Ignacio Fritz nació en Santiago, Chile, en 1979. Es licenciado en Comunicación Social y periodista (UNIACC), con estudios inconclusos de Literatura y Derecho. Ostenta un diplomado en Escritura Creativa (UDP) y en la actualidad cursa un magíster en Estudios Humanísticos (USS). Finalista del extinguido concurso de cuentos de la revista Paula (2004) y ganador del premio de Unión Latina (2006), a los veintitrés años publicó el desquiciado libro de cuentos Eskizoides (2002; reedición en 2019) y su última obra es la breve novela noir y díptica Terrorismo marxista (2023). Ha colaborado en más de una docena de antologías, tanto nacionales como internacionales, y publicado en medios como El Mercurio, La Segunda, La Nación, El Ciudadano, The Clinic, Luvina, Pousta, Trazas Negras y La Gata de Colette.

 

THERATOS

(Por Ignacio Fritz)

 

«Esta cuantificación es preciosa para la retórica poujadista, ya que engendra monstruos, los politécnicos, sostenedores de una ciencia pura, abstracta, que solo se aplica a la realidad en forma punitiva».

 

ROLAND BARTHES

 

El judío Kindermann concluye su trago transparente y fogoso de mezcal Los Suicidas, ahíto, desenfrenado, malicioso. Etéreo. Se sabe un desesperado y vive a salto de mata. Golpea el vasito contra el mostrador de formica. Oculta su celular de carcasa amarilla, y con un pañuelo de hilo seca la transpiración de su barba incipiente, azulosa, notoriamente áspera. Enciende un cigarrillo Blackheat con la impronta de un sicario. El bartender, cejijunto, mira cómo se retiran; ojea en derredor mientras menea la coctelera niquelada con un rico trago tropical adentro: Sex on the Beach. Hay momentos en que tienes que rezumar valor, y el hecho de que Floyd Colilaf esté herido es uno de esos momentos para que salga «la gracia bajo presión» de la que hablaba el varonil pero gay no asumido de Hemingway.               —Herido de bala. Un remate propio de película —dice Maluenda y tira una flema al piso. Todos lo ven con ojos de besugo apaleado.

Kindermann sale indiferente, sereno: el aire cálido se pega a su cara como una mosca al papel adhesivo. Siente la nefasta sensación de arrinconamiento. ¿Qué dirá El Viejo? Hampón como pocos, el tipo. Un hombretón como salido de una caricatura: con una cicatriz en el mentón y otra en las partes pudendas, tiene pasta de jefe. The boss. Tampoco es que le pague mucho dinero por los trabajos que, de tanto en tanto, surgen, donde a menudo debe sacar su arma o matar a uno que otro paco que se las dé de Lee Marvin. Kindermann sabe que los Carabineros no son sus amigos, ni la PDI, ni la Selección Nacional de Fútbol. No, por supuesto. Desde chico que se las vale por sí mismo. Autárquico. Un padre alcohólico, una madre ausente. Y no porque no quisieran estar con su hijo, todo lo contrario: ella trabajaba en una casa particular, en demasía, al igual que el padre, que se emborrachaba después de sus faenas en la construcción.

El exterior. La calle. Tráfico y esmog (anhídrido carbónico y resinas sintéticas). Allí está el Ford Galaxy como una muestra de los años 70. Es posible que este sea su día, que termine en un sarcófago o en un calabozo. El trabajito de Floyd Colilaf no resultó bien, se torcieron los planes. En las noticias hablaban del tiroteo en plena comuna de Providencia, cerca de Los Leones y del Costanera Center. Una señora fea, de cara arrugada, una civil, fue baleada por Floyd Colilaf en un arrebato de terrorismo. Indecorosa, infame, sucinta violencia. La violencia, como toda manifestación, es breve, certera, concentrada e inopinadamente absurda. Alguna vez Sam Peckinpah afirmaría que la violencia es la poesía de la tristeza, y aunque Kindermann no era adicto al cine, sabía bien que el dolor de los actos violentos confiere una gota de pena.

Nunca hubo momentos felices en la vida de Kindermann, ni pareja estable, salvo ese salvadoreño rotundo, de tez morena y dientes blancos perfectos que lo sodomizó en un motel parejero del centro apenas se conocieron (el Dulce Jueves de calle Libertad).

Kindermann sabía que su trabajo podía ser en extremo peligroso, cuánta película de gánsteres circulaba en el cable sobre el tema: un trabajo de sicarios puede resultar mal, con muertos desperdigados como naipes luego de un asalto a gran escala. Pero dentro del paradigma delincuencial, Kindermann sabía que lidiaba con una situación en la que podría salir impune, tranquilo. Libre. En el oficio, había que tener nervios de acero y sangre fría como la de un reptil, siempre que hubiera un suculento botín.

Entró al Ford Galaxy, junto a Maluenda.

—Colilaf nunca superó su pena.

—¿A qué te refieres, Maluenda?                                                                       
—Colilaf es un agente encubierto.                                                                    
—¿De dónde sacas eso?

—Me lo dijo una vidente… Eeexaaactooo.                                                         
No.

No irían a buscar a Floyd Colilaf. Never. La cagada ya estaba hecha. La policía se había involucrado. Cuando Maluenda dijo «Eeexaaactooo», sus ojos se hicieron más rasgados, salió moco verdeazulado de sus narices, el aroma del Ford Galaxy se tornó denso, picado, como humo negro, y no había nada que hacer.

No.

¿Qué relación había entre Colilaf, Maluenda y lo que aconteció luego, esa postal surgida de las faldas del infierno? Un asalto a mano armada en Providencia. De la radio Pioneer salió expulsada como un relámpago la canción «Turn up the radio», de Autograph, y Kindermann vio cómo su compañero de armas se transformaba en una criatura tipo Cthulhu. Qué delicia, parece una estatua de azúcar, con unos colmillos afilándose en la comisura de los labios. ¿Quién es Maluenda? Aparecen dos cabezas en vez de una; música estridente, sangre, excrementos. Aroma a muerte. Están en el Ford Galaxy, nada más que hacer.

¿Por qué todo cambió como un golpe de timón?

 

Cantemos:

 

¿Cuántas millas hasta Babilonia?                                                                       Ochenta más diez.                                                                                                              ¿Podremos llegar al anochecer?

Sí, y volver de nuevo.

 

Todo no era más que el sueño de un bebé de semanas mientras le realizaban un aborto a su madre.

El nonato se llamaba Kindermann: el verdadero judío Kindermann.

 

 

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