Por Omar López LL.

Resulta curioso escribir después de pasar un túnel de tiempo y espacio, distinto al trajín cotidiano y sus rutinas gastadas e incluso, la respiración ya no es ni volverá a ser la misma: porque el trayecto fue largo, oscuro, luminoso; intrincado también por sus honduras o valles mezclado con montañas y abismos. La experiencia o proceso de una hospitalización de urgencia que aun así, no creo que sea o haya sido, de las más graves y perentorias comparadas con lo que veía y escuchaba a mi alrededor; la experiencia digo en sí, es de todas maneras fuente de análisis y reflexiones múltiples en torno a muchos temas: desde los condicionamientos económicos hasta la actitud de cientos de trabajadores anónimos de la salud que, desempeñan una labor humanitaria más allá de los protocolos y los medios disponibles que en un recinto tan grande y demandado, como el Hospital Dr. Sótero del Río, exige.

Más de una en vez, en noches de insomnio implacable, recordaba el famoso cuento de Julio Cortázar, “La noche boca arriba”, ese donde el personaje principal está tendido sobre una superficie que no puede distinguir si es una mesa de operaciones o un altar de sacrificio maya. Y naturalmente, la angustia, el miedo, la impotencia de sentirse atado, entregado a la voluntad y el quehacer de otros que se pasean en torno suyo, en medio de lo que puede ser un rito previo al acto final o de repente es el centro de un quirófano más el dolor acosador de las heridas provocadas por un accidente en motocicleta del protagonista. Toda esa trama ahora desenvuelta en mi memoria escolar, de alguna manera aliviaba la escenografía espesa del ambiente y alejaba el permanente rumor de algunas maquinarias, sorpresivos quejidos, objetos que caen o el filo repentino de un auto que acelera, quizá en qué avenida, como un bostezo de fierro.

Es enorme la cantidad de gente que día a día, noche a noche circula por los pasillos, los patios, los ascensores, los servicios, las bodegas y las oficinas; los múltiples centros de atención y dependencias de distintas especialidades. Más se parece a una ciudad que irradia constantemente luces y sombras; destellos o chispas fugaces de vidas que se pierden o vidas que salvan. Y es un proceso inagotable, permanente como latido de volcán submarino que está ahí, en las profundidades existenciales de miles de personas que están conviviendo por causas circunstanciales y muchas veces, en ese entre cruzamiento de realidades multifacéticas, en ese ir y venir en las trincheras invisibles que tratan de retardar el avance inexorable de la muerte; aparece el gesto preciso, oportuno, fresco de un abrazo, una palabra, una caricia, una sonrisa, un susurro con olor a esperanza o una mirada convertida en cuna.

En consecuencia, estos días horizontales y dolientes; esta exploración a un mundo que siempre visité ocasionalmente o lo veía al pasar con aquella premura de los afanes cotidianos, hoy ya es un motivo más para recordar o mejor dicho rescatar con una lupa de aprendizaje, el acontecer del género humano en condiciones de emergencia o de cierta y muchas veces corrosiva incertidumbre. Cada gesto, cada diálogo en las orillas de esa madrugada que llegaba a mis oídos con involuntaria resignación, fue marcado el rastro de reencuentro en medio de la sinuosidad pegajosa de ese bosque. Las historias, las respuestas a preguntas formales; las preguntas en voces temblorosas o anhelantes para quedar con la mirada fija hacia el techo buscando todavía un calmante para acercarse al sueño; todo eso, es lenguaje, excavación de ideas, testimonio de urgencia o crónica sin dueño.

Hace unos días lo comentábamos con un viejo y queridísimo amigo; hay instantes de la noche horizontal, tal vez el momento más crítico, en que uno comienza a sentir que se está haciendo invisible, está quedando al margen y lo llama una piedra del camino tan anónima como es una piedra en el camino y ese humilde peñasco lo invite a tomar asiento, hasta que uno vuelva a preguntarse… ehhh… y yo… ¿para dónde iba?

Omar López LL.
Puente Alto, octubre 19 de 2022.