Este interesante cuento del narrador argentino Carlos Dámaso forma parte del volumen “Una biografía secreta”, Ed. Alción, 2019, Argentina. Revela al autor como una voz muy destacable en el amplio panorama de la cuentística trasandina. Con naturalidad y humor negro nos va revelando una trama sorprendente que linda en lo fantástico, sin salir del duro ámbito de lo real.

Viaje inesperado

Todos viajan
Y los relojes no paran.

Blaise Cendrars

Ese mediodía subí a un taxi en Plaza Italia. El chofer aparentaba ser un hombre con muchos años de taxista. A las pocas cuadras, el tránsito se volvió muy lento, estaban cavando en el medio de la avenida, con el propósito de instalar un llamado metro bus, como anunciaban en unos carteles amarillos. El ruido de las excavadoras era insoportable. Por la ventanilla del auto observé a uno de los operarios que manejaba una perforadora manual, y vi cómo temblaba al ritmo de la máquina que parecía triturar el asfalto, hundiéndose cada vez más en esa zanja o grieta que cavaban. Sentí cierta compasión por el cuerpo de ese trabajador que la manejaba.

–Está toda la ciudad así –dijo el taxista–. Deberían elegir otro momento para hacer esta obra, no sé, tal vez cuando haya menos tránsito. Pero parece que en estos tiempos que corren todo se puede hacer.

Le contesté que tenía razón y agregué que, en mi opinión cada vez iba ser peor. Mi aseveración fue entonces el disparador para que el taxista comenzara a hablar nuevamente:

Bueno –dijo–, no sólo en esta época, que yo recuerde me parece que siempre viene siendo así. Aunque hoy en día es peor que nunca.

–Sí. Claro –respondí–.

–Mire, le voy a contar algo que me pasó hace tiempos. Yo ya cumplí los sesenta y sigo manejando mi taxi. Me siento bien y por suerte tengo buena salud. Resulta que a mediados de los años noventa, una época parecida a esta en lo económico, me toma un pasajero en el barrio del Once, un señor canoso. Apenas me dio la dirección a donde quería que lo llevara, noté que era gallego.

–Hablaba con acento español –le dije-.

–Claro, pero de Galicia. Un gallego dueño y socio de una cadena de bares, me nombró uno conocido de Avenida de Mayo y otro de Avenida La Plata. Simpático el hombre, digamos que me cayó bien. Lo que vino después le va a parecer increíble, pero fue lo que sucedió.

Me dije, me va a contar su historia, nomás. Y me predispuse a escucharlo. El chofer me semblanteaba por el espejo retrovisor y yo vi su cara de satisfacción reflejada en el mismo espejo, por el que él me espiaba de tanto en tanto, sin dejar de mirar hacia adelante. Era un hombre fuerte, con cierto aire también de ser descendiente de español. Miré el cartel con sus datos y una foto suya, fijado en la parte de atrás del asiento delantero del acompañante, y leí que se llamaba Daniel Héctor López, otro español, pensé.

–Cuando llegué a su domicilio, –continuó el taxista– paré justo en la puerta, una casa grande, con jardín y garaje al lado. Antes de bajarse, el gallego me dijo: Dígame cuanto me cobraría para llevarme hasta Posadas y luego cruzar a Paraguay, a Encarnación. Me sorprendió la consulta. Le contesté que debía hacer cuentas y ver qué tiempo me iba a llevar. Sí claro, dijo, piénselo y me llama mañana temprano. Me extendió un papel donde había anotado su número de teléfono y su apellido: Fernández. Lo leí y le dije: ¿y su nombre? Francisco, pues, me respondió. Luego, ya habiendo bajado del coche, se acercó a la ventanilla y me dijo: Calcule también el precio por su trabajo si en vez de ir en su taxi vamos en mi auto. Sin los gastos, todo eso corre por mi cuenta. Y bueno, así quedamos que lo llamaba y le daba los dos presupuestos, con su auto y con el mío. A la noche en mi casa, se lo comenté a mi esposa, ella es más desconfiada que yo y le pareció que era raro querer hacer ese viaje tan largo en el taxi y más si era en su auto. Me preguntó si el tipo iba solo, le contesté que no lo sabía bien, pero me pareció que en algún momento me había comentado que lo acompañaría su mujer. Pese a la desconfianza de mi esposa, como la plata podía ser muy buena en esos años de crisis de trabajo, de desocupación como ahora, le hablé al otro día como habíamos quedado y le di los dos precios. Ya no me acuerdo cuanto sería en esa época, pero era bastante y a propósito le pedí un poco de más. El tipo me dijo que le parecía razonable, pero agregó que prefería ir en su auto, le contesté que bueno, que era trato hecho. Entonces paso a buscarlo mañana temprano, le dije. Pero él, con un tono más grave, respondió: vea necesito que sea pasado mañana, el sábado, sí o sí. Y, sin pensarlo mucho, terminé aceptando y quedamos para el sábado a las 7 y media de la mañana.

–¿En qué época del año era? –pregunté por preguntar.

–Debe haber sido probablemente en marzo. Por suerte no hacía ya tanto calor. Realizar un viaje con tanto altas temperatura podría ser un infierno. Estuve entonces el sábado a la hora convenida en su casa. Me atendió él, me hizo pasar, estaba también la mujer, no parecía española como su marido, tenía una tonada provinciana, quizás correntina, se me ocurrió. Me ofrecieron café. Después de unos minutos, me dijo que ya tenían todo preparado, que fuéramos al garaje donde estaba el auto. Por una puerta interna que daba al patio llegamos allí. No lo podía creer: su auto era una estanciera, ya no se veían por las calles, me pareció por la patente que debía ser una de las últimas que se fabricaron varios años atrás. La miré, estaba bastante bien de carrocería, impecable, imaginé que casi no la habían usado. Las cubiertas parecían un poco gastadas. Le dije: creo que está más o menos de gomas. Me respondió en el acto y dijo: No tanto, tienen dos años, yo no la manejo y mi hijo no la ha estado utilizando, hace tiempo que ya no vive con nosotros. Si vamos despacio seguro que aguantan bien. No le contesté y él enseguida me agregó: le cambié el aceite y los filtros ayer. Tiene además el tanque de nafta lleno. Así que podemos ir andando ¿no?

Nos subimos a la estanciera, de inmediato noté que habían tirado un desodorante que olía a lavanda, pero era muy penetrante, pensé que la habían hecho lavar antes del viaje. La mujer subió con un bolso mediano en el asiento trasero. Detrás de mí, y al lado de ella, vi que había otra persona, con una boina negra, parecía estar dormitando y era más joven que yo, el gallego y su mujer. No lo había visto antes. Cuando observé el estado del vehículo, la luz del garaje no era muy buena, así que pensé que había subido con la mujer mientras yo hablaba con su marido. Poco después cruzamos la General Paz y entramos por la autopista hacia el norte, miré la hora y ya eran las nueve de la mañana.

Sin duda, el taxista estaba dispuesto a contarme todo su viaje. Se lo veía entusiasmado con su relato. Yo había decidido decirle que me bajaba con la idea de tomar el subte, porque el embotellamiento del tránsito ya era un atasco y avanzábamos a paso de hombre, Al final con el taxi iba a tardar el doble de tiempo. Pero me pareció que el relato de su travesía podría ser interesante y lo escuché con más atención, el hombre había seguido hablando y como buen narrador había adelantado parte su relato y escuché que decía:

–Como a las cuatro horas paramos en una estación de servicio, yo quería ir al baño y a comprar una botella de agua. La mujer me había convidado café caliente que llevaba en un termo, pero yo tenía sed y ganas de estirar las piernas un poco. El gallego se bajó conmigo y la mujer también. El otro pasajero ni se movió, parecía estar durmiendo la mona. Le pregunté al gallego si no lo quería despertar, porque íbamos a andar unas horas sin parar. Me dijo: vaya usted nomás, ahora lo despierto y vamos con él. Gracias, respondí y me fui directo al baño. Cuando volví con mi botella de agua, ellos ya estaban adentro del auto, me puse al volante y dije: estamos ya listos. Sí, dele hombre, todos estamos bien, así vamos ganando tiempo, contestó mi acompañante.

Y anduvimos varias horas, la mujer dormía, el gallego cabeceaba, pero se mantenía alerta, como un milico haciendo guardia; creo que estaba atento por si yo me llegaba a dormir. Mientras tanto, el joven de atrás, ni señas de que se hubiera despertado. Para hacerla más corta, digamos que así llegamos a la entrada de un pueblo y vi una estación de servicio, no tenía hambre porque la mujer me había convidado unos sándwiches de jamón crudo y más café. Pero era necesario otro alto en el camino, íbamos a viajar varias horas de noche. Yo estimaba que llegaríamos a Posadas al amanecer. Entonces enfilé para la estación, de paso cargábamos nafta para tener el tanque lleno y controlar el aceite y el agua. Cuando bajé, miré para atrás: la mujer dormía y el muchacho también. Es raro, pensé para mí, este tipo no ha dicho ni mú en todo el viaje. Fui al baño y el dueño de la estanciera también.

Pasamos después al bar, el gallego pidió una cerveza. Me miró y dijo:

— Tengo mucha sed, lástima que usted tenga que manejar, si no le invito una también. Pero tome una gaseosa, si es coca mejor, lo va a despertar más que un café y de paso se hidrata, ¿no?

Le hice caso y pedí una coca cola bien helada. Luego le dije:

–Y el muchacho no bebe nada, duerme nomás.

El hombre después de tomar el último trago de su cerveza me respondió:

–Me parece que mi señora le ha dado de beber café, pero después se volvió a dormir.

Ah, bueno –contesté por contestar–.

Después de terminar la coca, lo dejé al gallego que fue de nuevo al baño, no sé si por la cerveza o porque andaba mal de la próstata.

En la estanciera estaba la mujer y el otro seguía igual sin despertarse. Le pregunté a la mujer si habían ido al baño. Si ya fui. Y él, dije señalando al pasajero durmiente. Sí, sí también. La noté algo nerviosa cuando me respondió. Había algo raro en ella. Mi esposa tenía razón, pensé bastante preocupado. Apenas subió quien me había contratado arranqué la estanciera, con ganas de terminar el viaje lo más pronto posible. Más adelante, puse la radio, funcionaba muy bien, para mantenerme despierto. Vino así un noticiero, anochecía y encendí las luces. En el noticiero dijeron algo de un terremoto en Ecuador y una inundación al sur del Japón. Luego de escuchar, mi acompañante, que había permanecido en silencio, de pronto dijo: La naturaleza cada vez está peor. Estamos destruyendo el planeta. Los científicos dicen que cada día aumentan el índice de los campos magnéticos. Estamos entrando en una nueva dimensión. Vio, todos decimos que el tiempo va más rápido. Pero no es solo el tiempo del reloj, es el tiempo físico, el del planeta el que va tan rápido. Así vamos directo a la destrucción del mundo, y no va a ser el fin de todo como dicen las religiones, van a quedar muy pocos sobrevivientes y recién ellos van a tomar conciencia de lo que han hecho en esta vida. Parecía eufórico, había hablado como un poseído.

Se me ocurrió enseguida que el gallego, don Francisco Fernández, y su familia pertenecían a una secta o él estaba loco o la cerveza que había tomado en el bar de la estación de servicio le provocaba ese efecto. Permanecí en silencio, con la idea de detenernos después de avanzar varios kilómetros más. Anduvimos un par de horas así, en la radio sonaba una cumbia, en el asiento de atrás la mujer dormía y el otro no parecía haberse despertado todavía. Todo parecía en calma y yo me concentraba en el camino, atento con los camiones que habían empezado a salir a la ruta a esa hora de la noche, hasta que mi acompañante me pidió que estacionara en la banquina un rato, pues tenía muchas ganas de orinar. Después de una curva, fui deteniendo la marcha y paré al costado de la ruta, la noche era clara y se veía la luna llena en el horizonte.

Mientras el gallego hacía sus necesidades, miré hacia atrás del auto, su mujer estaba despierta, el tipo de la boina permanecía duro, con los ojos cerrados al parecer porque la boina le tapaba la frente y no lo pude ver bien. No aguanté más y le dije a la mujer:

–No me mienta, qué le pasa a este hombre que siempre está durmiendo y en todo el viaje no ha dicho ni una palabra.

–No puede hablar –contestó ella, seca. ¿Quiere tomar un café?

–No señora, digamé la verdad, no me tome por estúpido. Qué le pasa a este tipo –le dije.

La mujer se echó a llorar, y secándose las lágrimas me respondió, le voy a decir la verdad, es mi hijo y está muerto. Me sobresalté. Pensé que estaba en una situación difícil, menos mal que la policía caminera que habíamos pasado al entrar en la provincia de Corrientes no nos había detenido para un control. Tomé coraje y le dije: explíqueme qué pasa. Mire, dijo ella, fue una desgracia, él vive en Encarnación, en Paraguay, se casó con una paraguaya, cuando tenía solo 30 años, tuvo con ella un varón, nuestro único nieto, tiene dos añitos nomás. Resulta que mi hijo vino hace una semana por unos trámites a Buenos Aires y paró en casa. A los dos días salió con un amigo en la moto de este muchacho y un camión los atropelló al subir a la autopista. Murieron los dos, una desgracia. El otro muchacho se lo llevó su familia para enterrarlo, era de la provincia de Buenos Aires. En el hospital por orden del juez nos autorizaron llevar a nuestro hijo a una pompa fúnebre y le avisamos en seguida a mi nuera. Le dijimos que viajara con nuestro nietito para enterrarlo aquí. Ella se puso como loca y dijo que debíamos enterrarlo en Paraguay. Contestamos que no, pero no hubo caso, terminó exigiéndonos que lo lleváramos, sea como sea. Bueno, finalmente mi marido arregló en la pompa fúnebre para que prepararan su cuerpo y pudiéramos hacerlo. Luego volvió a lanzar su llanto, lloraba desconsolada la pobre. Se calmó cuando su marido volvió al auto. Antes que yo dijera algo, le dijo a él: Le conté la verdad de todo. El gallego permaneció en silencio. Yo puse en marcha la estanciera y retomé la ruta. No había ni un solo auto, era un tramo muy solitario, ningún vehículo de frente, ninguno de atrás, ninguna otra luz acercándose.

Miré el tránsito y seguíamos lentamente avanzando, la avenida era un caos. Al parecer seguiríamos así un par de cuadras. El taxista me observaba por el espejo retrovisor.

–No se preocupe, ya vamos a salir de esta –dijo.

–Está bien, siga con su historia.

–Bueno. La mujer, que después supe que se llamaba Lourdes, dijo que las paraguayas eran muy buenas pero que la mujer de su hijo era una terca. Si no nos hubiera dado un nieto, otro hubiera sido el cantar. Mientras siguió el viaje contó que en la empresa fúnebre le habían inyectado un preparado líquido de aloe vera y formol. Luego lo habían vendado y puesto unas fajas empapadas en ese líquido para mantenerlo firme. Ese preparado químico lo conservaría sin pudrirse por un par de días. El gallego explicó que decidieron llevarlo ellos porque por intermedio de la pompa iba a ser más complicado. Trasladar el cuerpo en un furgón fúnebre le llevaría varios días en trámites para tener los papeles en regla. Por eso, dijo, tuve que pagar bastante para que me lo entregaran. Yo le pregunté entonces qué íbamos a hacer cuando llegáramos a la frontera para entrar a Paraguay. No se preocupe, hombre, me contestó, yo soluciono todo eso, con plata y conocidos todo se puede hacer. Le dije está bien, esperemos que así sea.

Para abreviar, le cuento –me dice el taxista, mirándome por el espejo del medio–, que a la madrugada llegamos por fin a Posadas, paramos un rato en una estación de servicio, en el bar vi que quien me había contratado hablaba por un teléfono público. Después desayunamos los dos y le llevamos a la mujer unas medialunas y café en el termo. Bien, seguimos la travesía y en menos de una hora estuvimos en el cruce fronterizo. El gallego se bajó y fue a la ventanilla del control de documentos, volvió a los cinco minutos y dijo: listo, todo está en orden, avance nomás. Avancé con la estanciera por el puente y ya entrando en el territorio paraguayo de la ciudad de Encarnación, vi que me hacía señas un gendarme para que me detuviera. Sonamos, me dije. Paré. No hay problemas se apresuró a decirme mi acompañante. Cuando frené totalmente, el gendarme se acercó a mi ventanilla. Siga por el camino de la izquierda –dijo–. Vaya despacio, hay muchos pozos, después viene el ripio, hay un arenal en el que es casi seguro la estanciera se va empantanar, pero no se preocupe enseguida lo van a sacar y podrán seguir tranquilos. Yo miré a mi acompañante, y él asintió bajando un poco su cabeza. Gracias, le dije al gendarme y puse la primera.

Y ahora qué me va a decir, pensé. El taxista manejaba más aliviado, habíamos salido por fin del embotellamiento. Miré mi reloj y vi que estuvimos más de quince minutos entre esas tres cuadras de la Avenida. El relato de la travesía continúa me dije y escuché al taxista que decía:

–Anduvimos unos tres kilómetros por un camino plagado de baches y pozos. Esquivé todos los que pude, especialmente los huecos más grandes y profundos. Avanzábamos a muy poca velocidad. De pronto descubrí que ese camino lateral nos había ido desviando hacia la izquierda de la ruta principal por la que se iba al centro de Encarnación. El ripio poco a poco se fue haciendo arenoso, me di cuenta de que la estanciera empezó a patinar un poco, resbalaba y yo no le aflojaba, aceleraba con la segunda puesta, pero era cada vez más difícil avanzar. A los costados se fue cubriendo de unos yuyales altos. A la derecha vi unos arbustos frondosos, verdes intensos y a lo lejos unos charcos de agua. La arena se fue volviendo rojiza, pensé que se mezclaba con un lodo resbaloso y húmedo. A los pocos minutos no pudimos seguir. Las ruedas de la estanciera patinaban sin avanzar sobre esa hondonada de arena y barro. En medio de ese paisaje desierto, quedamos varados. Lo miré a quien me había contratado para ese viaje, se mantenía calmo, observando hacia adelante el camino que se perdía en un bosque selvático hacia el horizonte. De esa nada ya silenciosa y que daba miedo vimos aparecer por el camino, a unos veinte metros, a una mujer gorda y bajita, con un pañuelo negro en la cabeza, y un vestido gris oscuro. Se fue acercando a pasos cortitos, tranquila hacia nosotros. En unos segundos estuvo cerca del auto. El gallego sacó su mano por la ventanilla y le hizo señas para que se aproximara. La mujer, ya pegada a la ventanilla del lado de él, sonreía y vi que le faltaban varios dientes de adelante. Hablaron unos minutos, él le pasó varios billetes de cien, era un buen toco. Ella los agarró, escuché gracias señor, que Dios lo bendiga y luego se puso dos dedos en la boca y pegó un agudo y fuerte chiflido. De los costados y de atrás fueron saliendo como veinte o más mujeres, muy jóvenes, robustas y petizas, con pañuelos y vestidas como la mujer que había chiflado. Se acercaron a la estanciera, la rodearon y unas cuatro o cinco se pusieron atrás. El gallego, con cara de satisfacción, dijo: son las sacadoras. Puse nuevamente en marcha el motor y empezamos a movernos. Percibí que Lourdes había echado nuevamente el fuerte desodorante con olor a lavanda porque su perfume empezó a penetrar por mi nariz. Hacía mucho calor y era claro que el finado algo de olor había empezado a despedir. La estanciera, mágicamente, fue saliendo de a poco del lodazal donde nos habíamos metido. Con la ayuda de las mujeres, que todas juntas pechando eran una potente fuerza, después de unos minutos fuimos alcanzando un terreno más firme, las ruedas de nuestro vehículo empezaban a liberarse del barro pegajoso y resbaladizo. Casi de alegría y agradecimiento toqué unos bocinazos cuando empezamos a dejar atrás a esas mujeres sacadoras de Encarnación.

–Para ir terminando – continuó el taxista— en poco tiempo estuvimos llegando a la casa de la viuda. Había varios familiares esperándonos. Entré con la estanciera debajo de una ramada a la que se accedía por el costado de la casa, una casa grande y baja, y la estacioné finalmente en el fondo bajo la sombra de varios árboles. Ahí terminó mi misión. Me dijeron que fuera a descansar en una casa vecina. Y eso hice, estaba muerto de sueño a esa altura, dormí hasta el atardecer en una cama cómoda y en un cuarto fresco.

A la noche temprano pasé por la casa, ya habían armado el velorio, con lloronas y todo el ceremonial. Me quedé cerca de la puerta, al ratito vino Lourdes, tenía lágrimas en sus ojos, me agradeció por haberlos llevados en ese largo viaje. Luego sacó un colgante que tenía entre sus pechos y me lo dio, diciéndome: Es el Gauchito Gil, es milagroso, un devoto de nada menos que San la Muerte, tan querido y benefactor de la gente por estos lados. No soy una mujer supersticiosa, pero creamé, el Gauchito Gil lo va a proteger de todo mal. Mi pobre hijo no se lo quiso llevar cuando se lo di y vea lo que le pasó. Después de una hora o más emprendí el regreso a Buenos Aires en un ómnibus, el gallego me había pagado lo convenido. Dormí casi todo el viaje como si quisiera olvidarme de todo lo que sucedió. Pero ya ve, sigo acordándome de todo, nomás.

Habíamos llegado al fin de mi viaje en el taxi. Le pagué a su dueño y le dije: muy buena su historia, y a la vez que se lo decía pensé en cuánto de invento y de cierto habría en lo que me había contado. Cuando estaba por bajarme, el taxista dándose vuelta y abriéndose la camisa, me dijo: Vea usted, desde que esa mujer me lo dio no me lo he sacado” Y en su pecho vi en el extremo de un colgante un muñequito, era la figura de un gauchito con bigote, la imagen tan conocida del mítico Gauchito Gil. Para quedar bien le dije: que la buena suerte siga acompañándolo. Gracias, igualmente, fue lo último que escuché de él cuando ya mis pies pisaban la vereda.

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Carlos Dámaso Martínez. Escritor novelista, ensayista. Sus libros más recientes son las novelas El otro tiempo, Del horror y la furia (2024), Los de cuentos Una biografía secreta (2019), El amor cambia (2016); los de ensayos La seducción del relato (2015), Lecturas de escritas. Ensayos sobre literatura latinoamericana (2018), Poéticas de la invención (2013) La renovación del fantástico en la narrativa de A. Bioy Casares. Director de los portales de la Biblioteca Virtual Cervantes, de los portales dedicados a Arlt, Bioy Casares y Antonio Di Benedetto.