Oscar D. Sarmiento (Chile, 1957) ha enviado a letras de Chile esta crónica que crea la posibilidad de unir con un hilo invisible el tiempo que ha pasado por nosotros desde ese 11 de septiembre de 1973 hasta este septiembre de 2021. La editorial Dharma de México publicó su traducción del libro Crucifixion in the Plaza de Armas de Martín Espada en 2019. Poemas suyos y traducciones de poemas -entre otros- de Mark Doty, Maurice Kenny, Martin Espada, Kathleen Sheeder Bonanno, y Phillip Lopate han aparecido en Letras de Chile. Asterión publicó su libro Carta de Extranjería en 1991. Es profesor titular en la Universidad Estatal de Nueva York (SUNY), campus de Potsdam.

CAMINANDO EL ONCE

Cuando el Cristo finalmente se aparece por la puerta del departamento ya tengo todo listo. No lo hago entrar. Salgo al pasillo del edificio.

Partimos camino hacia Blanco Encalada. Los dos con sendas mallas de compras en las manos. El toque de queda no nos da mucho tiempo.

En el departamento se quedan mi vieja, mi hermana mayor, el quiltro Pérez y su reluciente colmillo. No hay noticias de mi viejo. Seguro mi otra hermana vuelve en unas horas. No sería extraño que trajera a algunos de sus amigos a pasar la noche.

El Cristo casi parece otra persona ahora que ya no lleva barba.

No vemos pasar un alma por Blanco Encalada. Ni siquiera autos.

Somos los únicos dos perejiles -diría mi viejo- que caminan en dirección al barrio Estación Central. Dos mocosos: cada uno anda en los diecisiete años.

Apretamos bien las mallas en las manos. El acuerdo es que si alguien nos llega a parar -dada la escasez absoluta de todo en Santiago en estos días- vamos a responder que salimos a comprar pan.

Ahí por nuestro lado de Blanco Encalada pasa rajado un jeep verde lleno de milicos con cascos y metralletas. El Cristo y yo seguimos caminando. A unos veinte metros de distancia el jeep se para en seco. El Cristo y yo seguimos caminando. Los soldados hablan entre ellos. Parece que los que van atrás en el jeep quieren bajarse. Nosotros seguimos caminando. Pero en ese minuto no nos dan bola. Ruge el motor del jeep otra vez y vemos perderse los cascos llenos de sol por Blanco Encalada.

Caminamos y caminamos.

El Cristo ha sido siempre un excelente caminante. Es parte de su entrenamiento, de su régimen para días como este y otros. Yo definitivamente no.

Será por eso que hacemos una buena yunta.

Este día esplendoroso de septiembre está lleno de sol y su buen poco de azul.

Ahora comenzamos a cruzar un camino de piedras y allá a lo lejos se divisa un puente. Algo extraño golpea las piedras cerca de nosotros. Es como una suerte de granizo duro que de repente se hubiera dejado caer. Pero no es granizo. Son las balas que escapan de una punto treinta o cincuenta montada sobre el puente allá lejos. Los milicos que la manejan nos han visto y nos han enviado un saludo. Pero no es un saludo de despedida. Las pocas balas de aviso no nos tocan.

Seguimos caminando.

Llegamos a un barrio de casas de murallas deslavadas y como encuclilladas sobre sí mismas. El Cristo, que tenía el contacto, me señala el portón. Entramos.

Esa casa no se olvida. No porque tenga como casa nada de especial. El hombre que nos recibe, tal vez salido de una novela de Nicomedes Guzmán, nos sirve la mejor cazuela que he probado hasta este minuto. Escuchamos la radio. Los bandos.

No nos debemos, no nos podemos quedar. Nuestra misión, si es que tenemos una – se trata de defender, de salvar al país-, está en otra parte. Y con el toque de queda encima no hay tiempo para pensar en mi vieja ni en mis hermanas ni en el quiltro Pérez y su colmillo.

Fuerte le estrechamos la mano al hombre de ojos negros profundos, salimos de la casa, y partimos en dirección a la Universidad Técnica.

El Cristo y yo no cruzamos palabra. No son necesarias. De repente su cara perfectamente afeitada me dice que siempre tuvo cara de guagua. Será así porque no tenemos más de diecisiete. Y las mallas sin pan todavía cuelgan de nuestras manos.

Caminamos y caminamos.

Tal vez es la Escuela de Artes, la que queda como a dos cuadras del campus de la Universidad Técnica, donde finalmente paramos. La noche llega rápido. El persistente tableteo de las ametralladoras por el lado del campus de la universidad nos mantiene vigilantes y en vela. No seremos más de veinte. Y que yo sepa solo uno de nosotros carga con una diminuta pistola. Esperamos las órdenes que no llegan nunca. El Cristo y yo y los demás que se acomodan como pueden y por donde pueden en este amplio cuarto a oscuras compartimos la misma misión: defender, salvar al país.

Cierro los ojos y solo veo el reluciente colmillo del Pérez, la cara de mi vieja, de mis hermanas, de mi viejo que está quizás dónde.

No sé a qué hora me parece que se abren forados de luz en las paredes de este oscuro cuarto que alberga a veinte extraños. Células del cáncer que hay que extirpar. Balas van atravesando las paredes. Salen de algún jeep en movimiento allá afuera, indicándonos a las claras quién tiene las armas y realmente sabe usarlas. Frenéticamente pegados al piso poco a poco comprobamos el milagro en que no creemos: a nadie le tocó una.

Los milicos podrían fácilmente entrar a la escuela y sacarnos uno por uno con las manos en alto como seguro que a tantos les ocurre a esta hora en Santiago pero -¿otro milagro?- no lo hacen.

Y nunca llegan las órdenes. Nunca.

De mañana, apenas se levanta el toque de queda, comenzamos a irnos de a poco. Yo parto para la casa con mi malla del pan hecha un lulo en la mano. Antes, el Cristo y yo nos despedimos y nos contamos el cuento de que pronto nos vamos a ver de nuevo. Él se va tal vez para la suya.

Por lo menos hay gente caminando que va o que viene por las calles, aunque también se ven milicos con metralletas convenientemente apostados aquí y allá.

Camino y camino.

Llego al edificio de República. Golpeo a la puerta del departamento. Mi hermana mayor y el quiltro Pérez pegado a sus piernas me salen a recibir. No hay nadie más.

Del viejo todavía no se sabe su paradero. Mi vieja y mi hermana menor y los amigos que trajo a pasar la noche fueron todos llevados al regimiento Tacna. El departamento fue allanado la noche anterior debido a un soplo en este edificio donde también viven oficiales de la Fuerza Aérea.

Entro a mi cuarto con el perro Pérez en brazos y diviso un póster doblado atrás del único mueble que hay en la pieza. Lo despliego y lo leo:

Soldado, desobedece a tus oficiales.

Salgo al pasillo del edificio.

Lo voy rajando en pedazos.

Lo tiro por el incinerador.

1 de septiembre de 2021