Sociólogo, integrante del grupo Estaciones Literarias dirigido por Lidia Mansilla Valenzuela en Talcahuano, donde editó los primeros números de la revista literaria digital Estaciones y actualmente está a cargo de La Tertulia de los viernes, revista mensual. Autor varias publicaciones poéticas.

ANDROIDE

El gato negro con que había pasado la noche saltó de la cama y corrió hacia las escaleras que llevaban al primer piso. Rayen abría las cortinas del dormitorio cuando vio una camioneta estacionarse frente a su casa. Bajaron dos hombres. Ambos vestían chaquetas naranjas con el logo de la fundación en su espalda. Un planeta envuelto en tres anillos dorados. Los vio descargar una especie de ataúd de plumavit.

Rayen bajó al recibidor. Recibió a los hombres, quienes dejaron el ataúd sobre la mesa del comedor. Firmó la nota de recibo y nunca más los volvió a ver.

Después de desayunar, Rayen arrastró el ataúd hacia la parte trasera de la casa. Cruzó el comedor, la cocina y un estrecho pasillo para llegar a su taller. Lo puso de pie como un refrigerador. Hurgó en su bolsillo. Sacó un cartonero. Cortó los sellos de seguridad. Adentro había un muñeco del tamaño y la forma de un niño de diez años vestido en un overol de papel aluminio.

Rayen lo levantó por las axilas y lo sentó sobre un sillón reclinable. Con sus dedos índice y pulgar, abrió uno de los párpados. El número de serie que tenía grabado en el ojo, lo ingresó en la terminal. Un cuadro de diálogo confirmó el registro.

Rayen contempló su rostro inocente por un momento y acarició su mejilla. Retiró la mano de golpe. “Eres áspero”. Luego, abrió su cabeza. Con unas pinzas pequeñísimas comenzó a conectar los cables del cerebro artificial. Eso le tomó toda la mañana.

Después de almorzar, Rayen pasó horas ingresando líneas de código en la terminal para instalar los programas perceptivos y motrices. El muñeco gesticulaba.

Un profundo bostezo la hizo caer en cuenta de la hora. Debía interrumpir la instalación para prevenir errores de cálculo. Ingresó unas últimas líneas de código que la terminal contestó con un cuadro de diálogo: «instalación en pausa». «Nos vemos mañana», le dijo. Y apagó las luces.

Un escándalo de sartenes rompió el sueño de Rayen. Extrajo de su velador un cilindro del tamaño de su antebrazo. Bajó las escaleras blandiendo la luma retráctil con ambas manos por delante, a la altura de su cadera. La alfombra era suave a sus pies descalzos. Junto a ella pasó corriendo su gato.

En la cocina estaba el niño blandiendo un cuchillo del tamaño de su cabeza. Estaba teñido de rojo. La espalda de Rayén se empapó. Intentó gritar, aunque solo pudo articular una especie de ronquido. Sus manos temblorosas soltaron el bastón retráctil que cayó al suelo con un chasquido. El androide le clavó su mirada. Rayen echó a correr.

Abrió la puerta del taller de un caballazo. Dio varios golpecitos al teclado para quitar el protector de pantalla. Ingrese contraseña. «No me digas» gruñó. Intentó ingresar en la terminal. «Contraseña incorrecta». Sus manos como arañas repicaron nuevamente. «Incorrecta». De nuevo. «Contraseña incorrecta».

Dejó escapar un quejido desesperado. Suplicante. Cerró los ojos y respiró profundamente. Suavemente pulsó los caracteres con sus dedos índices. Uno por uno. Lentamente. Un cuadro de diálogo saltó: instalación completa.

Rayén oyó tras de sí una voz dulce.

«Se te cayó esto».

Arrojó un grito con la potencia y longitud dignas de película de Hollywood.

Volteó.

Las pequeñas manos del niño le ofrecían el bastón retráctil abatido. Rayén sintió una caricia entre sus tobillos. Era su gato.

“¿Y el cuchillo?”

«Hice unos sándwiches en la cocina».

«¿Qué?»

“Con salsa de tomate”.

Rayen se desplomó sobre la silla del computador. En ese momento, desde la cocina vinieron unos pitidos intermitentes.

«¿De dónde proviene ese sonido?».

«Dejaste el refrigerador abierto, niño psicópata». El androide regresó a la cocina seguido por el gato. Rayén sacó un cigarrillo electrónico del tercer cajón del escritorio. «Pequeño malnacido», dijo, y fumó.

18/12/2019