Por Antonio Rojas Gómez

Nosotros en la arena
Francisca Izquierdo, novela
Editorial Zig Zag, 220 páginas.

Una señora de clase acomodada, culta, profesional, es psicóloga, casada y madre de tres hijos adolescentes, dos hombres y una mujer, es quien narra esta historia, desencadenada por la muerte del padre de la narradora. Ella está haciendo el duelo en el verano previo a la pandemia del Covid 19, después de la cual el mundo ya no volvería a ser el mismo. Claro que para Sara, la narradora, el mundo ya no fue el mismo desde el instante en que su padre expiró en sus brazos.

En sus vacaciones, junto a un lago del sur, Sara rememora su vida desde la infancia, cuando veraneaba también en los lagos sureños, de la mano de su padre y con su familia de entonces, su madre y sus dos hermanos varones. Ahora está con su marido y sus tres hijos. Se repite el esquema familiar, pero la protagonista no desea que se repita la historia de su familia de origen, que se quebró cuando su madre abandonó al padre por otro hombre, que parecía ofrecerle una vida distinta, en la que sería considerada, halagada, mimada y consentida, lo que no encontraba en su vida familiar, estructurada por un hombre exitoso, serio, organizado y severo. Ese hombre, el padre de la narradora, había también dejado atrás la posibilidad de tener una vida distinta, cuando estudiaba en Nueva York y convivía con una mujer independiente, audaz y osada. Esa vida lo satisfacía bastante más que la que terminó llevando en Chile, pero sobre él estaba el peso de la noche, las costumbres, las obligaciones y responsabilidades de un mundo y una clase social, a los que fue incapaz de renunciar. Claro, eran otros tiempos. La neoyorquina terminó casándose con el hijo de un magnate que murió en la tragedia del Titanic, el padre, por cierto; el hijo tiene que haber sido un niño en 1912.

En cualquier caso, Sara escribe un siglo después del matrimonio de sus padres. Un matrimonio sin sentido, que se iba a quebrar irremediablemente. Sara no desea que su matrimonio se derrumbe, pero, sobre todo, no quiere que su hija, Isabel, tenga una adolescencia angustiada y doliente, como fue la suya. Y no tiene muchas armas para evitárselo a Isabel, así como tampoco las tuvo para evitárselo a sí misma en su momento.

La prosa de Francisca Izquierdo es sencilla, escribe como si estuviera conversando con un amigo. Y el lector, para comprender el fondo de la historia, su sentido profundo y el impacto que los sucesos causan en los personajes, tiene que hacerse amigo de la autora. Y escucharla, o leerla, como escucharía a una mujer de edad mediana que le esté haciendo confidencias sobre su historia de vida y su situación actual. Así, la novela funciona como un coche que recorriera un camino de pavimento impecable, sin baches.

Pero cuidado, que lo que Francisca Izquierdo cuenta en forma ligera, como al desgaire, termina siendo muy profundo. Y en tanto va creciendo la amistad del lector con la autora, a medida que avanzan las páginas, se da cuenta que se encuentra frente a un retrato feroz, precisamente por la sencillez de sus trazos, de lo que es, o más bien ha sido, la vida de las familias chilenas a lo largo del tiempo. Y que el siglo XXI abre la posibilidad de que ese mundo de falsías que negaba a las personas, en especial a las mujeres, la posibilidad de realizarse y ser felices, cambie por fin. Y se abra para las nuevas generaciones un futuro de oportunidades que el establishment siempre negó a quienes los antecedieron.