por Edmundo Moure
El odio a Rusia es un antiguo síndrome occidental. Nace del miedo, como casi todas las inquinas; miedo a lo desconocido y amenazante, terror a las vastedades sin horizonte. Porque Rusia es enorme; en su inacabable superficie cabrían China y Estados Unidos, y sobraría espacio para meter a Chile como espada exótica e isleña.
Este odio implica también una atracción recíproca, según nos cuenta la Historia, impulso atávico que busca poseer, invadir, someter. Napoleón hizo suya esta voluntad del deseo, aceptó el desafío de las estepas y lanzó sus huestes conquistadoras hacia Moscú. Fue una proeza militar y un desastre. Rusia estuvo a punto de devorarlo y transformó sus sueños en pavorosos incendios, ofreciéndole chamuscada y vacía la ciudad de Moscú. Pero Francia esparció en aquellas planicies el espíritu de la Revolución y las letras de la entonces mayor cultura occidental. La corte del zar quiso hacer suyo el refinado idioma y lo extendió como forma exquisita y relamida de comunicación entre la nobleza y la escasa burguesía adinerada. Irrumpieron en sus salones y academias los grandes novelistas franceses, cuyos paradigmas contribuirían a engendrar la mejor literatura rusa de todos los tiempos.
La Revolución de Octubre de 1917 desestabilizó a Occidente, desatando entre los poderes de su tiempo un miedo aún mayor que el provocado ciento veintiocho años antes por la Revolución Francesa. Las principales potencias europeas se unieron para invadir la incipiente Rusia soviética, en una alianza militar que pareció incontrarrestable, con el decidido apoyo de las fuerzas reaccionarias, los llamados “rusos blancos”, cuyo mayor contingente surgió entre los cosacos de Ucrania. León Trosky dirigió el Ejército Rojo y, de nuevo, Occidente no pudo con los rusos.
Los soviéticos se hicieron presentes, con apoyo estratégico y militar, en la Guerra Civil española de 1936-1939, enfrentándose por primera vez con las tropas del eje Alemania-Italia en los campos de la Península ibérica. Fue el preludio de la II Guerra Mundial y una nueva demostración de la inconsecuencia de las llamadas “democracias occidentales” ante el avasallamiento de la República Española por la conjura internacional del fascismo y el nazismo. Inglaterra, Francia y los Estados Unidos abandonaron al gobierno democrático de la II República, mientras Adolf Hitler y Mussolini fortalecían su formidable aparato militar.
Iban a pagar caro esa traición aleve, sobre todo de manos de Hitler.
En la España “nacional”, ruso y comunista fueron sinónimos y equivalentes demoníacos, generalizando a todos los republicanos como “rojos”. Así cayeron millares de defensores de la causa democrática, sin distinción alguna. Federico García Lorca, el gran poeta andaluz y universal, es el doloroso emblema del odio irracional de los facciosos. Fue considerado un rojo más, agente de Moscú, como se anotó en su expediente, y homosexual por mayor añadidura.
En junio de 1941, Hitler inicia la “Operación Barbarroja”, la invasión a la Unión Soviética (Rusia). La blitzkrieg se vuelca hacia el este y el sureste, imbatible en los tres primeros meses de la guerra, pero el inmenso territorio devastado va devorándose a los alemanes, mientras el clima recrudece en los rigores del otoño y se torna insoportable en el blanco invierno. En Stalingrado se detiene el avance. Será la tumba del mejor cuerpo militar alemán, el VI Ejército de Von Paulus, comienzo del fin del poderío nazi. Baste decir que el setenta por ciento de la fuerza militar alemana fue abatido en la Rusia Soviética. Asimismo, los rusos, en la diversidad de sus etnias y pueblos, sufrieron la mayor cantidad de pérdidas humanas jamás alcanzadas en un conflicto bélico.
Concluida la II Guerra Mundial, comienza la “guerra fría”, que en Chile va a tener una curiosa interpretación y un dramático desenlace. En 1946 es elegido presidente el radical Gabriel González Videla, con apoyo del Partido Comunista de Chile. El generalísimo de su campaña fue el poeta Pablo Neruda (Premio Nobel 1971), electo senador. En 1948, González Videla promulga su “ley maldita”, la “ley de defensa de la democracia”, instruido por el Departamento de Estado de USA, que le exige alinearse contra la Rusia soviética. Rompe con el PC chileno y declara fuera de la ley a sus parlamentarios y militantes. Neruda logra huir a la Argentina, por un paso fronterizo de Osorno y comienza su largo exilio.
Los rusos vuelven a ser odiados y proscritos, oficialmente, por un gobierno que los tuvo como aliados circunstanciales. La Historia se repite, una vez más. Esta animadversión reaparece en los años 60 del pasado siglo, tras el triunfo de la Revolución Cubana y luego se agudiza con la crisis de los misiles rusos instalados en la Isla, apuntando a los dominios del Tío Sam. Recrudece la “guerra fría” y la amenaza nuclear exacerba la demonización de los rusos soviéticos, ateos y comunistas.
En septiembre de 1970 es elegido en las urnas Salvador Allende, con el apoyo principal de socialistas y comunistas. Antes de asumir la presidencia, el “terror blanco” se desata y culmina en el asesinato del General Schneider. La Derecha trata de inculpar a los comunistas en este crimen aleve, pero se prueba que la ejecución estuvo a cargo de un grupo armado de ultraderecha, al servicio del odio reaccionario.
Los breves mil días del gobierno de Allende tendrán su violento fin el 11 de septiembre de 1973, con el magnicidio del presidente. El odio a los rusos va a transformarse en un tópico repetido hasta la saciedad. Nuestro zafio sátrapa nacional, Augusto Pinochet, usará una cazurra forma de referirse a los destinatarios de su inquina; dirá “los señores rusos”, “los señores políticos”, como muletillas cargadas de desprecio. Los medios informativos, controlados directamente por la dictadura militar-empresarial, inician el bombardeo de noticias e interpretaciones sesgadas, poniendo el acento en la denostación del “comunismo ruso”. Paradojalmente (no tanto) la China comunista es poco aludida y no se incluye en esta perversidad planetaria del marxismo doctrinario.
Dos semanas después del cruento golpe de estado, la Selección chilena de fútbol viajó a la Unión Soviética, al mismísimo corazón del infierno ruso, para disputar el primero de dos partidos clasificatorios con miras al Mundial de 1974. Era el 26 de septiembre de 1973, en el estadio Lenin de Moscú. Chile utilizó un eficaz cerrojo defensivo y consiguió un empate “histórico”. El encuentro no se transmitió, pero los chilenos fueron recibidos como héroes en Pudahuel. Habían hecho frente al Oso Ruso igual que el “Invencible ejército” criollo. El chauvinismo campeaba por sus fueros y el cero a cero fue titulado como “El partido de los valientes”; claro, los corajudos chilenos, quién podría dudarlo.
El partido de vuelta, fijado para el 21 de noviembre de 1973, no se jugó, por explicable ausencia del rival ruso-soviético. Como cuenta Axel Pickett, en exhaustiva crónica:
…La Selección chilena salió a la cancha “A medirse frente a un fantasma. Y después de sacar de la mitad de la cancha, se fueron tocando la pelota entre los compañeros, sin ningún tipo de resistencia, hasta que finalmente el capitán Francisco Valdés la metió en un arco vacío”.
«Fue el ‘teatro del absurdo’. Ni con los amigos se juega así. Incluso el árbitro era chileno«, recordó Elías Figueroa. En las actas el partido quedó consignado el 2-0. Chile clasificó al Mundial y fue eliminado en la primera fase”.
¿Castigo de Dios o del demonio ruso?
Frente al actual conflicto y a la invasión de Ucrania emprendida por Vladimir Putin, el “odio a Rusia” ha vuelto a encenderse y arder en los cuatro confines de Occidente. Chile no escapa a este fenómeno; por el contrario, lo asume y extiende con colores propios y acento criollo, mientras repite y realza toda la sesgada información de las agencias noticiosas abanderizadas con Estados Unidos y la OTAN. Más allá de la condena implícita a toda acción militarista en contra de una nación independiente, a la que adscribimos sin vacilaciones, los matices analíticos del periodismo chileno y de supuestos especialistas convocados, alcanzan ribetes irrisorios que revelan, además, supina ignorancia, desconocimiento de la Historia y de acontecimientos bélicos recientes, algunos no resueltos, como los de Siria, Palestina Yemen, ante cuyos horrores ha habido permanente omisión, ocultamiento y aun complacencia culpable. Quizá pudiéramos resumirlo en una sola palabra: hipocresía.
Concluyo esta crónica con una cita de Albert Einstein, pronunciada en los inicios de las atrocidades nazis en Alemania:
“Quienes encuentran placer en marchar, en filas cerradas, a los acordes de una banda de música marcial, han recibido su cerebro por error, ya que la medula espinal les hubiese simplemente bastado. Heroísmo por encargo, violencia insensata, chauvinismo espantoso… ¡Cómo les odio ardientemente!”.
No cabe odiar a un pueblo, a una etnia, a una nación, ni siquiera asociándola a figuras autoritarias y ambiciosas como Vladimir Putin. Menos cuando tenemos entre sus hijos a Pushkin, Dostoievski, Tolstoi, Chéjov, que nos siguen maravillando con su humanidad y su estética.
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Edmundo Moure
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…