitud y no tardé en verme envuelto en una maraña de abrazos y apretones de manos. La familia de la esposa de mi anfitrión era numerosa y se componía de una docena de adultos y una prole acorde, invariablemente kazajos, que me hablaron con una desconcertante naturalidad, a la que yo replicaba con movimientos labiales que trataban de parecer sonrisas. Raisa, la esposa de Pedro, una mujer rubia, menuda, de enormes ojos azules, me abrazó con una dulzura que me desconcertó.

—Me prometió que pasaría la Navidad entre compatriotas —protesté cuando quedamos solos un momento.

—Lo somos —dijo Pedro—. Mis dos hijos nacieron en Buenos Aires, pero llegamos a Kazajistán cuando eran muy pequeños.

—¿Su esposa habla nuestro idioma?

—Tampoco. —Y tras esta tajante afirmación, Pedro me dio la espalda y se dedicó a los parientes y amigos presentes, dejándome solo y aislado.

Los niños eran todos muy simpáticos, y pude detectar que no se diferenciaban demasiado de los infantes de mi país. Pese a lo temprano de la hora ya habían sabido ingeniárselas para destrozar la mayor parte de los obsequios recibidos. Los observé sin el menor disimulo, aunque eso no pereció alterarlos. En particular despertó mi atención el comportamiento de Ludmila, la hija de Pedro. Era una niña de ojos y cabellos oscuros, como el padre, que no parecía interesada en jugar con los otros. Es probable que alguno de los mayores le hubiera pegado u ofendido, aunque más que agredida lucía molesta y angustiada. Cada tanto suspiraba de un modo que nunca vi en una pequeña de esa edad. Dejé de prestarle atención y me concentré en el aburrimiento que me producía permanecer en esa casa, rodeado de desconocidos. Volví a pensar en Irina y lamenté no haber resistido los embates de Pedro Rivero. Ahora estaría en el lobby del hotel Kazakhtan, conectado a Internet, chateando con mis amigos. Por hacer algo, me dediqué a recorrer las habitaciones, apreciando la decoración y el mobiliario. Rivero parecía haber pegado buena; tal vez seguía en el negocio de los cosméticos, en el que debía haber escalado posiciones gracias a zancadillas oportunamente aplicadas.

Lo cierto es que mi deambular me llevó hasta una habitación que tenía la puerta abierta. Sin recato observé que en el interior la pequeña Ludmila, tapada con una manta, parecía querer aislarse del mundo. Me acerqué con sumo cuidado, tratando de no asustarla, y aunque convencido de que no me respondería, le pregunté en castellano si estaba enojada. Para mi sorpresa, y tras retirar la manta y contemplarme unos segundos como si yo fuera un ser de otro planeta, respondió en mi idioma.

—No estoy enojada; estoy harta de la estupidez humana, de la hipocresía, de los lugares comunes, de los convencionalismos, aquí y en cualquier otra parte. —El comentario me desconcertó. Parecía provenir de un adulto, no de una pequeña de apenas siete años. Y eso sin contar con la cuestión del idioma, una incógnita que me propuse esclarecer de inmediato.

—Te expresaste muy bien en mi lengua; aquí todos hablan kazajo o ruso.

—Viví muchos años en tu país —respondió sin vacilar. ¿Qué podía significar “muchos años” para alguien como ella? Pedro dijo que habían llegado a Kazajistán cuando los niños eran muy pequeños.

—¿Cuántos, exactamente? —pregunté con un dejo de burla.

—Más de treinta. —Lo mencionó como al pasar, sin tomar en cuenta la incongruencia de tal información. Pero antes de que yo pudiera agregar nada, continuó—. Esta es mi novena vida; durante la séptima fui Alfonsina Storni, la poeta. Me suicidé en Mar del Plata el 25 de octubre de 1938.

El universo se dio vuelta como un guante. Jamás, en todo el tiempo que llevo en la Tierra aparentando ser un ser humano común y corriente, había conocido a otra criatura como yo, a otro condenado a un eterno renacer en otro cuerpo, conservando los recuerdos de la vida anterior con una perfección absoluta. Me estremecí ante la idea de que debería esperar por lo menos diez o doce años para entablar con ella una relación fructífera. Pero me tranquilicé de inmediato, ¿qué son diez o doce años para seres como nosotros?