por Aníbal Ricci
La música abría la ruta como siempre, supongo que ninguno conocía a Iron Maiden. Miro por el retrovisor y entono el poco inglés explorado de sus letras.
Reflecting on my past life and the sands of time for me are running low.
De nuevo aceleró el Charade y me limito a seguirlo sabiendo que mi amigo conoce el camino. Muchas veces hemos carreteado juntos en este mismo lugar. No sé por qué acelera en estas curvas donde apenas distingo la silueta de un árbol. La ruta se bifurca y sin mediar luces de viraje, Patricio gira en noventa grados. Replico la maniobra a esa velocidad, pero el alcohol se apodera de mis reflejos y soy incapaz de frenar a tiempo. Película en cámara lenta, imágenes proyectadas a través del obturador, avanzando cuadro a cuadro hasta el borde de la vereda. El auto se eleva por los aires y atravieso el bosque. Me voy a negro y segundos después despego las manos del volante, curiosamente estoy tranquilo y tras el parabrisas vislumbro otro camino cercado por árboles amenazantes.
Cuando sabes que tu tiempo se acerca, tal vez es cuando empiezas a entender que la vida es sólo una extraña ilusión, traduzco al español.
Pareciera que la canción ha cambiado de pista y se ha ido directo al final, pero es un casete y ese salto es imposible. No han sido unos segundos, la adrenalina ha dejado de hacer efecto y nos damos cuenta de que nos salvamos de milagro.
Los recién graduados queríamos celebrar de verdad. Tan felices que nos hacía inmunes al alcohol. La ceremonia transcurrió en penumbras. Primero las entregas de premios y luego los discursos, encendimos antorchas mientras caminamos alrededor del parque. El cuadro era conmovedor. Cesó la música, las llamas se apagaron en la pileta y vinieron los abrazos e incluso las lágrimas. Pero faltaba el cóctel que habían preparado nuestros padres.
Los festejos se reanudaron con la caravana de autos estacionados en el Esso Market de Vitacura. Nos aprovisionamos de botellas de pisco y compré un cuarto de queso para llenar el estómago. Santa María de Manquehue nos esperaba como siempre. Seguimos al Pato que iba embalado en su Charade. Llegamos al pie del cerro Manquehue y brindamos con nuestro cargamento etílico. Pensé que el queso haría aguantar mejor el alcohol. Me sentía eufórico y vislumbraba un futuro promisorio. Al menos había bebido media botella de champagne, manejaba el auto de mi padre y pregunté por quién iría conmigo. Lupo, Carmen Gloria y mi amiga Paula subieron de inmediato, pensaron que los otros estaban en peor estado.
Restaurada la conciencia, escucho balbucear unas palabras. Lupo iba cagado de la risa y Paula estaba entera, pero Carmen Gloria de verdad impactada con el salto al estilo Dukes de Hazzard. Apenas articuló una frase coherente respiramos de nuevo. Morir no estaba en nuestros planes. Ninguna imagen cruzó mi cabeza mientras todavía latía fuerte el corazón. De qué sirve arrepentirse, ese instante no será más que un recuerdo, un primer paso en falso de los muchos por venir.
Con el Pato compartimos muchos otros momentos. Veraneaba en El Quisco en casa de Ricardo. Cruzamos desde Algarrobo a El Tabo a bordo del auto de mis viejos. Aterrizábamos en todos los boliches mientras Ricardo hacía circular sus famosos pitos. Yo no fumaba, aunque me daba lo mismo que hicieran sahumerio en el asiento de atrás. Mis papás eran confiados y no imaginaban el bar oculto de nuestro amigo. En Algarrobo nos juntábamos con Rafael, que volaba por el borde costero en su Saveiro color negro. El Pato nos contagiaba a todos con su humor. Pero antes que nada siempre fue el compadre de Ricardo. Se preocupaba de integrarlo a los carretes oficiales, aunque su amigo fuera el rey de las escapadas. Ricardo siempre conseguía marihuana, una petaca de whisky o lo que pudiese estar relacionado con la clandestinidad. Patricio en cambio era el anfitrión de esos carretes. Descubrió Santa María de Manquehue y organizó las primeras fiestas al aire libre. Los parlantes de los autos nos hacían bailar, pasando de mano en mano las botellas de pisco, en un ritual que se extendía hasta la madrugada.
El aire costero nos hacía olvidar el miedo. Rafael se detenía en las discos para tantear el ambiente, casi siempre decía que conocía un lugar mejor. La costanera tenía muchas curvas, pero manejar en la oscuridad terminaba siendo emocionante. Nos reabastecíamos en una botillería de El Quisco y estacionamos en la parte norte del balneario. Rafael era fanático de GIT. Mirábamos las estrellas en una época en que no entendíamos el poder de las letras. El Pato mezclaba los tragos y Ricardo enrollaba marihuana en papel de tabaco. Primer año en que mi familia veraneaba fuera de Cartagena. La discoteque Gato Negro, en todo caso, era la más prestigiada del litoral central. Las mujeres de Cartagena nunca me pescaron. Pablo, el mayor de mis primos, invitaba a sus amigas, pero yo todavía cursaba básica y supongo que era un pendejo.
Por fin habíamos salido del colegio. Ahora prefería El Quisco y conversar una cerveza en el bar de todas las noches. En los recreos nunca me junté con Patricio, aunque los fines de semana siempre coincidíamos en la pizzería Per Voi. Encendía el Charade y subíamos por Irarrázaval en dirección a la cordillera. Ricardo y yo vivíamos en Ñuñoa, pero las chicas eran de La Reina. A veces fallaba el motor, aunque era tan fiel que bastaba una patada en el tubo de escape para hacerlo andar. Patricio tenía suerte con las mujeres. Piropeaba con ingenio y nosotros le seguíamos el juego.
Estudiamos la misma carrera, aunque en distintas universidades. Un día cualquiera, me encuentro con Ricardo en el caracol de Pedro de Valdivia. Le pregunté por Patricio y me dijo que nos había dejado, que murió en un accidente de carretera. Ese día aciago cruzó el umbral. Pudo ser mi Caronte en aquella noche de graduación.
El último día en la playa recordamos los carretes de Santa María de Manquehue. Las casas en construcción todavía no tenían moradores. En la oscuridad reinaba el silencio y las estrellas se mostraban al alcance de la mano. Un mirador peligroso que se volvía una pista de baile. Territorio donde el Pato clavó por primera vez su bandera. Abrimos las puertas de los autos y escuchamos música a todo volumen. El alcohol hilvanó frases seductoras y perdí noción de la realidad. Despierto en mi cuarto y no recuerdo lo sucedido hasta que llamó una chica por teléfono.
¿Quién demonios es Fabiola?
Justito hoy leí un artículo acerca de lo poco que reconocemos y divulgamos a nuestras y nuestro autores. Este "valdiviano"…