Asistente Social, casada, dos hijos y dos nietas. Trabajó en la Vicaría de la Solidaridad entre 1983   1990. Entre 1993 y comienzos del año 2024 trabajó en el Ministerio de Desarrollo Social y Familia.  Es miembro del Taller de Poli Délano desde el año 2007, y miembro de la Corporación Letras de Chile desde el año 2014. Ha publicado los libros: “Fragmentos de Chile” (2018, cuentos, editorial Espora), “La verdad secuestrada” (2019, novela) y “Estación Yungay” (2020, novela) y el libro de cuentos de ciencia ficción “Investigando humanos y otros cuentos para el fin del mundo” (2020), en co-autoría con Eduardo Contreras Villablanca, editorial Espora.

Su última novela publicada es “Proyecto D and D” (2022, Espora). Tiene cuentos y poemas publicados en antologías como: Entrepuentes; (2007, de Mago editores), “El taller de Poli Délano” (2017, Espora), “¿Están escribiendo?” (2019, Espora); Antología de poesía chilena reciente” (2020, libro digital de Letras de Chile); Antología “Disparar a matar. Cuentos de perdigones y terror verde” editorial Quimantú, 2021; Antología del cuento chileno reciente” (2022, libro digital de Letras de Chile); Antología Crímenes con M de mujer de LOM editores, 2023; Antología Martes Negro de Espora ediciones 2023: Antología 50 años del golpe de estado en Chile, Los jóvenes en dictadura, Mago editores, 2023.

Ha sido jurado de concursos literarios (entre ellos el de la Municipalidad de Santiago), y escribe reseñas y críticas de obras, en el diario digital El Mostrador. Es miembro del Comité Editorial de la revista digital Descentrados.cl, sección Letras.

 

Editoriales en las que se encuentran sus libros:

https://www.espora.cl/

Muestra Creativa: Cuento, Recuerdos de Carnaval

Recuerdos de Carnaval

Cecilia Aravena Zúñiga

 

El sol hace resplandecer las piedras del camino a Camarones, en la provincia de Arica, las llamas y alpacas deambulan libres a los costados del camino principal. Las tres iglesias y sus campanarios relucen albas esperando el inicio de las fiestas. Para llegar al poblado, los visitantes recorren horas por un camino de tierra. Las casas de adobe alineadas frente al volcán, las mismas que vieron nacer a los padres y abuelos de cada habitante, se repletan de turistas y voces. Los primeros visitantes, se anuncian por el polvo que levantan al ingresar por la calle más ancha del pueblo. Hay vendedores ambulantes, carritos sangucheros, bordadoras, costureras y artesanos. La mayoría afuerinos. Los cordones montañosos y volcanes que rodean el pueblo parecen testigos mudos del gentío y bullicio que transforma la zona. Un poco más lejos, en las planicies, los salares se extienden como si el desierto estuviera recostado con su cabellera canosa esparcida por todas partes. Frente a la plaza, una pareja se detiene.

—Wara, ¿recuerdas el carnaval del año pasado? —dijo Aruni, secándose la frente con su antebrazo. El hombre se saca el sombrero de paño y despeja el mechón azabache que le tapa la cara. Es mediodía y su carretón con verduras aún está lleno.

La mujer no responde. Toma su falda negra a ambos lados y se acomoda en el suelo, con la vista en sus sandalias. Su rostro queda cubierto por la sombra que proyecta su marido.

—Wara, te pregunto porque me gustaría tocar en la Tarqueada…

La aludida permanece en silencio, alcanzándole un pañuelo arrugado para secar las gotas de sudor que resbalan por su cara. Aruni parado junto a ella, sigue esperando su respuesta. Suspira.

—Siempre te tragas las palabras —dice Aruni y se concentra en poner los mangos y guayabas maduras encima de las otras.

—¿Recuerdas que a mi hermano le tocó representar la figura del Ño Carnavalón? Revivió el espíritu de nuestros abuelos en la fiesta, asegurando fertilidad y abundancia para

el valle. ¡Qué lindo estuvo todo! Espero que llegue temprano este año y bailemos juntos. El año pasado el ingrato se fue sin despedirse, es un andariego, nunca se queda mucho tiempo en algún lugar.

Ella se acordaba, los sonoros grupos de baile arrastraban sus trajes e instrumentos, venían de zonas muy apartadas para danzar tarkeadas, laquitas o cacharpallas, también llegaban otros de la ciudad para bailar morenadas, caporales, tinkus y tobas. La aldea era tomada por los bailarines y músicos. Claro que recordaba. Entre los hombres saltaban su marido y su cuñado, avanzaban riendo y tomados de los hombros. Era tiempo de reunión, de bailes y alegría, esos días Aruni olvidaba la distancia que lo separaba de su familia. Al contrario de la mayoría de los hombres del poblado, él se había quedado en la tierra de su mujer.

Wara siempre creyó que durante esos rituales la pasión de su pueblo salía a la superficie de la tierra, brotaba de los cuerpos sudados de los bailarines y todo lo que tenían guardado hacía erupción, explotaba como la lava que una vez vieron salir del Guallatiri.

—Wara, te estoy hablando. Volviste a ignorarme, está loca tu cabeza, mujer. Mejor camino un par de cuadras, aquí se ve que no me irá bien —Aruni se alejó refunfuñando.

El año pasado, ella se encargó de preparar la comida, afanó durante días para recibir a su cuñado, lo esperó con picantes y polladas. La fiesta andina era una gran celebración. Ella conoció a Aruni a los quince años. Su madre le había dicho que durante el carnaval se conocen las parejas y se forman las familias, «las chiquillas van bien adornadas; no dejes de aprovechar esa oportunidad». Y así había sido. A la familia de Aruni no le había gustado que ella dejara atado al hijo menor a esas pampas, a las que había llegado sólo a danzar. No la querían.

Durante la pawa, ella quemó una carretita que le había hecho Aruni, con hojitas de coca para recordar a sus ancestros que vivieron allí y pedirles que pudiera darle un hijo a su marido. La música invadió todos los rincones y Aruni se alejó bailando con la comparsa. Junto a ella quedó Illari el hermano mayor de su esposo que desde temprano había estado bebiendo chicha de maíz con aguardiente, y no pudo seguir a la comitiva. Mientras los bailarines y la música de los tambores se alejaban, Wara recogió sus cosas guardándolas en un morral. Su cuñado insistió en que fueran a dejarlas a la casa, antes de alcanzar a Aruni. Corrieron entre el gentío, riéndose mientras cruzaban entre máscaras y tambores, la vivienda era la última del estrecho pasaje.

Cuando llegaron a la casa aún estaba prendido el fogón ubicado en el centro de la habitación, en torno a él había un dormitorio y una pieza donde guardaban el carretón y las verduras.Wara dejó sus aperos en el mesón que hacía les veces de comedor y cocina.

—Wara, ¿tienes más chicha? La sed me quema la garganta —dijo Illari y se dejó caer en una silla.

Ella se apuró en sacar una botella de chicha y acercarle a su cuñado un vaso. Al entregárselo, Illari la miró con los ojos enrojecidos y vidriosos.

—Y ¿tienes algo para comer?

Ella sintió su hálito alcohólico y se dio vuelta para prepararle comida. El hombre la siguió, la tomó del pelo trenzado y la empujó, haciéndola caer en el mesón. La mano grande de su cuñado la sujetó del cuello inmovilizándola. Wara sintió que levantaba su falda y rompía sus calzones a tirones. Una mano callosa acariciaba sus muslos, mientras la otra, continuaba presionando, impidiendo que se levantara. Se resistió y comenzó a gritar.

—Cállate Wara, nadie te escuchará con el ruido de las quenas y bombos. Si eres de mi hermano también puedes ser mía. ¿Me oíste?

Illari comenzó a penetrarla frenético, los tiestos cayeron al suelo, ella gritaba y pataleaba con fuerza, mientras escuchaba los jadeos de su cuñado e intentaba rasguñarlo y sacárselo de encima.

—Quédate quieta petisa, te va a gustar —le decía entre resuellos Illari.

Al cabo de unos minutos, el hombre se relajó dejándose caer a un costado de ella. Wara aprovechó para darse vuelta y coger el fierro apoyado en el muro con que ella azuzaba la leña, antes que Illari se enderezara por completo, ella le propinó un golpe que lo hizo desplomarse desde el mesón y caer de bruces. Wara soltó la varilla de metal y salió corriendo del lugar hacia los bailarines que ya en el extremo del pueblo, se disponían a regresar por la calle principal. La muchedumbre delirante parecía burlarse de ella, impidiéndole avanzar hacia Aruni, el trote de los bailarines era más rápido a medida que ella intentaba acercarse.

Wara corrió tras el conjunto hasta quedar sin respiración, cuando por fin la comitiva se detuvo frente a la iglesia, secó sus lágrimas y pudo llamarlo.

—¡Aruni!, ¡Aruni!

Aruni, se dio vuelta y al reconocerla entre el gentío, sonrió, saludándola con una mano levantada. Luego gritó.

—¿Illari dónde está? Anda a buscar a mi hermano. Quiero que baile conmigo. ¡Tráelo pronto!

Wara quedó inmovilizada, ¿Qué le iba a decir? ¿Le creería? Illari era el único de su familia que los visitaba y Aruni lo quería mucho. ¿Y si dudaba de ella? No había podido darle hijos y ya otras mujeres lo instaban a dejarla. Sintió escalofríos. Los bailarines pasaban por su lado con los brazos levantados y su esposo continuaba saltando al compás de la música. Volvió sobre sus pasos. Su cuñado no era malo, sólo estaba borracho y ella tal vez podría olvidarlo todo.

La puerta permanecía abierta y el cuerpo de Illari yacía boca abajo, se sorprendió al ver a su cuñado en la misma posición. Con el pie lo empujó para darlo vuelta. Ver su rostro aceitunado con los ojos abiertos y opacos, su boca transformada en una mueca, con sangre oscura tiñéndole el mentón y el pecho, los pantalones en las rodillas y sus genitales expuestos, la hizo sentir náuseas. Estaba muerto.

Corrió hacia la puerta, pidiendo ayuda. La música de las bandas apagaba su voz. Sólo algunos perros la miraron, levantando sus hocicos de la basura que hurgaban. Su cuerpo temblaba. Aruni no la perdonaría y sus suegros le reclamarían que la dejara. Tal vez nadie le creyera y la llevaran lejos de su tierra, como una criminal. Volvió a entrar en la casa para cubrir el cuerpo con un mantón, luego lo hizo rodar enrollándolo en la tela. Ató una cuerda en el centro del bulto y lo arrastró hasta el patio. Haciendo un gran esfuerzo, lo dejó caer en el pozo negro que su marido había cavado unos meses antes. Más de tres metros de profundidad y unos kilos de cal impedirían que algo la alejara de su tierra.

Ahora comienza un nuevo carnaval, las comitivas están llegando. Wara contempla la figura de su marido, alejándose empujando su carretón, la camisa blanca ondea, delineando su torso. Con las mangas y pantalones arremangados, las extremidades cobrizas de Aruni parecen emerger de la tierra, esos dominios que hacía tres meses había permitido que su vientre también brotara. En ese momento el llanto de su bebé la hizo volver de sus pensamientos, el pequeño Kinu debía tener hambre.

 

[1] Cuento originalmente publicado en el libro “Fragmentos de Chile”. Editorial Espora. 2018.