Daniel Chacón

Daniel Chacón (1962) es director de carrera del programa de escritura creativa bilingüe de la Universidad de Tejas en El Paso. El autor ha autorizado la presente publicación de sus cuentos traducidos por Óscar Sarmiento.

Es autor de la novela The Cholo Tree (2017) y de las siguientes colecciones de cuentos: Kafka in a Skirt (2019), Hotel Juárez: Stories, Rooms, y Loops (2013), Unending Rooms (2008), Chicano Chicanery (2000). Ha recibido los siguientes premios: Pen Oakland Award for Literary Excellence (2014), Tejas NACCS Award for Best Book of Fiction (2013), Hudson Prize (2008). Ha editado los poemas póstumos de Andrés Montoya, A Jury of Trees, y co-editado The Last Supper of Chicano Heroes: The Selected Work of José Antonio Burciaga.

EL PERRITO

Cuando el asesino llegó a la ciudad compró un diario y miró la sección de ventas de mascotas.

Encontró exactamente lo que estaba buscando: “Cruce de Pastor Alemán y Labrador Negro por 50 dólares”. El aviso daba una dirección, pero no un número de teléfono. Tiró su maleta sobre la cama, la abrió y sacó la pistola. La puso en la cartuchera que llevaba ajustada a la cintura del pantalón, cerró la maleta y abandonó el cuarto. En el vestíbulo un pelotón de turistas japoneses llegados en un bus comenzaba a dar sus datos personales, rodeados por una montaña de maletas, y la atareada mujer que lo había registrado miró para donde él estaba y se sonrió. Era filipina y giró la cabeza como si quisiera decirle algo.

Quedaban dos perritos y aunque uno de los dos podía ser una mezcla de Labrador con Pastor Alemán el otro claramente no lo era. La perrita saltó rodeando los tobillos del asesino, como si quisiera que la levantaran y jugaran con ella mientras que el más pequeño, el quiltro, se acurrucó en un rincón como asustado de todo. Su pelaje era ralo, no como el de su hermana, la que tenía una capa fina de pelo negro y largas piernas. El perrito era dos veces más pequeño y sus orejas eran tan largas que las arrastraba por el suelo.

El dueño, un hombre mexicano, andaba sin camisa y masticaba comida mientras hablaba, prácticamente lamiéndose los labios. “Se la doy por 30 dólares”, dijo. Tenía una panza grande y hablaba inglés con acento. “Es la mejor”, dijo sobre la entusiasta perrita. Y agregó en español: “Una hembra”.

El asesino no podía quitar sus ojos del perrito tímido, el cual debía haber olido algo porque estaba olfateando a su alrededor.

“Mucha vida en la hembra”, continuó el dueño en español. “Mira” le dijo. Se dobló sobre una bolsa de comida seca de perro y sacó un puñado de Nuggets y los puso a los pies del asesino. La perrita dejó de saltar sobre el hombre y comenzó a comerse uno y le fue difícil, pero estaba decidida así es que lo mordisqueó y lo royó como una salvaje.

El asesino se dobló y tomó un trozo y lo puso justo al frente del perrito tímido que lo olisqueó – sus flácidas orejas se arrastraron por el suelo – y luego sacó su pequeña lengua y lo lamió.

“Ay, ¿ese? Te lo doy por 20”.

“Me lo llevo”, dijo.

Le puso “Snorkel” porque siempre andaba olfateando, incluso cuando el hombre lo llevó camino al auto.

Fueron a la tienda de accesorios para mascotas y el hombre puso al perrito en un carrito de las compras y lo empujó adentro del lugar, un depósito lleno de olores y movimiento. Snorkel se sentó erecto y se impregnó del lugar, miró al hombre sacar tarros de comida para perros de los estantes y un bolo doble para la comida y el agua. El hombre agitó unos pocos juguetes en frente de Snorkel: un elefante relleno que crujía y una jirafa que tenía el cuello hecho de soga. Mientras esperaban haciendo la cola el asesino sostuvo la jirafa en frente de Snorkel. El perrito la olfateó, la lamió.

Snorkel siguió al hombre por todo el cuarto del hotel hasta la ventana -desde donde el hombre atisbó hacia afuera-, hasta el escritorio en el rincón, incluso hasta la taza de baño, curioso acerca del sonido que la orina hacía mientras bajaba por la taza de baño.

Un día el hombre oyó al perrito tomándose el agua. Tenía la cabeza metida en la taza y como sus orejas eran tan grandes las puntas flotaban. Cuando miró al hombre hacia arriba, lamiéndose la boca, las orejas le goteaban.

Su juguete favorito era la jirafa y su juego favorito el tira y afloja. Tiraba fuerte de la jirafa, mostrando sus colmillos de perrito mientras gruñía, tratando de tirar la jirafa en su dirección, endureciendo la espalda, las piernas. El hombre soltó la jirafa como si el perrito fuera demasiado fuerte y exclamó: “¡Increíble: tú sí que te la puedes!”.

Snorkel se llevó la jirafa hasta una esquina del cuarto, se acurrucó con ella y la masticó.

De noche el perrito se dormía sobre la cama, ambos dos enroscados en diferentes partes y cuando el perrito necesitaba orinar el hombre lo percibía porque tenía el sueño liviano y podía sentir el retorcijón. Lo llevaba a la tina del baño y esperaba mientras el perrito lo olfateaba todo para luego mirar hacia el hombre, como con miedo, como si no supiera por qué estaba en ese terreno blanco y duro.

“Haz pipí” lo alentaba y cuando hacía el hombre lo celebraba con ganas y lo llamaba un buen muchacho. Lo levantaba, lo besaba. “Estoy tan orgulloso de ti”.

Mientras lo sostenía con un brazo abría la llave de la tina de baño y dejaba el agua correr por unos segundos. Después la cortaba y miraba cómo el agua se mezclaba a la orina: el tenue líquido amarillo girando y girando alrededor del desagüe, vuelta y vuelta hasta que bajaba y se iba.

Cuando dejaba el hotel se llevaba al perrito con él. No le importaba no salir con una correa porque Snorkel sabía que eran una jauría de dos y nada le importaba más que pertenecer a esa jauría. Cuando el hombre dejaba al perrito sobre la acera o mientras caminaban por la playa o un parque el perrito movía sus pequeñas piernas lo más rápido posible para ir al paso de él. La conducta de los perritos era cien por ciento predecible. No había que andar pensando mucho cómo iban a actuar porque sus personalidades correspondían primero a su especie y luego a su raza y poco o nada era lo que su carácter jugaba cualquier rol. El hombre sabía que el perrito lo seguiría y también sabía que no iba a ladrar mucho. Sabía que lo podía llevar a cualquier parte. Cuando necesitaba ir a lugares donde no se admitían animales sostenía al perrito sobre los brazos o lo escondía bajo su abrigo. Llevaba toda su comida para comérsela de camino y comían en un parque o en la playa o a veces en una cafetería al aire libre. Snorkel se quedaba a sus pies mientras el hombre comía, masticando un poco de comida que el hombre le había dado.

Una tarde cuando se dirigía al vestíbulo del hotel la muchacha filipina lo detuvo. “Qué lindo” dijo. “Me encanta su perrito”.

Él no dijo nada. Snorkel estaba en sus brazos.

Ella le rascó la cabeza al perrito. “¿Cuál es su nombre?” preguntó, mirando ahora al hombre, no al perrito.

Él siguió su camino.

“Okay” dijo ella, su dignidad magullada. Se devolvió de vuelta a trabajar detrás de la recepción.

En las mañanas Snorkel se volvía loco. Corría por el piso en círculos y agarraba cualquier cosa que podía: la jirafa, el elefante de goma, toallas, calcetines, y corría con lo que fuera por todas partes.

Pero en la mañana era cuando al hombre le gustaba leer. Leía un libro budista sobre la cama, no porque fuera budista -no creía en nada espiritual-. Lo leía porque apreciaba el lenguaje, la concentración mental. Era silencioso, rítmico. Le daba un orden a su día.

Antes de agarrar el teléfono ya sabía quién era porque no aparecía un número en la pantalla, solo una línea de ceros: 000.000.0000.

“¿Puedo hablar con el señor Marino?” preguntó la voz.

“Número equivocado” dijo el hombre.

“Okay, lo siento”.

El hombre agarró al perrito y dejó el hotel.

Esperó cerca de una cabina telefónica afuera de una farmacia y el perrito esperó a sus pies, sentado, mirando a su alrededor como si todo fuera nuevo. El teléfono sonó y el hombre descolgó el auricular. Reconoció la voz de la máquina. Le dijo donde se encontraba el sujeto y cómo querían que se viera el trabajo. Cualquiera puede matar, pero un asesino es un verdadero cuentista. Cada trabajo debe llevarse a cabo prestando atención a tanto detalle que de esto surge una narración y cuando se realiza una interpretación acuciosa del caso cada detalle tiene que tener sentido.

El sujeto era un traficante de poca monta, o solía serlo, pero ahora se había metido en asuntos más grandes que no podía manejar por ser tan estúpido, tan obvio, tan chillón. “Es un tipo blanco que se cree negro” dijo la voz.

Después de la llamada el asesino caminó hasta su auto; el perrito lo seguía. Abrió la puerta del lado del pasajero, pero el perrito era demasiado pequeño como para saltar encima del asiento así es que el hombre lo ayudó. Manejó a un vecindario de clase trabajadora fuera de la ciudad. Se podían ver los edificios del centro a la distancia. Estacionó y se sentó en el auto, donde las viejas casas habían sido divididas en departamentos. Podía ver a los traficantes de crack en algunas de las esquinas y a un grupo de adictos sentados en callejones, parados al frente de la botillería. Divisó al sujeto saliendo de una casa seguido por unos muchachos negros. Hablaba y gesticulaba y los muchachos negros lo escuchaban, ocasionalmente asintiendo. Eran adolescentes pero el tipo blanco ya andaba en los treinta.

Se paró en frente de un ostentoso Cadillac Escalade con tapacubos pintados de dorado que chispeaban y tenía tantas cadenas alrededor del cuello que parecía la parodia de una estrella de hip hop.

Cuando el asunto acabó el hombre, de vuelta en el hotel, se recostó en la cama mirando al cielo. Siguió las líneas en el yeso y la pintura y trató de encontrar imágenes: una cara, un animal de circo, un pirata, como hacía cuando era niño recostado en su cama con la luz encendida mientras la casa estaba en silencio.

Entonces le llegó la imagen. Se vio a sí mismo caminando en la playa en algún lugar de México. Con la mujer filipina que atendía la recepción. Tenían un montón de perros, todo tipo de perros, que los seguían, corriendo, jugando en las olas, persiguiendo palitos, una jauría completa de perros, algunos viejos, caminando lentamente al lado de sus amos, solamente contentos de estar a su lado, algunos de los perritos perseguían gaviotas y pelícanos. Aunque corrieran lejos de ellos en la playa, o hacia las olas, todo lo que el hombre tenía que hacer era silbar y se devolvían. Juntos se regresaron al condominio. Mientras los perros dormían en distintos lugares de la casa el hombre y la filipina permanecían sentados en el balcón con una botella de vino tinto mirando la puesta de sol.

“Bueno, salgamos de aquí”, le dijo a Snorkel.

Se levantó de la cama y comenzó a empacar. Snorkel pensó que era un juego y trató de morder todo lo que fuera que el hombre estaba poniendo en la maleta. Trató de jugar al tira y afloja con los shorts del hombre. Después saltó adentro de la maleta y miró al hombre, sus flácidas orejas colgándole como rizos. La lengua afuera.

Pagó por su cuarto del hotel. Puso a Snorkel en el asiento de pasajeros y después entró al auto. Manejó hacia la carretera Uno.

“¿Adónde quieres ir, compañero?” preguntó.

Snorkel miró para afuera de la ventana, feliz, agitando la cola. El hombre bajó el vidrio y Snorkel sacó la cabeza y dejó que el viento recorriera sus orejas.

Esa noche pararon en un hotel de la costa y el hombre puso al perrito adentro de una bolsa de hacer las compras y se lo llevó al cuarto. El perrito pensó que era un juego y cuando el hombre abrió la bolsa y la puso de cabeza sobre la cama saltó para afuera, listo para jugar un poco más.

“Mañana vamos a correr por la playa”, el hombre le dijo a Snorkel.

Pero esa noche recibió otra llamada de 000-000-0000. La voz dijo: “¿Hank, eres tú?”.

“Lo siento, se equivocó de número”.

“¿No es Hank en Visalia?”.

“No, estoy en Santa Bárbara. Lo siento”.

Colgó y minutos más tarde llegó la segunda llamada.

“¿Hablo con el Walgreen’s de Calle Real?”.

“No, no es. Lo siento” dijo, y colgó.

Treinta minutos más tarde estaba parado afuera de un Walgreen’s de Calle Real en frente de una caseta telefónica. El aparato sonó.

El próximo trabajo era afuera del país, le informó la voz mecánica. Tenía que subirse a un vuelo a Ciudad de México.

El asesino memorizó todos los detalles y después colgó.

Sacudió la cabeza una y otra vez camino de vuelta al auto donde Snorkel esperaba en el asiento del frente.

La próxima mañana, antes de pagar la habitación, llenó la tina de baño. Agarró una toalla y la llevó hasta la cama donde Snorkel masticaba el elefante de goma. Snorkel miró al asesino.

Recogió al perrito con la toalla y lo envolvió como si fuera un burrito. Snorkel pensó que era un juego y mordió las manos del hombre con unos dientes de perrito demasiado pequeños como para herir a alguien, pero mientras más la toalla se apretaba alrededor suyo más miedo le daba. El asesino acarreó el bulto a la tina. Siempre lo hacía así para no verles las caras.

Snorkel no forcejeó mucho, como si confiara en su amo, así como ocurrió con Felina, su primera perra. Recordó lo difícil que fue, lo mucho que quería a esa perrita, lo mucho que sentía por ella personalmente, por su personalidad, aunque sabía que primero ella era parte de su especie y solo después parte de su raza. La había hecho única, especial, y cada vez después de eso cuando escogía un perrito se prometía a sí mismo que no lo haría, pero casi todo el tiempo no podía evitarlo. Tal vez por eso era que cada vez escogía otro más.

Snorkel le gustaba mucho, recordó la vez que se tomó el agua de la taza del baño y sus orejas eran tan grandes que flotaban en el agua. Ahora se habían escapado de la toalla y flotaban en la tina.

[De Hotel Juárez]

YOGA

Después que mi mujer murió fui y tomé una clase de yoga en Santa Mónica.

Era el único hombre en una clase de mujeres ágiles y en forma. Todas tenían sus propios mats, pero yo tuve que pedir uno prestado.

A los pocos minutos ya estaba sudando la gota gorda.

No podía estirarme. No podía alcanzar los dedos de mis pies ni hacer la postura del perro boca abajo.

La instructora, una mujer asiática de unos veintitantos, me preguntó, como si me fuera a morir, si todo andaba bien. Estaba preocupada.

«¿Quiere descansar un poco?» me preguntó.

La clase se había quedado en silencio, mirándome. Yo estaba pasado de sudor, mi ropa goteaba. «Esto es lo que necesito», dije, estirándome cosa que doliera.

[De Kakfa in a Skirt]