Crónica literaria de Eddie Morales Piña.
La primera incursión por el género narrativo en una novela relativamente breve de Felipe González A. es auspiciosa. El autor había publicado en 2014 un poemario -que desconozco- con un título interesante con resabios de crónica periodística. La lectura de este texto con una denominación acotada -realmente una frase- que hace referencia a una torre de señalización luminosa nos demuestra que para ser un inicial ejercicio ficcional está bien logrado. La novela -nouvelle- se denomina El faro (La Pollera ediciones. 2020. 97 pág.).
Los títulos de las obras literarias son efectivamente paratextos, por tanto, tienen una incidencia particular en el entramado narrativo, como lo es en este caso. El faro se constituye en un actante, pues durante todo el relato es una entidad omnipresente. Es en el faro donde se inicia la trama evocada y donde a su vez concluye metafóricamente. El faro está ubicado en un espacio particular de Valparaíso que es el trasfondo o el escenario en que ocurren los principales eventos, ya que algunos nos desplazan a Santiago, por ejemplo. El faro -cualquiera que sea este, como el faro de Playa Ancha, o aquel de Julio Verme situado en el fin del mundo- son torres señaléticas instalados en tierra firme o en una ínsula donde sirven de aviso a través de sus lámparas potentes para los viajeros, especialmente los navegantes. Todo esto de acuerdo con la finalidad práctica desde el punto de vista geográfico que poseen. Sin embargo, podemos deducir cierta simbología en los faros. En primer lugar, es una torre. Generalmente, esta nos remite hacia lo alto. El símbolo de la torre es muy connotativo en la cultura. Luego, es una torre luminosa. El adjetivo le entrega una condición particular en cuanto que es un lugar que impide el extravío, la zozobra o la indefensión. La particularidad de la luz que emana de la torre es rotativa, es decir, cada cierto tiempo emite haces de luz. En consecuencia, hay momentos en que hay ausencia luminosa.
La novela El faro de Felipe González A., sin querer queriendo -tal vez- ha jugado con este sentido simbólico que poseen los faros. En el transcurso de la trama los haces de luz se hacen presentes en la vida de los personajes que estarán involucrados en la historia. En las primeras líneas, el/la lector/a del relato pensará que este se enmarcará en los márgenes de una novela de corte policíaco, pues hay una desaparición de una persona a los pies del faro de Playa Ancha -en la vida real, es Puntángeles-. Este horizonte de expectativas que crea el narrador -un enunciante en primera persona protagonista de los eventos presentados- prontamente los hace derivar hacia otros derroteros discursivos, aunque el eje motivador de la escritura rememorativa siempre será la desaparición de Rodrigo, su primo, que adquiere ribetes de suicidio, asesinato o simplemente una fuga misteriosa.
Los acontecimientos suceden en su mayoría en Valparaíso. Es un espacio narrado en innumerables relatos en la historia de la ciudad -cómo no recordar Don Guillermo de José Victorino Lastarria, una novela alegórica que la funda literariamente hablando. Valparaíso con diversas facetas, como aquella casa deshabitada de Alejandra en el Cerro Barón o la de Constanza convertida en una galería de arte naif. Felipe González A., a su vez, focaliza el relato en un locus universitario situado en el cerro de Playa Ancha. Es la universidad en la que estudia Filosofía el sujeto enunciante de la historia rememorada. Para quien conozca la universidad en la vida real, hay datos extratextuales como el profesor García, que nos sitúan en un lugar en que mediante el elemento añadido -como diría Vargas Llosa- se convierten en la universidad ficcionalizada: el relato del narrador rememorante. El faro de Playa Ancha es el testigo de la desaparición de Rodrigo donde el haz de luz pareciera no iluminar el quehacer de los protagonistas. Efectivamente, la novela paulatinamente -sin dejar de lado el caso- nos va mostrando el devenir de las existencias de estos personajes jóvenes, en forma especial, las relaciones sentimentales, amorosas y sexuales y los otros momentos del quehacer diario. El faro con su haz ilumina y luego deja en la penumbra en una suerte de vaivén vivencial a los sujetos que pueblan el universo narrado, mientras la memoria de Rodrigo sigue presente en una búsqueda constante por parte de su madre, la tía Ana María. El caso nunca se dilucida en el desarrollo de la trama. Es un misterio. El faro es el testigo mudo de lo que sucedió aquella noche. Fátima -la novia de Rodrigo- también es una incógnita- mientras que Constanza y Alejandra acompañan de diversos modos la situación vital del narrador.
La novela de Felipe González A., se lee con agrado y rapidez, puesto que el escritor estructura el relato sobre la base de espacios narrativos -capítulos- breves encabezados por subtítulos que nos indican el núcleo narrativo que se desarrollará. De este modo se va engarzando la historia del faro, que no es otra que la de Rodrigo, el pretexto para que el narrador ya adulto rememore y recuerde. En algunos momentos, este enunciante adquiere una voz autorial de corte filosófico donde surgen reflexiones acerca de la existencia humana, entre ellas la muerte. El capítulo final -Metamorfosis-que cierra el relato es sobresaliente.
En definitiva, una novela significativa de la narrativa chilena reciente de Felipe González A., nacido en Santiago en 1980, quien con esta novela se hizo acreedor del primer premio de los Juegos Literarios Gabriela Mistral el año 2019.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…