Cisma, Marcela Bastías, novela, Editorial Forja, 108 páginas

Por Antonio Rojas Gómez

Esta novela, la primera de la autora, nos presenta un nuevo enfoque del feminismo, que interesará especialmente a los seguidores de la religión católica. Los lectores de otros credos, o los agnósticos, tienen poco que ver en estas páginas que narran la historia de una niña de corta edad que es entregada por su madre al cuidado de un monje para que la eduque y le ofrezca una vida mejor que aquella que la espera en la pobreza de su familia. De esa manera, la pequeña Ema se convierte en Alberto, un discípulo aventajado del padre Pedro, que es una suerte de líder de los monjes con pensamiento de avanzada en la congregación que, igual que la sociedad externa, está dividida entre conservadores, que se oponen a todo cambio y solo exigen obediencia a su grey, y quienes desean avanzar con los tiempos.

Lo anterior resulta meridianamente expuesto en la página 38, cuando Alberto, que ya ha crecido, finaliza un sermón con estas palabras:

“Cuando el alma está en paz consigo misma, se puede entregar paz y amor a los demás”.

“En ese instante irrumpió Diego, quien se encontraba cerca del altar, y con una evidente mirada de reproche hacia Alberto, agregó:

“-Lo que el padre Alberto quiere decir es que una vez que cuidéis de vosotros y os escuchéis, volváis al camino de la obediencia sin cuestionar ni dudar jamás de nuestras palabras para alcanzar la plenitud.”

El padre Diego es, por cierto, el líder de los conservadores, y un tipo de mala entraña. Le hace cosas muy feas, que Alberto soporta con estoicismo, sin embargo, en lugar de salir corriendo del convento y regresar a la pobreza honesta de su familia, se aguanta y persevera hasta que, ya madura, vuelve a ser Ema y se retira a predicar en las calles, con el apoyo silencioso de los monjes que desean introducir cambios en las costumbres y rutinas religiosas, especialmente Juan, uno joven y buen mozo, del que se ha enamorado, aunque nunca se revela expresamente el sentimiento, compartido por el muchacho.

Avanzada la historia, mientras Ema crece travestida en Alberto, otra niña es conducida al convento y la hacen pasar por hombre. Lo que nos está diciendo que la historia de Ema-Alberto no es única, sino más bien una costumbre en los monasterios. El lector agnóstico tiene el derecho de preguntarse por qué ocurren esas situaciones, si también existen conventos de monjas en los que pueden ser acogidas las niñas que lo requieran.

¡Ah!, es que en la religión, como en la vida civil, las oportunidades no son las mismas para hombres y mujeres. Las monjas están en discreto segundo plano, no predican, no hacen oír sus ideas. Y eso no está bien, de acuerdo al sentir y pensar de los religiosos de avanzada, los que quieren cambiar las cosas y adecuarlas a los nuevos tiempos, partiendo por la aceptación de la sexualidad.

El lector no sabe si la autora es católica, pero puede suponer que lo es. Tampoco cuál es su tendencia dentro del catolicismo, si es que existen tendencias opuestas, como se presenta en la novela. Pero al terminar la lectura tiene claro que la autora es decidida partidaria del feminismo, y presenta en su obra prima un alegato convincente en favor del derecho de las mujeres a ser tratadas de la misma manera que los hombres, acceder a todas las posiciones que antes les eran negadas y acercarse a las puertas del cielo, y de la realización personal, por caminos distintos al de la ciega obediencia y aceptación de imposiciones que contravienen su conciencia.