Alberto López Sanjurjo (León, 1952) es profesor de letras, novelista, cuentista y traductor. Invitamos a leer este relato, que aborda críticamente una temática propia del modelo imperante.

DOCE

Por Alberto López Sanjurjo

Principiaba el verano, uno de tantos en que uno sueña en secreto con tener verdaderas vacaciones, evadirse de lo cotidiano y cambiar de horizonte. Digo en secreto porque después de tantos años de sedentarismo forzado, el fatalismo se adueña de uno mismo y se va acostumbrando uno al silencio por miedo a soñar o sea a expresar sus sentimientos e ilusiones en voz alta a sabiendas que dichas esperanzas se van convirtiendo en algo imposible de realizar. Así el simple hecho de expresar el deseo de viajar y no necesariamente lejos, se va transformando en conversaciones inútiles, dificultosas y a veces dolorosas y, paulatinamente, se va imponiendo una especie de resignación y renunciación malsanas que trastornan el ser y el estar cotidiano como si hubiéramos integrado dicha realidad como algo ineludible. La tristeza y el abatimiento se van infiltrando a diario en cada poro de la piel aunque no sean sentimientos o expresiones perceptibles por la mera razón de que uno siempre necesita mantener las apariencias en un mundo de oropeles sabiamente orquestado y mostrarse todavía capaz ante los demás y sobre todo frente a sí mismo, de enfrentar esa triste realidad que nos lleva a contar cada centavo y que ocupa de hoy en adelante el centro de nuestra cada vez más paupérrima vida.

Aquel espléndido julio en que las matas de tomates ya daban unas diminutas flores de un intenso amarillo y despedían un delicado aroma a la par que empezaban a delinearse los encorvados contornos de los pimientos verdes y rojos, sonó el teléfono.

Estaba yo en el jardín sacando agua para regar las hortalizas y canturreando una ranchera que me acompañaba desde la mañanita cuando a poco llegó corriendo, radiosa, mi esposa para anunciarme la nueva: acababa de obtener el niño la diplomatura en ciencias. Sabía yo que la obtendría, siendo él serio, cumplidor y trabajador. Me contagió su alegría y fuimos a casa para que yo también felicitara de viva voz al niño que en ese momento lejos vivía de nosotros no por voluntad propia sino porque no había de otra.

Varios años ha que se había marchado de casa no muy contento por cierto porque dejaba a los amigos y al barrio pero sobre todo porque debía asumir, me imagino yo, una vida autónoma que desconocía por completo y eso era lo que le inquietaba sobremanera. La verdad es que se las apañó solo y bien, e incluso, consiguió un trabajito de unas horas a la semana en una zapatería para ayudarnos económicamente al igual que sus hermanos. En aquel tiempo, también teníamos que cargar con los alquileres de los demás hijos que estudiaban fuera del partido y su partida supuso una auténtica y larga sangría familiar, obligándonos a un agobiador malabarismo financiero.

Ya para entonces había renunciado el Estado a sufragar parte de los gastos de alojamiento estudiantil y había disminuido drásticamente el monto de las becas. Solo daba una exigua retribución más bien simbólica para mostrar que seguía preocupado por la suerte del futuro de la Nación. En realidad, ya había penetrado el pulpo en la Instrucción pública y tan solo se dedicaban los prohombres y próceres encargados de ella a mostrarle el camino. Así que empezaba a privar la vía privada en la esfera pública llevando a gran parte del estudiantado a una vida de privaciones y en ciertos casos de miseria.

No le ocultaré que el anuncio de la obtención de su diploma fue en aquel momento como una liberación pero a medias. Sabía yo que el niño tenía la intención de seguir estudiando y de sacarse un máster. Ahora que había salvado él la etapa más difícil, tan solo teníamos como padres que seguir apoyándole en sus proyectos aunque fuese a costa de nuevos sacrificios.

Pero a veces se ensaña la mala suerte con uno como se encarnizan los felinos con su presa.

El “Doce” de promedio sobre veinte que se sacó el hijo nos hizo caer redondo a todos. Lo que estábamos lejos de imaginar es que se había infiltrado el pulpo no solo en las cavidades de la Instrucción pública sino también en su corazón. Pero no, ya no había de otra, de hoy en adelante, no aceptaba en su seno el Alma Mater a los mediocres. Así lo habían decidido los partidarios y seguidores de la famosa Autonomía universitaria que por supuesto no tenía nada que ver con la lejana y pionera de Córdoba que inspiró en su tiempo a muchas generaciones de estudiantes latinoamericanos y que permitió en buena medida y con el correr de los años, hacer de la Universidad un lugar mucho más democrático -tal vez el único en tiempos de dictaduras militares- y mucho menos elitista.

Ahí se quedaban y que estuviesen satisfechos los estudiantes de haber llegado hasta ese escalón dorado marcado por una desconocida ceremonia de entrega de diplomas con nuevos atuendos (toga y birrete) por lo cierto prestados para inmortalizar ese glorioso y bufo momento.

Pues la felicidad fue de corta duración. Un escueto mail de la Universidad le anunció que conforme al nuevo ranking, no podía él ingresar en el máster solicitado. Dicho de otro modo, imperaba ya la competición y la selección como modo de reclutamiento de los estudiantes en los diferentes niveles académicos. Ya no bastaba alcanzar la media aritmética para pasar el año. En un abrir y cerrar de ojo, acababan de cerrarse para el niño las puertas del Alma Mater. El portazo fue un choque violento y devastador. Empezó a deprimir el niño al sentirse como un inútil, un inepto o un incapaz pese a la obtención de su diploma. Pasó las largas, muy largas vacaciones en la casa familiar, desanimado, hundido y apático, enfrascado en sus negros pensamientos y pesimistas cavilaciones. La mayor parte del tiempo en su cuarto, ensimismado y tumbado en la cama rodeada de las pocas cosas que había logrado traer de su antiguo piso. El resto lo había vendido, regalado o botado por la sencilla razón de que resultaba demasiado costoso llevarlo a casa y además, no había suficiente espacio para guardarlo.

Había perdido el niño su independencia, sus pertenencias así como sus ilusiones y nadie en la familia encontraba los argumentos suficientes para consolarlo y reconfortarlo. Se impuso el silencio esperando que pasara la tormenta.

Contra toda Razón y Pedagogía, se había convertido la Universidad en expulsora de hijos mediocres a menudo hijos de obreros y empleados. Lo digo porque bien sabe uno que cada persona es diferente y que en materia educativa, el desarrollo de cada quien conlleva un ritmo propio y condiciones sociales propias. Tener que decirlo en mero siglo XXI parece incongruente e ininteligible pero así van las cosas.

Y en el último momento, ante la sorpresa de todos, el caso del niño y de unos más me imagino pero no de todos los recién graduados de los que ya muchos habían decidido probar fortuna fuera de los recintos universitarios, medio se resolvió.

Tuvimos él y yo que salir disparados a unos cientos de kilómetros de casa, la tienda de campaña en la mochila, para que el niño se matriculara en máster en otra universidad y encontrara un piso a tan solo unos días de la apertura del año académico mientras que otros estudiantes, en la misma situación, dormían en sus desarreglados coches destartalados frente a los recintos universitarios.

Así lo habían decidido los próceres del Ministerio tal vez por remordimiento o viejas culpas de unos de ellos, antiguos participantes en los acontecimientos de mayo de 1968, desilusionados partidarios de la autogestión empresarial o desgastados oponentes a la reproducción social en edad de jubilarse. Y se reabrió por súbito la válvula de escape para que nadie cuestionara la permanencia de una educación igualitaria.

Se salvó y terminó por conseguir holgadamente el niño de poco mérito un máster. Pero que nadie se engañe, muchos están quedando fuera de juego y besan el suelo como flores de un día por no haber nacido entre algodones. Y por si fuera poco, tras la vergonzosa y arbitraria ley a favor de la “preferencia nacional” adoptada en el llamado país de las Luces -oficialmente paralizada pero quien sabe por cuánto tiempo- puede que la vida de muchos estudiantes extranjeros se convierta en un auténtico infierno.

La restauración educativa propiciada por la flor y nata del pensamiento liberal de raigambre autoritaria, combinación de plutocracia con mérito y competición a ultranza está en marcha por casi toda Europa. En unas palabras, un Regeneracionismo napoleónico, un sistema universitario dual que bien conocemos en Latinoamérica.