Amalia Vilches Dueñas, profesora de Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) (1980-2015); ha publicado ensayos, cuentos, novelas y poemas.

Déjame que brice un poco más
tu sueño, que te acune mientras respiras
nuestro aire,
el aire de los dioses que éramos.
Tu mente descansa y me roza la frente.
No me atrevo a entregarme,
a disfrutar indemne
de tus ojos dormidos.
Soy el tema incendiado de tu vida,
el ave que se quema
en tus alas.

Para ti mi libro escrito como para tantos.
Para ti que en la tarde tienes un nido, un cobijo,
plumas tibias enredándosete en los ojos.
No es el tiempo anodino,
las flores sin jardín.
El tedio y el vacío de que no pasa nada.
De que todo es lo mismo.
Es la luna ensartada en una espada,
la luz anonadándote, el horóscopo ciego.
La risa encaramándose, la libertad de la prisión,
el alborozo de leerte en mis páginas.

Crúzate conmigo por la calle, amor mío.
Haz como si no me reconocieras,
que yo sepa que tus ojos
se han posado en mi sombra.
Permite que me vaya detrás,
que persiga en los espejos tus caderas,
la nuca donde nace el cabello,
las manos que van aleteando el aire.
Por el aire oirás mis besos,
respirarás mi piel,
sentirás que un suspiro se te adentra en la boca
para anidarse, como un soplo,
en tu pecho.

Te voy a poner, hermanilla,
un collar de coral en la cintura
para aliviarte la aguja
de la vida.
Una sarta de perlas,
una corola de rosas,
no una tonta venganza

como cuando éramos niñas
y tú me tirabas de las trenzas.

Acúnala. Haz que vuelva a ser niña.
Conviértete en su padre.
Protégela del dolor
que de ella misma sale
y se enrosca en las puertas, en las flores
que trizan el espacio.
Por qué no es nunca suficiente,
por qué la carencia se le hace
tan grande como un grano de trigo
en el enhebrado de una aguja.
Cántale una canción
de trinos y gorjeos, aquiétala
a ver si duerme
con el pico clavado en el plumón del cuello,
recostada en el tuyo,
para que, al despertar, encuentre tu garganta.
Dale el cobijo de tu compañía,
que pueda reposarse en tu espalda,
mirar tus hombros y besar tus párpados.
Llévatela contigo a tus quehaceres,
metida en un bolsillo, dormida entre tus dedos,
una pequeña nada.
Ahora
que ha llegado el verano,
que el sol hierve en la carne
como la picadura de una avispa;
ahora,
cuando por el asfalto
de la carretera juegan
los buitres leonados
a desafiar a los coches,
con las alas abiertas y las plumas
embelleciendo la garganta, una gorguera
de turmalina;
ahora, cuando posas tu mano sobre
las mías, vuelvo a reconocerme,
a saber que he regresado
al tiempo de la luz, que no queda nada del invierno,
que es tiempo de cerezas, amor mío.

Esta tarde vi llover,
quién es el testigo del verso.
No soy ese yo que cuenta
ni quien siente frío o se moja.
Desaparecer y no ser nadie,
solo un pequeño cálamo
para la pluma que cuenta la historia
de quienes mueren,
aquellos que pusieron un dedo
en las teclas grisáceas, dedos
que no son los tuyos
posándose como pájaros
de invierno.
No hay nadie detrás de estas palabras.
El absoluto anonimato.

Quería volar por la marisma
ser uno más entre los charrancillos,
nadar sobre las aguas como un ánade
acompañado de polluelos.
Las horas eran largos cuellos,
flamencos rosados
de luenga curva sumergida
hozando entre el limo
buscando algún crustáceo.
La tarde se sonrosaba en los esteros
y mojaba los matorrales secos del verano.
Extendió el brazo y acarició el paisaje.
Estaba en su memoria.