por Edmundo Moure
El curso del tiempo pareciera ser cada vez más vertiginoso. Los sucesos se acumulan, como los expedientes del burócrata de Kafka, hasta topar el cielo raso. Se torna difícil reflexionar sobre ellos. Una vez acontecidos, la niebla del olvido los relega a la papelera de la Historia. Salvo que aparezca un indagador alerta y logre revivirlos con nueva apariencia, tarea más literaria o cinematográfica que periodística, si me permiten. Es lo que ha ocurrido con el viejo asunto de Colonia Dignidad, cuyas implicaciones y consecuencias continúan latentes en la conciencia nacional, como lo prueba el reciente largometraje, comentado y difundido en Cine y Literatura.
Entre afirmaciones equívocas, yo había manifestado mi propósito de no leer autores de narrativa y ensayo nacidos después de 1960, aduciendo el pretencioso argumento de ¿qué pueden decirme a mí los jóvenes y bisoños nacidos con posterioridad a esa data generacional? He tenido que desdecirme en algunos casos, a saber: Carmen Gloria López Moure (1966), con La Venganza de las Cautivas; Yuri Pérez (1966), con Diario de Provincia, y ahora mismo, Galo Ghigliotto en El Museo de la Bruma.
Los dos primeros ya fueron objeto de mis juicios encomiásticos. Paso, pues, al tercero, este joven nacido en 1977, quien me ha sorprendido hasta la admiración con su novela surrealista, por partida doble: la articulación del museo en formato de libro y la extraordinaria novela que contiene y desarrolla de manera magistral.
El formato y la gráfica del libro son parte integral de la novela, desde la portada en color negro, con pequeñas letras rojas para el título y el autor. En el interior, las páginas son de color gris, con recuadros de fondo blanco cuando la escritura y el motivo museológico revelan escritos de contenido ingenuo, inocente o esperanzador (son los menos), porque el gris predomina, como bruma histórica y como niebla enrojecida por los múltiples crímenes que conforman un genocidio en contra de los pueblos originarios de la Patagonia y de Tierra del Fuego, en especial la tragedia de los selknam.
El autor va engarzando cartas, testimonios, relatos, descripciones de objetos, en surrealista y fantasmagórica catalogación. La niebla del tiempo y del horror confunden realidad y fantasía, pues no sabemos a ciencia cierta cuáles documentos son veraces, porque el estilo de Ghigliotto, escueto y certero, nos impide discernir la autenticidad de lo exhibido en el propio museo. Como trasfondo esencial, no existe ninguna contradicción con los sucesos que ha fijado la Historia en su bitácora de los horrores cometidos en la región, desde la segunda mitad del siglo XIX hasta promediar la mitad del XX. Los hechos y los seres que los protagonizaron son tan reales como sus fotografías y como los espectros que deambulan por las tres salas del Museo.
Ninguna imagen del catálogo-libro-novela nos mira desde cada cuadro blanco; debemos hacer fe de la breve reseña del autor, de lo que hubo allí, colgado, antes del incendio que se llevó la estructura del edificio patrimonial, arrasando con su precioso contenido. La reconstrucción ha sido llevada a cabo por el narrador, en una doble función: restituir las salas de muestra, reemplazar a los curadores recreando parte de sus quehaceres; servirse de la palabra para perennizar el testimonio, atravesando poco a poco la bruma cenicienta del olvido.
La inmensa Patagonia aun no constituye paisaje, porque entre sus cordilleras, ríos torrentosos, valles abruptos y pampas agrestes, el ser humano blanco o mestizo, es apenas una raya sobre la piel del panorama avasallador, aún no ha logrado dejar huella significativa en sus páramos desolados, salvo la muesca que señala, en la culata de sus fusiles, cada uno de los asesinatos aleves contra las etnias vernáculas, que sucumbieron bajo la garra de la codicia.
Los siniestros prohombres figuran en esta novela con sus nombres y apellidos; nunca fueron seres de ficción, sino atroces figuras reales que lucen como pioneros en la saga de Enrique Campos Menéndez, descendiente sanguíneo directo de aquellos colonizadores venales que levantaron un imperio económico sobre los cadáveres de miles de nativos. Bajo la capa de Augusto Pinochet, este escriba oportunista recibió el Premio Nacional de Literatura, en 1986. En otra escala o categoría moral, repta entre las páginas y en el laberinto de las salas nebulosas del Museo, el criminal de guerra Walter Rauff, de quien no se logró su extradición para ser juzgado en Alemania, merced a las poderosas amistades del alemán y a la parcialidad de nuestros jueces, los mismos que hicieron oídos sordos ante los crímenes de la dictadura y las atrocidades cometidas por sus secuaces en Colonia Dignidad.
El Museo de la Bruma es un libro estremecedor. Galo Ghigliotto utiliza hábilmente, para mitigar el horror provocado desde la propia escritura, para no convertirla en una desgarradura lacerante, un humor fino que elude el sarcasmo directo y deja en suspenso al lector, para que éste atisbe la otra cara de una verdad que golpea más allá de la construcción estética, recordándonos las miserias de la humana condición, agravadas por el poder ilimitado de esos forajidos sin dios ni ley, que actuaron con la complicidad de varios gobiernos, ejerciendo la corrupción como arma política y patente de corso. Herederos y vástagos de estos males de la débil república aún mantienen su poder e influencias sobre la cosa pública, enquistados en el Parlamento u oficiando de ministros y personajes de alto rango.
Los museos a menudo sirven para petrificar los hechos a partir de objetos que llegan a ser fetiches en exhibición circunstancial. Pero este museo-libro ofrece otras posibilidades de difusión y despertar de la conciencia histórica. Es el mérito de la palabra empleada con certero oficio, pese a la juventud del autor (envidia de veterano, pudiera ser).
Un libro de placentera e imprescindible lectura, porque también están los goces fuertes que estremecen el espíritu y despiertan la voluntad adormecida.
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Edmundo Moure
Noviembre 2021
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